Artículos y reportajes
Pernoctar, infinitamente

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De Vladimir Nabokov se dijo en algún momento que vivía por el solo hecho de escribir; de Kafka se dijo, en la primera mitad del siglo veinte, que de no haber sido por sus libros no existiría para la humanidad; de Proust, se ha dicho algo similar, al decir: En busca del tiempo perdido es la mejor poesía escrita en prosa del siglo que acaba de pasar, sin hacer mayor alusión a la vida del hombre merecedor de tan grato elogio; cada uno de ellos tiene algo en común como lo es el hecho de haber sido escritores geniales que supieron saltar por encima de los grandes acontecimientos del siglo que les tocó vivir para dedicar todo su tiempo y talento a su obra. Kafka le dice al comienzo de la guerra, has comenzado, me voy a nadar; Proust dispone su tiempo a escribir su extensa novela, dando mayor importancia a los celos que al estallido de las bombas; Nabokov, por su parte, viaja (como lo hizo en su momento John Dewey en su viaje a la China, donde impartió diversos seminarios, trabajó arduamente en sus escritos, y conoció otras literaturas —leyendo autores tan destacados como Kawabata y Murasaki— que le permitieron tener una lectura más erudita de los autores de quienes solía hablar, entre ellos William James, Bertrand Russell, Henry Bergson, Aristóteles y John Locke), pernoctando en varios países para escribir sus libros sin importar la violencia y la barbaridades cometidas por los bolcheviques. Los tres eran ajenos a las búsquedas de una verdad por parte de cualquier grupo bélico, fueran nazis, bolcheviques, franquistas o como se quisieran llamar, al igual que no se sentían identificados con algún grupo de intelectuales que se creían poseedores de un último lenguaje poseedor de la verdad. Para ellos, el lenguaje no era un equivalente de verdad sino una forma de existir en el mundo. Este ensayo se propone mostrar de qué manera la literatura se aleja de la pretensión filosófica de alcanzar un último lenguaje o uno en el que determinadas palabras tienen un mayor significado para todas las personas, como lo intentaron en su momento histórico Heidegger y Nietzsche. Contrario a esto, la literatura permite al lector advertir lo que uno está haciendo y escuchar lo que los demás están diciendo. Esto último se logra gracias a que la literatura guarda un interés con en lenguaje ordinario o, como lo decía mejor Rorty, con el lenguaje moral ordinario.

Jorge Luis Borges y Alfonso Reyes coincidían en que el lenguaje no nacía entre la burguesía o entre las personas con un mayor grado de estudios. Para Borges el lenguaje se creaba y se difundía con mayor rapidez en los arrabales, en las calles pobres de Buenos Aires, en los cafés de mala muerte, en los prostíbulos. Tenía a la mano el caso ejemplar del escritor argentino Roberto Arlt, admirado por todas las generaciones siguientes de buenos escritores, entre ellos Bioy Casares, las hermanas Ocampo, Norah Lang, Pizarnik, Cortázar, Gombrowicz, Sábato, Piglia, Walsh, Mujica Láinez, Giardinelli, Pauls, y Neuman, entre otros. Borges consideraba a la literatura de Arlt como la gran impulsora de la escritura en los jóvenes, dado que Arlt les mostraba cómo se podían decir muchas cosas en el lunfardo, sin necesidad de acudir al barroco, a las palabras rimbombantes y merecedoras de distinción en las clases más altas de la sociedad, sin importar el hecho de que estén diciendo una estupidez con palabras pomposas. Reyes infundó esa idea en Borges desde sus primeras conversaciones, cuando el argentino apenas era un aprendiz del que en consideración suya era el hombre que mejor había escrito en español hasta el momento, refiriéndose al estudioso de la cultura mejicana en muchos campos artísticos. Ambos redescribieron a sus respectivos países y a los autores de las literaturas más ricas del mundo, dándole vida al lenguaje. Los escritores que vinieron después de ellos, entre ellos algunos de los mencionados, agradecieron a Borges la vitalidad y las nuevas dimensiones que abrió para el castellano, lengua acostumbrada al barroco y un ritmo pesado, desprovisto de fuerza y fluidez; cosas que Borges quizá no hubiese conseguido de no haberse relacionado con las distintas literaturas, especialmente la inglesa y, por supuesto, con el lunfardo.

Shakespeare fue otro escritor quien tuvo ojos para observar los dramas humanos en los sitios frecuentados por alcohólicos y vagabundos. En ellos debió haber visto algo más el dramaturgo inglés, posiblemente porque compartió con ellos sin sojuzgarlos de sus actos o de sus razones por las cuales habían terminado en tabernas brumosas. El joven suicida pudo desahogarse y dar a conocer su historia; el asesino que veía en la noche la sombra de su víctima pudo mirar al rostro del dramaturgo sin intentar esquivarlo inmediatamente. El borracho que al final de sus días tuvo que reconocer a su hija menor como la única que lo había amado de todas sus hijas tuvo un hombro para llorar su pena. La mujer madura, dueña de un prostíbulo, tuvo en su taberna a un muchacho que escuchaba atento sus relatos y sus amores del pasado, sin ser aborrecida por ello. El joven Shakespeare le mostraría una amistad a una mujer que nunca antes había sido tratada en términos de amistad. El muchacho no cae en esa doble cara mostrada por Esch, el personaje principal de Esch o de la anarquía, segundo libro de la trilogía Los sonámbulos, quien se muestra afable y enamorado de una tabernera, pero cuando la toma como esposa, dedica la mayor parte del tiempo a insultarla y golpearla. El dramaturgo inglés más tarde hallaría en la mujer que, en algún momento de su vida, ejerció la prostitución, ciertos rasgos similares con Cleopatra, la sabia seductora.

Shakespeare, después de ser un hombre reconocido en los grandes teatros de Inglaterra y luego de haber sido admirado por la burguesía del siglo XVII, permaneció fiel a su formación en las tabernas y callejones de Londres y Liverpool. Contrario a lo que hacían los otros directores de teatro adinerados, Shakespeare preparaba y presentaba sus obras en teatros a los que cualquier persona podía asistir. Así conseguía reunir desde el burgués más incrédulo y orgulloso, hasta la persona más pobre de Inglaterra, en un mismo acto. La gallardía y la suspicacia no eran características de un considerable grupo de personas adineradas. En sus obras hay frases en que seguramente habrá hecho un efecto perturbador en la dama perfumada de algún lord, quien al verse ofendida habrá dirigido una mirada de asco hacia la prostituta del asiento contiguo a ella, que se sonríe de ver el efecto de frases como: El tiempo siempre expone la doblez de la astucia; lo que al principio cubre, de vergüenza lo ensucia. Que seáis muy prósperas.1 O esta, que lanza Cleopatra, que revela una de las tantas caras de la mujer acomodada de la época, esta vez en el papel de esposa, quien ordena a su criada: Averigua qué está haciendo, dónde y con quién. Actúa como si no te mandara. Si lo hallas triste, dile que estoy bailando. Si se ve alegre, que estoy enferma. Hazlo de prisa e infórmame.2

Marcel Proust, al escribir los siete libros que componen En busca del tiempo perdido, alcanzó una resonancia imborrable en sus lectores. Cualquiera que haya leído su obra o algunos de sus libros recordará a personajes memorables, gracias a la habilidad de Proust en crear personajes tan bien caracterizados, como por ejemplo Swann, Orine Guermantes, Odette, Morel, Marcel y muchos otros más. Para los lectores de su novela no hubo la necesidad de hacer superproducciones cinematográficas ni miniseries, pues el resultado de esa tentativa terminaba en el fracaso debido a que el atractivo del lenguaje se fundía hasta quemarse, al mezclarse con imágenes; ejemplo de esto último fueron los cómics, en los cuales las imágenes sobraban, pues los diálogos ya lo decían todo, y las imágenes resultaban siendo un estorbo. En definitiva, la falta de persistencia en ese objetivo de utilizar los nuevos medios de la publicidad fue un beneficio para la ambiciosa obra de Proust, pues no cayó en esos malos intentos de plasmar las obras de Shakespeare en el cine o en la televisión, que gracias a la profundidad de las obras del dramaturgo inglés, que no se sostienen por frases excepcionales o memorables soliloquios sino por muchos elementos reunidos que sólo en la literatura y en el papel impreso se vislumbran, fracasaron en esos vanos intentos; elementos que ni los mejores actores y directores lograrán igualar por más empeño que realicen. A ellos les queda la alternativa por la que han optado los críticos literarios de comentar las obras de Shakespeare, dando por sentado que siempre habrá mucho más que decir de Shakespeare.

La literatura de Nabokov consigue afianzarse un lugar ante escritores que pretenden sostener una novela por el solo argumento o, en el mejor de los casos, por el simple tanteo con los temas tocados en sus escritos. De Nabokov algunos críticos llegaron a menospreciar su literatura por el parecido con el Marqués de Sade. Comparación injusta dada la calidad y la belleza de la escritura del escritor ruso, quien de lejos estaba por encima de Sade. Allí donde el Marqués de Sade apenas daba breves alusiones a ideas y conceptos que se podría formar el lector al tener contacto con sus cuentos y relatos (además de sus tratados filosóficos), Nabokov creaba tramas complejas, laberintos intrigantes, y narraciones exquisitas donde ponía en un segundo plano los aspectos de la literatura que Sade veía más atractivos. Mientras a Sade le tomaba de principio a fin elaborar textos en los que se mostraba a una pareja de la alta sociedad, en la cual el hombre le era infiel a su esposa con una humilde campesina francesa, y ella hacía lo mismo con el sirviente empleado en el molino, para luego pasar a desarrollar esa idea con la intención de mantener la atención de ese inicio con otros sucesos hasta llegar a un final cruel, Nabokov escribe obras que van más allá de las moralejas que intenta dejar Sade, pues no desdeña a sus personajes como lo solía hacer el escritor francés. Los episodios de las obras destacadas de Sade ocurren de manera muy similar a la siguiente secuencia: la orden de Monsieur de matar al molinero quien deshonraba su nombre al acostarse con su esposa y posteriormente la reina pone las fichas sobre la mesa al quitarle las ropas a su amante para ofrecérselas a la campesina y ésta hacer el mismo recorrido que iba a hacer el molinero el día en que los vasallos del señor irían a asesinarle. La noticia de la muerte del molinero es dada al rey y no puede evitar la emoción. Sus ánimos amainan cuando ve a su amante campesina llegar a su recinto muerta, con las ropas del molinero. Su esposa le explica por qué cometió tal acción y él se le enfrenta arguyendo lo sucia que era al tener de amante al molinero. Monsieur llega a un acuerdo con su señora y ella acepta. El molinero abandona el castillo que lo albergaba y se larga a vagar por el extranjero. Fuera de su camino ambos amantes, la pareja comienza una nueva vida lanzándose a follar como desesperados tan pronto ven alejarse al molinero. No tardan en ser una pareja reconocida en todo el pueblo como una de las parejas ejemplares en ese momento.

Para Sade y sus lectores es un digno final para una historia erótica pues cumple a cabalidad con el desarrollo del primer planteamiento. Pero para Nabokov, y sus asiduos lectores, exigentes con la narrativa, ese fácil desarrollo de la trama vendría a significar poco, por no decir nada, pues el placer de narrar no ocupa un lugar relevante dentro del relato y todo el interés del escritor consiste en concluir su trabajo como una máquina. La crueldad pierde su acento sobre las personas si no conlleva otros factores en la historia como la intriga, la decepción y la ironía, elementos que deben ser narrados y puestos en escena, cautivando al lector; para Nabokov, una vez más, la importancia de los detalles de una obra bien escrita.

Al dar inicio a uno de sus mejores libros, Nabokov, nos dice en pocas palabras lo que sucede en la historia que va a ser contada al lector, pero hace la invitación a leer la obra, cosa que ningún adicto a sus libros dudará en aceptar, pues la insinuación es apenas un primer paso a descubrir el regalo que nos tiene preparados. Nabokov dice al inicio de Risa en la oscuridad:

Érase una vez un hombre llamado Albinus, que vivía en Berlín, Alemania. Era rico, respetable, feliz. Un día abandonó a su mujer por una amante joven; amó; no fue amado; y su vida acabó en un desastre. Éste es el cuento en suma, y podríamos haberlo dejado aquí si no fuera por el interés y placer de narrarlo.3

De ese pequeño esbozo se despliegan fragmentos de vida que no se pueden vislumbrar en un principio en el personaje principal y en los otros actores. Albinus cae en desgracia, como se dice en el inicio al obsesionarse por Margot, una joven que ocupa un espacio más grande en las emociones del ya maduro Albinus, a medida que se producen los encuentros íntimos. Su esposa, Elizabeth, llora la separación y los engaños de su marido. El intuitivo Paul observa atento los movimientos de Albinus, quien en su opinión ha perdido el juicio, al haber dejado a su hermana, una mujer dulce y amorosa con su esposo, en la que veía transparencia en el amor profesado a Albinus. Paul, aunque no lo demuestre, aprecia a Albinus tanto como a su hermana Elizabeth. Sin embargo, esa tranquilidad que le ofrece una familia apacible, no es suficiente para Albinus y el resultado de esa insatisfacción es el enamoramiento hacia Margot y su propia perdición; el aprovechamiento de ella de esto para jugar con él; el juego que tiene con uno de sus amigos para robar dinero a Albinus; la posterior entrega de este dinero a Albinus por parte de su ladrón, quien dice arrepentirse de haberlo robado y por eso la devolución del dinero, seguido de un Albinus que se muestra generoso con el hombre que lo roba y le ofrece una recompensa por ello, la negación de éste a aceptarla en un primer instante para sentirse bien con el mismo y finalmente recibirla arguyendo con una simple mueca su bienvenida al dinero no merecido, después del leve arrepentimiento; la ceguera de Albinus producida por un accidente; las burlas de Axel Rex y Margot de ver a un hombre ciego que cree estar felizmente ligado con una joven, cuando ellos se pasean por todo el hogar desnudos mientras el viejo permanece sentado en un canapé; Axel Rex, quien se come la cena del ciego a su lado, sin preocuparse de que éste lo escuche, luego de haber hecho el amor de forma salvaje con Margot.

Albinus presiente que no están solos con Margot desde hace mucho tiempo, pero se conforma ante la duda de una posible alucinación. La mujer es astuta, y lo hace descartar esa posibilidad, al fin y al cabo desde antes de la ceguera frecuentaba sus encuentros con Axel Rex, muchas veces en reuniones y mítines que el mismo Albinus preparaba.

Paul lee en el Berliner Zeitung sobre el terrible accidente sufrido por su cuñado, e inmediatamente llama al hospital donde le comunican que está fuera de peligro, y que a pesar de los esfuerzos médicos, perdió la vista en el accidente. Su hermana termina enterándose de todo, aunque él intentó no sumarle un peso más a su pena, sin embargo, ella se entera y al poco tiempo le prepara las maletas para traer de vuelta a Albinus, quien según la información que recibió Paul de parte del director de un banco, amigo suyo, residía en Suiza. El director del banco le comenta a Paul de las grandes sumas de dinero que estaban solicitando al banco por medio de cheques firmados por una caligrafía cercana a la de un niño con problemas físicos o con la de algún ciego. Paul conoce la letra de Albinus y se da cuenta de la treta propiciada por alguien que sólo deseaba el mal para su cuñado. Al llegar a Suiza, le comentaron que Albinus estaba siendo atendido por su joven esposa y por su médico personal. Paul llega a la casa indicada, y ve a un tipo desnudo que juega y humilla a Albinus pasándole cosas cerca de la cara, a veces rozándolo, y riéndose de las transformaciones en los gestos de la cara de Albinus. Paul persigue al tipo, lo golpea con su corpulento cuerpo y lo deja huir para encargarse de su cuñado, que desde que empezó a escuchar su voz hablando con la de otro hombre, es decir, con Axel Rex, se puso a sollozar y abrazarlo, mientras le suplicaba: Oh, Paul, dime que no hay ningún otro hombre aquí. Paul lo lleva de vuelta a Alemania para reunirlo con su hermana Elizabeth y puedan rehacer una vida de pareja. Albinus, mientras llora, le comunica su deseo de asesinar a Margot, propuesta que Paul lo hace descartar con sólo escucharla una vez. Elizabeth empieza a cuidar de él, feliz de que algún día puedan ser la familia que eran antes, junto a su hijita Irme. La esposa se dedica a cuidar de Albinus, guardando respeto y generosidad hacia él. No obstante, él sigue con la misma rabia hacia Margot, y un día contesta una llamada dirigida a Paul, en la que el sujeto al otro lado de la línea, dada la insistencia de Albinus, le comunica que el señor Paul le había dicho que cuando viera a la señorita Margot en el apartamento compartido con el señor Albinus se lo comunicara. Albinus, ciego, sin la posibilidad de rehacer su hogar por más empeño que su mujer le pusiera a ese deseo, coge el arma que mantiene en su mesa de noche y sube hasta el apartamento que compartió con Margot. Entra y siente sus pasos, los mismos que escuchaba abandonar su habitación a las dos de la mañana para trasladarse a otra cuando vivían en Suiza. Ahora que es consciente de todo lo sucedido y sus ojos sólo le permiten ver sombras y frágiles imágenes del pasado, es cuando ha tenido la determinación y la fuerza de destruir aquello que le trajo desgracia a su vida.

En esta novela salen a relucir aspectos como el de la amistad y la solidaridad, aunque la crueldad prevalezca. Pero da otras miras hacia lo que ocurre, permitiendo al lector tomar distancia de su propia realidad para reflexionar sobre ella y saber contemplarla, pues la memoria permite espacios en que las cosas suceden por segunda vez, dando fuerzas al hombre poseído por el efecto desmoralizador de haberse equivocado en sus actos.

Proust consiguió con su obra mostrar aspectos no tocados acerca de los celos, porque muchas veces eran considerados como un sentimiento reprochable y vulgar, que era mejor alejarlos pronto, antes de enloquecer a quien le diera espacio en su ánimo y en sus recuerdos.

En la parte de Swann, Proust les revela a sus lectores otra cara de los celos, cuando está relatando el enamoramiento de Swann por Odette, Proust muestra cómo los celos habían revivido antiguos impulsos de juventud como el deseo de verdad, de estudio, de constancia en otros ámbitos que no tenían relación alguna con la obsesión del enamoramiento. Energías que cobraban fuerza gracias a una verdad que era desconocida para el enamorado y probablemente para su amada, pero que con el solo hecho de Swann hacer uso del recuerdo de Odette cobraban sentido.

Proust sabía de la fragilidad de sus pensamientos, de cómo se iban y venían sin poderlos retener, por eso su monumental obra es una válvula de oxígeno contra esa huida de eso que se nos escapa, para llegar a ello, tuvo que registrar incluso los momentos en que algún pensamiento se perdía.

Quisiera dar por terminado este breve escrito con una cita de La invención de la soledad, de Paul Auster, que dice así:

Como en los significados de las palabras, los objetos cobran significado sólo en su relación con otros objetos. “Dos caras son parecidas”, escribe Pascal, “y aunque ninguna de las dos sea graciosa por sí misma, su similitud nos hace reír”. Las caras riman a los ojos, así como las palabras riman al oído.4

 

Notas

  • Shakespeare, William. El rey Lear, Editorial Norma, Pág. 35.
  • Shakespeare, William. Marco Antonio y Cleopatra, Editorial Norma, Pág. 37.
  • Nabokov, Vladimir. Risa en la oscuridad, Editorial Anagrama, Pág. 9.
  • Auster, Paul. La invención de la soledad, Editorial Anagrama, Pág. 229.