Me dio por entrar a una de esas gigantescas librerías madrileñas —de las llamadas grandes superficies— y me ocurrió algo extravagante: por primera y única vez en mi vida sentí deseos de ser un hombre rico. Mi instinto de bebé glotón afloró con ímpetu voraz, tanto que llegó a asustarme. Sí, don Mario, quería llevarme todos aquellos títulos fascinantes a casa. También me apetecía hablar con Dios, o con cualquiera de sus equivalentes, para solicitar que se me concedieran siete vidas más; es decir, el tiempo que, según calculé, me tomaría darme por completo aquel festín literario.
Transcurridas las primeras cinco horas de mi caótica francachela, ebrio de felicidad, saltando de un volumen a otro, yendo de capítulos intermedios a iniciaciones de libros disímiles, circulando de una época a otra, traspasando géneros, autores, temas y naciones, vine a parar en la sección de crítica. Me detuve en una de las innumerables carátulas que había allí, en la cual distinguí su nombre. Leí el título: El viaje a la ficción. El mundo de Juan Carlos Onetti. Entonces recordé que, hace un par de décadas, cuando ya me había enamorado irredimiblemente de Emma Bovary, un libro suyo me enseñó aspectos extraordinarios que yo ni siquiera había advertido en la novela de Flaubert y, con ello, mi devoción hacia esta obra maestra se acrecentó. Otro tanto le ha sucedido, en tiempos más recientes, a todo el que se apasiona con Víctor Hugo: usted, don Mario, le ayuda a desentrañar las fibras más profundas que rigen esa escritura; usted le muestra en qué consiste aquella tentación de lo imposible.
Pero además de inteligencia y conocimiento, hay en su trabajo crítico un rasgo definitivo: la generosidad. En 1971, una época en la cual muchos discutían quién era el más grande novelista latinoamericano, si García Márquez o Vargas Llosa, usted, don Mario, le dedicó un estudio inolvidable a Gabo: el mejor que se había escrito sobre él hasta ese momento —tal vez lo siga siendo. Ahora, con el libro en que se ocupa de Onetti, sobreviene algo semejante. Y esta es la culminación de un bello gesto suyo, muy anterior. Me refiero a lo ocurrido con el Premio Rómulo Gallegos en 1967, cuando se supo que el maestro uruguayo había resultado finalista y Vargas Llosa, ganador. En su discurso de recibimiento, tuvo usted la nobleza de decir que “otros escritores latinoamericanos con más obra y más méritos que yo, hubieron debido recibir (el premio) en mi lugar —pienso en el gran Onetti, por ejemplo, a quien América Latina no ha dado aún el reconocimiento que merece”.
Pues bien, don Mario, comprenderá la enorme curiosidad que me despertó el título referido, el cual tomé entre mis manos y me llevé finalmente a casa. ¡Vaya banquete! Empezando por el exquisito ensayo inicial —en el que hace usted una de las más hermosas apologías a la ficción que he leído en mi vida—, donde recuerda una figura cara a su propio imaginario narrativo: el hablador. A continuación, nos pasea por el itinerario vital y creativo de Onetti, desde sus primeras obras maestras en el género cuentístico: Un sueño realizado (1941) y Bienvenido Bob (1944); pasando por la invención de la mítica Santa María, en La vida breve (1950); hasta sus magistrales novelas: El astillero (1961) y Juntacadáveres (1964); y su final: Cuando ya no importe (1993). Mucho es lo disfrutado y enorme lo aprendido, don Mario, como las tres grandes influencias del maestro uruguayo y qué atributos en cada caso: Faulkner (la invención de un mundo mítico), Borges (los tránsitos recurrentes entre realidad y ficción), Céline (el estilo crapuloso y la cosmovisión oscura). En fin, usted nos muestra la grandeza de Onetti pero también sus excesos, como ciertos momentos de frondosidad retórica o algunos en que se abusa de la información implicada.
Bien sé que nunca me serán concedidas las siete vidas que hubiera requerido; con todo, ésta tiene sus compensaciones, incluso para un bibliófilo desahuciado. Por ejemplo, encontrarse con mentores capaces de incrementar ad infinitum el deleite de una obra o de un autor, con críticos que sean a un tiempo agudos, amenos y generosos. Como Ortega y Gasset, Harold Bloom, Ángel Rama, George Steiner, Jorge Luis Borges, Martín de Riquer. O como usted, don Mario.