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“Vidas y muertes de Luis Martín Santos”, de José LázaroEl hechizo de la plenitud

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A uno le gustan más las biografías tradicionales, al estilo de las de Ellmann, Peter Ackroyd, incluso el entrañable André Maurois, que esta mezcolanza en que consiste Vidas y muertes de Luis Martín Santos, perpetrada por un biógrafo imparcial llamado José Lázaro. Aquí no encontramos la narración que obliga a seleccionar materiales, sino una trascripción de voces, los recuerdos de quienes conocieron al biografiado: una criada, el malhablado y racial cineasta Anton Eceiza, un colega ambiguo, su hermano ex hippie... Es como si se hubiera hecho una especie de collage o pachtwork con las fichas que teóricamente deberían servir para armar el libro comme il faut. El autor se refiere a sí mismo en tercera persona como el “inquiridor”, y confiesa admirar a Symons y su En busca del Barón Corvo. Hay que decir que la imagen resultante es, de todas formas, asaz convincente.

Martín Santos, nacido en Larache (palabra que le sonaba fatal y evitaba siempre, prefiriendo referirse al “norte de África”), fue un escritor mítico de los sesenta gracias a una única novela, Tiempo de silencio, en cuya solapa (detestaba las fotos) se podían contemplar a placer sus ojeras de oso panda. La biografía, ganadora del XXI Premio Comillas, nos lo presenta, sobre todo a través de entrevistas, como un intelectual típico de su generación: bebedor, bastante fanfarrón, listo, cortante, visceral en sus juicios, avasallador, orgulloso, aficionado al puterío. Encontramos detalles significantes e insignificantes, fragmentos farragosos junto a cartas más o menos interesantes, y disquisiciones literarias sobre la responsabilidad social del novelista, que a Mary MacCarthy le parecieron muy graciosas por arcaicas. Le escribe a Hannah Arendt: “Para ellos la literatura moderna se resume en un combate entre el realismo socialista y el nouveau roman”. Imaginamos el ja, ja, ja de doña Hanna...

Era al parecer alguien de brillante verborrea (a pesar de tener una boca más bien pequeña), con un timbre de voz poco grato. Cordial pero sin excesos, no entrañable, “tenía un último fondo de defensa”, según Vidal-Beneyto. Juan Benet y Castilla de Pino fueron rivales, amigos reticentes. Se le podía calificar de multidimensional, un tipo constituido por múltiples yos. Tenía una gran capacidad de desdoblamiento, decía su editor, al que fastidiaba sobremanera su vedetismo, una compulsiva necesidad de autoafirmación. Juerguista, consciente de su atractivo para las mujeres, proclamaba que Cristo era gay. Le gustaba ir contra corriente, escandalizar, lo cual, a diferencia de hoy, era muy fácil en la España de entonces, que no había sabía que Bretón ya había certificado la defunción del escándalo.

Empapado de Freud y Marx, llega a la dirección de un hospital psiquiátrico en la época en que se descubren el Valium y otros benditos medicamentos: éstos le hacen abandonar algo la práctica del electrochoque, un sistema en el que encontraba múltiples virtudes. Elige a Pedro Laín (bestia negra de Castilla del Pino) como director de su tesis. Declara que nadie es normal, todos tenemos un germen de chaladura que se desarrolla en cuanto las circunstancias son propicias. No era sensible a los paisajes y repudiaba las monsergas sobre la forma de tratar a los niños: “¡Cuando a un niño hay que darle una torta, pues se le da!”. Tesis por la que hoy sería condenado al ostracismo.

Tenía la manía de elevar todo lo vivido a reflexión teórica. Ingresó en el PSOE. En aquel tiempo eran cuatro gatos dirigidos desde Toulouse por un tal Llopis. Creía firmemente que los socialistas elegían mejor el color de los calcetines que los comunistas. Pasando páginas vemos a los cuatro felinos jugando a agentes secretos en la España de Franco, ignorados por la clase obrera, queriendo movilizar a unas masas que no querían ser movilizadas, siendo detenidos, pasando por trances que elevaban su autoestima y de los que esperaban sacar rentas en el futuro. Por otra parte a él las reuniones políticas le aburrían mortalmente. La dictadura le parecía poco seria, de pacotilla: “Los censores son imbéciles, Franco es un personaje ridículo”. Él se había metido en eso de la política más por resistencia ética, rechazo personal a la memez ambiente que por hacer una revolución canónica. De los percances salía bien parado gracias al grado militar de su padre pero de todas formas le fastidiaban: finalmente llegó a la conclusión de que los resultados eran ridículos en relación al coste personal y abandonó el combate.

Hijo de general y médico (para quien la autoridad era sagrada) y madre esquizofrénica (a la que se le resbaló una hija desde un balcón al paso de quién sabe qué emotivo desfile religioso y vivía aferrada a la rutina), le gustaban las situaciones límite, tensar todo lo posible el arco, conducir por ejemplo, a modo de juego existencialista, por el carril de la izquierda. Admiraba, claro, a Sartre (su hijo, que acabó teniendo serios problemas mentales, se llamó Juan Pablo en su memoria), que prefería, como todos entonces, a Camus: “demasiado individualista”. Cuando se publicó la novela (llena de alusiones ad hominem, algo siempre peligroso), como ésta le salió más bien pesada y de estirpe joyceana, el éxito en el mundillo fue inmediato y la traducción a muchas lenguas no se hizo esperar.

Su mujer se suicidó o, como dice la familia, sufrió un accidente: había perdido el olfato, por lo que no se dio cuenta del escape de gas que se había producido en la cocina. Él murió poco después en la carretera de Vitoria, camino de San Sebastián: adelantando en un cambio de rasante se encontró con cierto camión de frente en enero de 1964, provocando el lógico desastre y la perplejidad posterior entre amigos y vecinos. No había cumplido los cuarenta.