Letras
Escalón 26

Comparte este contenido con tus amigos

Carola abandonó la oficina como lo hacía cada tarde y a la hora cero. La abandonó tranquilamente, como si se tratara de una funda de basura que se deja en el cesto o como un barco de papel echado a su suerte en el agua verdosa de una pileta citadina. Con su habitual mecanicidad pulsó el botón llamando al ascensor y mientras llegaba dio una mirada a su derredor. Aquellas paredes blanco-hueso —estúpidamente sucias—, las puertas caoba que encerraban objetos polvosos de marasmas y de odios; el hall que iba hasta las oficinas principales, en donde cierta vez ella misma se apasionó con un compañero infelizmente casado.

Sí... ¡detestaba todo esto!, lo abo­rrecía y lo despreciaba porque lo cir­cundaban gruesas hebras de rutina y de mediocridad.

Pensó que faltaban apenas cinco meses para jubilarse. Pensó que debían pasar veloces, porque simplemente ya no soportaba más.

Tenía cuarenta y nueve años. Vivía en el trasfondo de una casa enclavada en la barriada pobre al pie de la montaña y para acceder a ella debía agarrar un autobús atestado de personas, tan desoladas como su propia alma.

Creía que cuando fuera dueña de sus exclusivos espacio y tiempo, buscaría algo más humano; tendría un par de gatos y muchos recuerdos para coagularlos en la boca.

Un ruido imperceptible por lo cotidiano le indicó que el ascensor llegaba y lo vio abrirse monótono y cansino frente a su nariz. Alguien venía en él, pero Carola no dio importancia alguna al hecho.

Las puertas del ascensor se cerraron y ella al entrar miró al hombre que allí estaba: joven, desaliñado, barbudo. insignificante. Uno más del montón, uno más que podía pasar por un tipo desem­pleado o como el hijo menor de gente rica en instantes de frustración. Y sin pretenderlo recordó que cuando tenía quince años su padre la envió donde un amigo con un mensaje escrito.

El amigo de su padre vivía en una casa grande y tenía dos hijas que ami­gaban con ella. Cuando se paró frente a la puerta de esa casa unos elocuentes alaridos golpearon sus tímpanos. Al entrar, vio a Carmen, la hija mayor pegándose frenética contra las paredes, con el pelo revuelto y en camisón de dormir. El padre trataba de detenerla pero no lo lograba del todo. Entonces, apareció Clara, la menor, quien consiguió ponerse frente a su hermana para propinarle varios golpes en el rostro, que a Carola asustaron aun más.

Vio a Carmen tranquilizarse por completo de su frenesí y caer blandamente en brazos de su progenitor. La expresión que mostraban sus ojos era muy seme­jante a la del muchacho que estaba junto a ella.

Cuando Carola contó el suceso después, su propio padre había dicho-que la histeria era privilegio de unos pocos.

Deshecho el pensamiento enérg­icamente, pulsó el botón de PB y se arrimó a la pared izquierda del ascensor. El fastidio de saber que algo no encajaba en el sabor de la rutina se incrustó en su cerebro de inmediato. Miró a las puertas, a los costados, volvió a pulsar el botón de PB y nítidamente supo que el viejo ascensor se había trabado y las órdenes por su dedo impartidas no entraban en su memoria oxidada. Oprimió el botón de ABIERTO y las puertas obedecieron de inmediato. El daño no era mayor..., no habían quedado atrapados.

Carola salió nuevamente al piso donde segundos antes había estado y encaminó sus pasos hasta las escaleras, sintiendo que estaba muy cansada y los nueve pisos que bajaría significaban un oscuro esfuerzo, no compatible con la remuneración adicional por horas extras.

En aquellos minutos el hall se veía extraño —casi mágico— con el sol del atardecer bañando una parte de la alfombra, los teléfonos callados, el mostrador que dormía perezoso. Entonces se sintió misteriosa, como aquella vez en que fingiendo un trabajo urgente terminó haciendo el amor con aquel compañero casado en aquel hall y precisamente atrás del perezoso mostrador.

Repentinamente volvió a sentirse utilizada, usada. Una aventura más en la lista del compañero de labores; un aceptar más en su larga cadena de sueños pésimamente fabricados. Atravesó el hall espantando a los recuerdos y abrió la puerta caoba que ocultaba a las escaleras. Las divisó silenciosas, frías, semioscuras.

Carola empezó a bajar el primer tramo de ellas. Eran empinadas pero cómodas, revestidas de marmolina crema y verde. Una, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho. Nueve, diez y luego serían diez más. Siempre que subía o bajaba gradas mentalmente las contaba. Tenía este defecto desde una vez en que había soñado que estaba ciega, carecía de lazarillo y no tenía quien la ayude a descender unas escaleras de piedra cubiertas de musgo que en su sueño era el camino único para llegar a donde un demonio bueno que poseía la facultad de devolver la vista con sólo pasar por sobre los párpados las yemas de los dedos.

Un par de pisos abajo y se detuvo, porque le pareció escuchar algo más arriba. ¿Qué era? Aguzó el oído unos momentos pero todo estaba silencioso. Vio el reloj pulsera y supo que faltaban dos minutos para las seis. Descendió otro tramo de escaleras y el ruido llegó nítido —un gemido cortado de un tajo— y fue cuando lo recordó bruscamente... El hombre que vio en el ascensor, el hombre desgreñado y sucio que bajaba en él. Súbitamente regresó a ver hacia arriba. Nada aparecía en su campo visual que era un tanto limitado. Movió la cabeza, estaba loca o qué demonios. Continuó bajando. Apenas si le faltaban tres gradas para el rellano y siete pisos para la salida. Llegó a éste y percibió el gemido más cerca, pero lo peor fue que acababa de detectar el sonido de unos pasos que bajaban por la escalera. Volvió a mirar hacia arriba y como la vez anterior, tampoco distinguió nada. Se miró a sí misma. Su ropa no tenía nada de particular, no cargaba joyas finas y en su cartera apenas si tenía para comprar el pan y la leche de esa noche. Una respiración aguda le llegó esta vez y Carola percibió un mensaje de odio y de locura.

El miedo la tenía atenazada al descansillo. No podía mover las piernas y correr. Pasó la lengua por sobre los resecos labios, mientras pensaba que nada ocurría, que todo estaba bien, que era su deber elevar un píe y luego otro para así tener opción de llegar abajo, a la puerta, ¡a la vida! Tambaleante empezó a mover las piernas. Primero la derecha, después la izquierda. Uno, dos escalones; gotitas de sudor aparecieron en sus sienes. Seis, siete, los escalones estaban sumidos en oscuridad, pues las lamparitas que en esa zona existían, traían quemados los focos. Catorce, quince, dieciséis. La respiración volvía a sentirse y un rápido descender de gradas en algún lugar arriba de la cabeza. Dieciocho, diecinueve, veinte, el rellano, pero en esa oscuridad casi no se orientaba aunque aguzaba la vista y tenuemente le parecía distinguir el comienzo... Sí. Eso era, ya empezaba a bajar de nuevo. Uno, dos, tres, y más abajo estaba iluminado o sólo era ilusión. Siete, ocho, nueve, sí había luz, y en aquel rellano su cara estaba lavada por el sudor, al igual que las manos, los sobacos, la espalda; y sus malditas piernas que se estaban volviendo otra vez torpes y la respiración ya no se oía, tan sólo el bajar de unos pasos horri­blemente lóbregos, infinitamente certeros que parecían gritar: YA-FAL-TA-YA-FAL-TA-MUY-PO-CO-MUY-PO-CO-Y-TE-MA-TO-Y-TE-MA-TO. Sin aliento volvió a meterse en un nuevo tubo de escaleras; siempre tras suyo los pasos seguían en su interminable secuencia de mortuoria certeza.

Carola desconocía dónde estaba. A tal punto era su miedo que no podía precisar si se encontraba en el área del segundo o del primer piso. Pero sí sabía que sus piernas nuevamente estaban entorpeciéndose porque a sus oídos llegaron pasos que bajaban a exactamente dos metros atrás.

El pánico la atenazó pero su instinto de conservación fue mayor.

Siguió bajando las gradas mientras sentía toda su piel erizada, mientras luchaba por conseguir ver, ya que sus ojos eran dos cuencas repletas de sudor y lágrimas.

Nítidamente escuchó un sonido brusco, opaco. Supo que el hombre desaliñado blandía en el aire el arma con que la iba a matar. Seis, siete, ocho. Las escaleras continuaban hacia abajo y los pasos que la seguían semejaban oscuros tambores de la muerte. El rellano y Carola miró la escalera final que conducía a la salida. Fugazmente pensó que acabaría con ella por la espalda y casi se supo volando por sobre las escaleras con su cuerpo ensangrentado —tan vacío de amor y de ternura, tan inútilmente estropeado. Doce, trece, catorce escalones y aún faltaban por lo menos doce más.

Su espalda casi era rozada por el arma que el hombre empuñaba. Carola sabía que ese hombre tenía sed de su sangre, sed infinita por destruir. Desesperada logró bajar más rápido. Dieciocho, diecinueve, veinte, veinte y uno. Carola divisaba la salida, la tocaba, pero tuvo un segundo de coraje en el escalón veinte y cuatro.

Se volvió para enfrentarse porque ya no tenía más fuerzas, porque siempre había desfallecido en los momentos peores, porque tenía derecho de ver el instante crucial en que sería asesinada y también porque deseaba ver al tipo, con sus ojos de locura, con su pelo largo y sucio, abatirse sobre su cuerpo de gelatina.

Los ojos de Carola quedaron fijos en esa figura, en aquellas manos que sostenían una fosforera y un cigarrillo; en ese cinturón que hacía juego con el par de botas, en los jeans ajustadísimos, en la blusa corta, en toda esa espectacular mujer que al darse cuenta de que estaba siendo observada no pudo impedir que Carola viera sus lágrimas rodando por el rostro.

Esa mujer la miró también y dando la primera absorción al cigarrillo pasó junto a Carola, dejando tras de sí una estela de humo y de perfume fuerte.

Salió a la vereda y desapareció por la derecha, perdiéndose en la ciudad, confundiéndose en su anonimato.

Carola —al borde de la locura— se sentó en ese escalón que era el número veinticuatro, esperando que el temblor que la dominaba pasara. Ya no pensaba, sólo tenía introducida en su mente la palabra equivocación y esta certeza la hizo sonreír un poco.

Así se mantuvo por algunos minutos. Sonriendo a intervalos, pensando que lo confundió todo, que la bella mujer que lloraba por poco la mata del susto, que quién sería, que qué estaría haciendo en el edificio, posiblemente fue a visitar a otro señor casado o a un simple novio, que pudo haber cortado su relación de una forma brusca, que acaso era una persona que tenía otro tipo de conflicto, en fin, a ella no debería importarle nada. total no era ni sería nunca su problema.

Decidió largarse de una buena vez. En algún lado de su cerebro se formó la sensación de sueño y de cansancio ago­tadores.

Dormir, dormir interminables horas a fin de conceder una tregua a su propia psiquis luego de haber experimentado el horror más genuino y más macabro.

Empezó a levantarse.

Lo hacía con pereza.

Su cuerpo estaba lleno de un latido silencioso, amortiguado, pero ella ya no le hizo caso. Agarró su cartera con una mano y con la otra libre la pasó por sobre su cabeza para acomodarse el pelo, húmedo de sudor. Cuando rozó la nuca entrechocó sus dedos con el frío cuchillo que el tipo barbado y sucio guardaba en algún sitio para ella.

Mientras rodaba hasta el escalón veintiséis y final, nebulosamente comprendió que jamás se había equivocado.