Entrevistas
El autor de La Guajira en la obra de García Márquez
Descubriendo a Víctor Bravo Mendoza
Foto: Jorge Chávez

Comparte este contenido con tus amigos

I

Los libros de Víctor Bravo Mendoza ocupan dos paredes de un estrecho cuarto ubicado a un lado de la sala. Están organizados y escalonados en un mueble fino de madera, cubiertos por una inmensa manta de plástico que los hacen invulnerables al polvo que se filtra por la ventana. Los más grandes tienen su propio espacio y están en la parte superior de los anaqueles. El resto de obras se estira a lo largo y ancho de los tablones, confundidos en sus géneros y disímiles en temas, carátulas y colores.

La Guajira en la obra de Gabriel García Márquez, su más reciente producción literaria, espera un resquicio del anaquel para ubicarse y mostrar en su lomo el título de un libro que próximamente se presentará en la Feria del Libro de Bogotá, en medio de una gran expectativa que todavía sobrevuela en el mundillo de las letras. Su autor, Víctor Bravo —de los Bravo de Venezuela— se ha batido a duelo con los adverbios, adjetivos, pronombres y, en general, con las palabras; pero, sin el reconocimiento debido, tal vez por mantenerse al fondo de su refugio, ubicado en una provincia olvidada.

Víctor Bravo quiere a los libros como a sus hijos. Por eso, los conserva intactos, apenas profanados por una lectura cuidadosa que fue determinante, en tiempos lejanos, para sus ambiciones de convertirse en un escritor con reconocimiento nacional. Los exhibe con un orgullo sin límites, deslumbrado por aquella Babel de letras que ha sabido cultivar con esmero y con la que trabaja todos los días en medio de los recuerdos que todavía quedan.

Entre centenares de obras hay varias ediciones de Azul, del poeta nicaragüense Rubén Darío. Fue el primer libro que le regaló su madre y con el que comenzó la ruta hacia la poesía, un extraño destino en aquel pueblo bucólico que sólo incitaba al trabajo de campo y al pastoreo de cabras y vacas. Los versos de Azul los sabe de memoria al igual que los pasos que dio el poeta en los lejanos años de su vida cruzada por una melancolía infinita. Por eso sabe, y lo dice ahora, que Darío publicó Azul en 1898 con una carta prólogo de Juan Valera. Sabe, además, que fue gran amigo del escritor colombiano José María Vargas Vila, quien escribió Rubén Darío, el libro que traza una semblanza inquietante del poeta. Y por eso, adonde asiste para dictar sus talleres de literatura, lleva consigo una o dos ediciones de la obra.

A Vargas Vila lo siguió luego de aquel descubrimiento de los versos del poema épico. Tenía catorce años de edad cuando leyó Emma y Lo irreparable, los dos cuentos largos que acompañan a Aura o las violetas, la primera novela del conocido panfletario. Después lo buscó como el aire hasta reconocer a un autor prolífico que había sacudido la Iglesia con sus diatribas, que se había regodeado hasta el infinito con sus novelas lujuriosas y que logró ser el escritor hispanoamericano con más libros traducidos al francés, sin excluir a reputados prosistas españoles.

Así, se volvió un admirador y amante de la literatura de El Divino, como le llamaron sus biógrafos. Recuerda las lecturas silenciosas de El huerto del silencio, Los discípulos de Emaús, Huerto agnóstico, Archipiélago sonoro, al igual que su obra política Ante los bárbaros. Pretéritas, una de las obras más representativas del escritor bogotano, le permitió conocer a Diógenes Arrieta, quien fue ministro de Educación de Venezuela y uno de los más grandes oradores colombianos. El discurso de Vargas Vila en la tumba de Diógenes Arrieta, en Venezuela, fue la referencia que le produjo un deseo irrefrenable por saber más de aquel personaje que había desafiado a la sociedad de su época en medio de una persecución implacable del gobierno y de las autoridades religiosas.

***

Yo nací en Distracción, Guajira, el 28 de abril de 1956. Soy hijo de Guillermina Mendoza y de Víctor Bravo Mendoza. En la infancia remota, mi padre fue el guía, y mi madre, la luz. Recuerdo que mi padre decía que lo más importante de un hombre era el mantenimiento de su honor, a costa, incluso, de perder la libertad. Mi madre fue la que me enseñó a leer a través de una bola de caucho que tenía el alfabeto escrito a relieve, al igual que los números arábigos.

Por el polvo que había en las calles de mi pueblo, a veces sentía la magia de lo poético al observar que cuando la pelota me golpeaba en la piel se quedaban marcadas las letras. En ocasiones jugaba con mis compañeros tratando de formar palabras con sentido de acuerdo con las letras adheridas a la piel.

Mi memoria alcanza hasta los cuatro años. Distracción era en ese entonces un pueblo que tenía una vegetación y unos árboles frutales que jamás yo he podido conseguir en otros sitios. Había una fruta que llamábamos pamplenusa, parecida a la toronja, con cáscara verde por fuera, pero de un color rosado intenso por dentro. Eso formaba parte de uno de mis dos paraísos, porque el otro eran las cristalinas aguas del río Ranchería, el que no sólo atravesé con mis brazadas largas, sino que utilicé para enviar mensajes al África a través de muñequitos que moldeaba en barro después de dejarlos cocinar al sol a la orilla del río y embalarlos en “estuches” de los frutos del algarrobo.

Mi madre ayudaba mucho a mi padre en las labores del campo, acompañándolo a llevar los frutos maduros a las plazas de Valledupar y de Riohacha. Para que no se dañaran en el viaje, había que envolverlos en papel periódico que yo conseguía en los hogares de las familias pudientes de Distracción. Pero antes de utilizarlos, me sumergía en el mundo de los comics, esos muñequitos cuyos vistazos me fueron afianzando en el amor a la lectura.

Recuerdo las historias encantadas de Mandrake y Tarzán, pero la que más me gustaba era la tira cómica de Chanoc, que llegó a mis manos a través de revistas mexicanas. De allá también conocí las aventuras de Santo, El Enmascarado de Plata, a quien acompañé en mi imaginación en su lucha contra las momias de Guanajato. Yo puedo decir que descubrí la lectura a través de los periódicos y de sus suplementos literarios en los que encontré por primera vez la poesía, los versos y las metáforas.

Mi abuelo paterno se llamaba Víctor Bravo, un nombre que ha sido constante en mi familia. En este momento somos siete Víctor Bravo y hay tres que nos llamamos Víctor Bravo Mendoza, aunque el Mendoza no es familiar entre los tres. Mi abuelo nació en El Molino, Guajira, hijo de un señor que vino desde Coro, Venezuela, y formó su familia en ese pueblo. Allí nació mi padre, también Víctor Bravo. A mi abuelo paterno, con quien viví hasta los trece años junto con mi abuela, lo recuerdo como la presencia de un ángel dentro de la familia.

Mi abuela, Margarita Policarpa, era todo lo contrario del abuelo: recia y de carácter fuerte; una negra guajira reconocida por su vocación libertaria que disponía a sus antojos del dominio que ejercía en su reino. Después de acontecida su muerte comenzó a resquebrajarse el emporio familiar.

A mi abuela materna, Nicolasa, la evoco como un ser angelical a la que siempre encontré apegada a una religión que denominaban Aleluya, aunque nunca la practicó para atraer feligreses sino para sentirse bien consigo misma.

De mi abuelo materno tengo los recuerdos de una persona dedicada, sobre todo, a los negocios y a los viajes al igual que a las mujeres. No vivió en un solo sitio y tuvo veintidós hijos con nueve mujeres. Aún no sé cuántos más permanecieron clandestinos ni cuántas mujeres quedaron ocultas.

Yo estoy en Distracción hasta la edad de 17 años. Después de Azul aparecieron los clásicos rusos, en especial uno, León Tolstoi, quien logró estremecerme con su novela Resurrección, que casi no se menciona. También leí La guerra y la paz, Ana Karenina. A los títulos enumerados se suman los de otros autores: Crimen y castigo. Almas muertas. La madre. No eran lecturas guiadas, sino por el simple gusto de descubrir otros mundos y personajes que se iban revelando ante mis ojos mediante descripciones fantásticas. Mi lugar preferido para poblar la cabeza de imágenes era la orilla del río. Allí me alimentaba con frutos y con la agüita del coco biche, mientras Raskolnikoff vagaba por las calles sin conocer su destino. Recuerdo bien a ese personaje. También leía en la escuela que quedaba en la periferia, donde nadie me molestaba. Pero sí recuerdo que alguna gente pasaba y me decía: “Te vas a volver loco de tanto leer, te vas a confundir”.

Al poco tiempo me fui para Marsella, Risaralda, el pueblo más liberal del mundo donde terminé mis estudios como técnico pecuario y agrícola, la carrera que mi padre me pidió que cursara con el propósito de que retornara al campo para continuar sus pasos. Pero la biblioteca de Marsella me puso en contacto con otros autores y entonces mi visión del mundo se hizo más grande. Allá conocí el Libro Rojo de Mao Tse Tung y Las cinco tesis filosóficas. También descubrí a Federico Nietzsche. En esa época aún no escribía ni sabía lo que era ser escritor.

 

II

A los veintidós años, Víctor Bravo llegó a Maicao, un pueblo caótico donde el comercio y las mercancías de contrabando se habían tomado las calles cruzadas del centro y los alrededores. La impresión fue tenaz, según sus propias palabras. Una sensación de desarraigo constituyó el primer impacto que golpeó las ilusiones construidas en las breves playas del río de su Distracción natal.

No quería estar en Maicao: quiso huir, volver a su pueblo, regresar a Marsella o abordar una nave de sueños que lo transportara al África, de donde provenía, según él, pues así lo indica el color de su piel. Porque vio a esa tierra de mezclas raciales con vientos permanentes y tierra que se pegaba al rostro en medio de una desesperación que se salía de madre. Fue entonces cuando pensó que prefería al Maicao de los charcos y no al de la brisa, porque el primero permitía tener los pies llenos de barro, pero el segundo llenaba los ojos de tierra.

Sin embargo, el tiempo cambió una visión inicial que hizo pensar al escritor en ciernes que Maicao estaba más cerca del génesis que del apocalipsis. Entonces pensó que aquella tierra sometida a los vaivenes de un comercio feroz podría tener también un engrandecimiento cultural fundamentado en su ubicación geográfica y en la trietnicidad que ocupa ese espacio.

Así, conformó un grupo de jóvenes amantes de las artes y las letras y junto a ellos comenzó a generar un ambiente cultural que, poco a poco, se fue abriendo paso en medio de una cotidianidad atravesada por la mercadería de contrabando y por el arribo de multitudes de comerciantes que llegaban de todas partes y de ninguna.

Al poco tiempo nació la Casa de la Cultura de Maicao, la primera piedra de una labor en la que habría de dejar huellas imborrables. Durante doce años fue invitado a la Feria Internacional del Libro y nunca fue en representación de Distracción ni mucho menos de Riohacha, sino de Maicao, ese pueblo del que terminó enamorándose para siempre y al que muchos le atribuyen su origen. Pensó, incluso, en un proyecto de vida para vivir allí porque, según él, era el punto clave para concretar un trabajo cultural.

De aquel tránsito que terminó afianzando su vocación literaria prevalecen un ensayo sobre Maicao que aparece en la antología Literatura y ciudad; y el recuerdo imborrable de Francisco Piratova Arias, el amigo más grande que ha tenido en la vida, un llanero de Villavicencio a quien, aún hoy, lo mira con una inteligencia rayana en la genialidad, coeditor de la revista Entre Letras, cuya poesía y a él mismo, se lo llevaron para siempre, hace cinco años, varios balazos que nadie sabe de dónde salieron.

En aquella tierra calurosa del norte de La Guajira, Víctor Bravo mantuvo una actividad febril a favor de la cultura que terminaría afirmando sus sueños de infante. Durante ocho años sostuvo una revista oral literaria que funcionó con un sugestivo lema: “Espacio abierto para cerrar un vacío”, y por el que desfilaron, entre otros, Rafael Humberto Moreno-Durán, Álvaro Pineda-Botero, José Luis Garcés Gonzales, César Valencia Solanilla, Arturo Alape, Santiago Ariza, Germán Vargas Cantillo y Jorge García Usta.

***

Cuando comencé a escribir, se apoderó de mí un temor: dejar mi obra incompleta. Ya tengo varios libros, tal vez los que he deseado. Pero el gran libro me hace falta. En él quiero referirme al poeta César Vallejo, a García Márquez y a Pablo Neruda. Lo imagino como un libro de ensayos en el que se entrelazan los tres pensamientos.

Pero, no lo niego, la muerte me puede sorprender en cualquier esquina y he ahí mi temor. Yo conozco este país: mañana puedo estar muerto. Yo acompaño este tema con versos del poeta inglés George Meredith: “¿La muerte? / Ya he visto bastante; / no le temo: / no es más que el otro lado de la puerta”. Hay que entender, de todas maneras, que uno cumple su ciclo y entonces se necesita experimentar qué encuentra al otro lado de esa puerta.

Aquí en Riohacha estoy en la misma cotidianidad del trabajo, pero sin dejar de ser gestor. Acompaño el proceso de formar el sistema de cultura para el departamento de La Guajira en mi condición de consejero en literatura. En estos momentos soy el presidente del Consejo Nacional de Literatura, lo cual me permite ser miembro del Consejo Nacional de Cultura ante el Ministerio del mismo ramo. Soy el único costeño, el único que se come las eses que, elegido por votación, conforma dicho consejo. No fui nominado a dedo, sino por elección nacional.

¿De la música? Me perturba para leer, pero me gusta mucho escucharla cuando escribo. Si escribo una poesía inspirada en las vicisitudes de mi entorno, me acompaño de música social. Entonces recurro a las notas encantadas de Alí Primera, Víctor Jara o Violeta Parra. La música clásica la tengo reservada para las narraciones que requieren un ritmo especial y un desenvolvimiento armonioso en cada frase.

¿Poetas? Admiré a Pablo Neruda y todavía prevalecen vestigios de esa especie de adoración. Sin embargo, César Vallejo es el culpable de que me haya ido separando del gran vate chileno. Hay más, por supuesto: Walt Whitman, por su fuerza interior; Héctor Rojas Herazo, quien reivindica el cuerpo, pues no sólo somos espíritu. La feliz circunstancia de haber encontrado a Rojas Herazo en mi camino llevó a que intentara escribir sobre el desierto. En mi pensamiento mi mayor metáfora es La Guajira. Me ha costado mucho ese tema, pese a que conozco mi desierto, lo he caminado.

Cuando viajé en busca de los cuentistas guajiros tuve la oportunidad de recorrer ese espacio al que no designaría con el nombre de exótico, pues parecería que no nos perteneciera. En cambio, sí tiene una naturaleza mágica que no la hay en ningún otro espacio del universo. Hay poemas hermosos de poetas que por haber viajado al Cabo de la Vela lograron versos con matices distintos a los de su poética tradicional. Y no sólo los poetas del Caribe sino los de otras regiones. Tengo el testimonio de andinos, antioqueños y de bogotanos. Sin olvidar, ¡imagínese!, Cuatro años a bordo de mí mismo, de Eduardo Zalamea Borda y Luna de arena, de Arturo Camacho Ramírez, dos monumentos de la literatura del desierto de La Guajira.

¿Que si he llorado? ¡Mucho! Me he puesto una máscara para enfrentar la vida porque soy muy sensible. Lloro por una injusticia y también frente a un noticiero de televisión. Romeo y Julieta fue una revelación mientras apuraba sus páginas. Y no niego que derramé lágrimas al descubrir aquella relación funesta de amor, al igual que cuando leí las vicisitudes amorosas que se suceden en Resurrección, de Tolstoi, a quien ya mencioné. Ahora bien, releyendo esos mismos libros, no entiendo aquel llanto. Debe ser que, efectivamente, la sociedad nos corrompe después del estado de pureza por el que todos atravesamos.

¿Que cómo quisiera morir? Lo digo en un poema: “No será a través / De una ventana / Donde pronuncie / Mi adiós de partida / Tengo demasiado / Fuego en las pupilas / Para dejar en cuarto / Oscuro / Las cenizas de mi vida”. Así, de esa manera. Creo que me gustaría morir viendo porque esa debe ser la esencia de la muerte. Hay que esperarla con los ojos abiertos.

 

III

Víctor Bravo se enorgullece de contar en su extensa biblioteca con libros de su autoría y otros antológicos en el que su nombre también aparece. Algunos son decenas de ejemplares repetidos que él va regalando, con el correspondiente autógrafo, a todo el que, según él, tenga merecimientos para recibirlo.

Inicialmente, publicó dos libros de antología que financió con recursos extraídos de su propio bolsillo que hicieron tambalear el patrimonio familiar. Y todo obedeció a una razón elemental: Víctor Bravo Mendoza, este escritor que vibra con los libros, quería que en La Guajira hubiese escritores como hay compositores en la música vallenata. Lo logró en parte, porque las antologías despertaron un inusitado interés y una gran sensibilidad en los círculos de intelectuales jóvenes del departamento. Hoy continúa con la valiosa labor de inducir a muchas personas en el difícil oficio de escribir: es director fundador del taller Cantos de Juyá, al igual que del taller Renata Guajira, apéndice de Renata (Red Nacional de Talleres de Escritura Creativa del Ministerio de Cultura).

Los libros siguientes fueron financiados, pues ya comenzaba un reconocimiento que ha alcanzado el nivel nacional. Los gritos del olvido fue su primer libro de poesía. Después publicó Martirologio de los ámbitos de ego en ese otro que me sueño, la muerte recurrente en el lado opuesto de la vida, la ausencia, los sueños, el recuerdo de la abuela, domadora de hombres a través de los hijos y la presencia de Lenis María Estrada, su esposa, y Alexis y Carlos Alberto, sus hijos. Es, digamos, la sucesión de una identidad a través de la familia o una metáfora sobre La Guajira.

El V Concurso de Investigación en el Departamento lo ganó con el libro La Guajira, ecología y metáfora. En él hace un reconocimiento a Armando Torregroza Pérez, poeta del Magdalena, autor de Guajirindia, sobre quien ha pesado un injusto olvido. Su otro libro fue La Guajira en su literatura, pensado y concebido con la convicción de que en esta tierra subyace una literatura propia que incluyen textos escritos en otra lengua que hablan de la dimensión de las razas y de otra manera de sentir el mundo.

Por eso señala que el mar de La Guajira es distinto a cualquiera otro en el mundo; que el desierto guajiro es único e irrepetible, y que, además, ahí está Un asilo en la Goajira, novela indigenista publicada en 1904 por Priscila Herrera. Ah, y Los dolores de una raza, novela histórica publicada en 1936.

***

Hay algo importante que se me había olvidado y que he descubierto hace poco. En mis comienzos yo tenía la idea de que era escritor por herencia genética por parte de madre, los Mendoza. Yo veía en mi mamá a una artista y una poseedora de gran sensibilidad, incluso para vivir. Además, había un tío de ella que tocaba acordeón. En la familia hay artistas, aunque lejanos: Máximo Móvil era sobrino de mi abuela materna y Nicolás “Colacho” Mendoza también era pariente de ella.

En 1995, tal vez, descubrí a un autor venezolano que se llama Víctor Bravo. En una revista, de cuyo nombre no me acuerdo, leí una reseña de un libro suyo que se llama El poder de la ficción. Aquel Víctor Bravo nació en 1942 en Coro, Venezuela, de donde vino mi bisabuelo. Entonces, en la búsqueda de ese parentesco, me enteré de que allá tienen los mismos nombres que nosotros tenemos en la Guajira colombiana.

Él está vivo pero no he tenido la oportunidad de conocerlo sino a través de El poder de la ficción. Pero sé que posee una prolífica obra crítica, entre otros libros uno que lleva un título muy hermoso: El geranio en secreto convertido, dedicado a su hijo, el poeta Víctor Manuel. Alguna relación debe existir en esa especie de misterio familiar que algún día habré de descifrar.