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Ilustración: Russell ThurstonLa importancia de ser intelectual

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El título me supo al de Wilde, pero lo tomé para divagar un poco a partir del tema que trae el sociólogo venezolano Rafael Fauquié en la revista literaria Letralia. Cita, para afincarse en su escrito, a Sartre y a Kierkegaard. Qué de monstruos.

Desde pequeño pasaron a mi lado personajes a quienes les oí decir que fulano o sutano eran unos intelectuales. Tuve curiosidad por conocer alguna vez personalmente a algunos de esos menganos. Hay palabras que se llevan un airecito de importancia, yo no sé... Más tarde oí la fábula de Nietzsche sobre el camello, el león y el niño en su libro Así hablaba Zaratustra, y me di cuenta de que ese tal Dionisos sí había sido un intelectual, con toda la barba.

¿Quién, creo yo, que es un intelectual? A lo largo de mi vida, muy corta todavía —lo confieso—, he conocido a mucha gente. A unos en persona, a otros en enciclopedias, de unos he visto sus acciones, de otros he oído anécdotas o he leído sus obras. A unos los he visto en fotos con barba y con sombrero, a otros con gorra y con anzuelo, a otra con el cabello candelo y una bata blanca, de algunos he oído su voz en disco, a otros los he visto montados en un caballo blanco con una espada en alto o sentados escribiendo con una luz al frente.

Ser “intelectual”, pensador, hacedor de pensadores, divagador de parajes no socorridos, buscador de incógnitas cercanas, esculcador de cachivaches olvidados, preguntador de razones que pesan en la nuca. Gimnastas que toman distancia de Midas, de las gallinas de huevos de oro y de contar mal y de nuevo el cuento de Lolita. Es tan difícil encontrarse a boca jarro con personajes de estos en la calle o en el almorzadero del pueblo o en la oficina o en la fábrica o cuando uno abre un libro.

Lo que es fácil es hallar a la vuelta de la esquina al concejal y sus escoltas, al ex profesor del que ya nadie se acuerda, o al escritor autor del best-seller sentado en una feria cansado de firmar o al poeta que regaña a las palabras o maldice palabrotas.

Tal vez, si nos pusiéramos el casco de Scotland Yard con lupa y overcoat y saliéramos por teatros, por cafetines baratos, en casas despintadas o visitáramos con frecuencia un par de librerías, tendríamos la sorpresa de toparnos con alguno de ellos. De pronto no estarían afeitados, andarían solos y regresarían a casa en bus a leer, a oír a Gardel, a Cuco Sánchez o a Pavarotti o a escribir su penúltima crónica o a tomar changua con leche, huevo blando y cilantro.

No es fácil ser intelectual. No bastará escribir diez o veinte libros, hablar por la TV o hablar inglés o radicarse en Uruguay, o ser amigo de Fernando Gaitán, o untarse de perfume Grand Monsieur o enseñar en una universidad. Tendrá que ser alguien muy humano, alejado de los políticos, crítico del statu quo y del qué dirán, preocupado por el ambiente y el armamentismo. Hablará bajito, pero duro. Mirará más allá de sus narices y jamás tolerará las injusticias aunque él no las haya sufrido. Le importará la vida, aunque peligre la suya.

Sí, ser intelectual es ser consciente del pasado, vivir en el presente y cavilar sobre el futuro, sin pedirle permiso al pensamiento.