Letras
Cuestión de humanidad

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Llevaba mucha prisa. Caminaba con fortaleza, casi con ira. El hombre del traje de chaqueta y la cartera de cuero se abría paso entre la gente con urgencia y malos modos. De los compases de ese despotismo y esa dura altivez emanaba un denso olor a perfume. Pelo engominado y rasurado perfecto, antiguo, de navaja y barbería. Su paso era amplio, entre el desfile y la huida; en cualquier caso, un caminar poderoso, dictado por la convicción de un deber esencial. Miraba siempre más allá, como los sonámbulos, como quien espía una tormenta o un presagio en los caprichos de nubes lejanas. No le importaron los tropiezos ni los reproches, ni los niños ni los ancianos. Esos incidentes eran algo asumido, algo que su experiencia acerca de los lugares más transitados podía prever. Desde un torreón cercano, un reloj marcó las siete y cuarto. El viento que llegaba de la zona de los bosques y una lluvia de pocos minutos habían logrado rebajar la temperatura de los muros de la ciudad, expuestos horas antes al calor encarnizado de la mañana. La ciudad parecía resoplar como un organismo liberado de la opresión, el aire guardaba en su entraña ese resto de humedad que suele traer consigo el recuerdo de los amores de juventud con más eficacia que una música o una fotografía, y hasta los rostros de los que pasaban poseían esa felicidad sencilla y contagiosa del bienestar. Pero el hombre no advertía estos cambios, no se exponía a esas recompensas. El mundo discurría a su alrededor como algo reiterado, consabido, meramente instrumental. Con una corta carrera abordó los aledaños de la estación, saltando ágilmente los cinco escalones. Una de las puertas estaba entreabierta, y por ella entró para no perder tiempo. Volvió a consultar su reloj, único gesto que se consentía a sí mismo. Todo lo demás era caminar sin interrupciones, sorteándolo, despreciándolo todo. Una silla de ruedas que se cruzó en su camino le hizo blasfemar, y el ocupante no supo dar mejor réplica que una palidez y un tartamudeo. Los movimientos de aquel hombre eran tan intensos y tan puros que ganaban a cada momento la apariencia de lo incuestionable. Por fortuna, en una de las ventanillas no tendría que hacer cola. Desde lejos la vio libre de trabas, la ventanilla limpia, hermosísima, con su luz blanca habitual. Aunque le resultó extraño que los viajeros formaran cola frente a todas las demás y aquella estuviera abandonada pese a estar abierta, fue tanto su placer ante la ausencia de obstáculos que hasta juzgó maravilloso algo tan prosaico, y lo consideró un acto de gracia de una providencia amiga que sabía de la bondad de sus propósitos. Pero un imprevisto se interpuso súbitamente entre él y su objetivo: el encargado de vender los billetes estaba llorando, inutilizado para su función. Tenía el pelo canoso y corto, rebeca gris degradada por el uso, muy humilde, y su piel estaba manchada y endurecida por un lejano sol de agricultura. Los lagrimones calientes le bordeaban las arrugas del rostro. En su frente estrecha se distinguía paso por paso el trotar de la noticia de su amargura a lo largo de las venas horrorizadas. “Mi hijo ha muerto”, dijo como justificación cuando aquel hombre elegante y un tanto despeinado por la carrera le pidió un billete para la ciudad de X. “Rápido”, añadió ignorando fríamente el sufrimiento del taquillero mientras mostraba el dinero, que había llevado en la mano libre durante todo el trayecto para no demorarse ni un instante en buscarlo en su cartera. El taquillero se quedó quieto, aniquilado, como si no hubiera oído nada de lo que le decía, y segundos después sacó un pañuelo para limpiarse los ojos, para quitarse un poco aquel brillo desolador del llanto. Con la misma indiferencia en el tono, aunque mostrándose algo más educado, el hombre insistió: “Por favor, me da un billete para X”, y alzó y frotó el dinero con dos dedos para llamar la atención del taquillero. Sobre la mesa de trabajo, sonó el teléfono. El taquillero contestó de inmediato, como si hubiera estado aguardando esa llamada. Parecía, por la prontitud en tomar el hilo de la conversación, que se trataba de la continuación de un comunicado anterior que por alguna razón hubiera terminado anticipadamente. “¿Pero cómo ha sido?”, imploró el taquillero. La voz era desafinada, indirecta, salida del dolor. El hombre se impacientaba, daba golpecitos en el suelo con el zapato de su pie derecho y tocaba el cristal de la ventanilla con la punta de los dedos como si a través de esos lances preliminares midiera la siempre incierta magnitud de un próximo estallido. A esas alturas ya no podía incorporarse a alguna de las largas filas que morían en las otras ventanillas sin arriesgarse a perder definitivamente su tren. El taquillero se mantenía a la escucha con el auricular aplastado rabiosamente contra la oreja, la cabeza agachada, los ojos cerrados por el remordimiento o la concentración. La narración debía ser atroz, una larga información demasiado rica en detalles, porque de vez en cuando apretaba el gesto como si una bestia subterránea le estuviera atascando la sangre con gritos. Esa contorsión general del rostro fue exprimiendo poco a poco la humedad encerrada en los pliegues de la boca, que se deslizó por dos bracitos hasta reunirse en la punta de la barbilla y formar una gota que, en uno de los cabeceos desconsolados con que replicaba las noticias recibidas, terminó cayendo sobre el papel impreso con los horarios de los trenes. La tinta se diluyó en ese punto preciso donde se arqueó ligeramente el papel, y el hombre pudo observar que la lágrima había caído justamente sobre el apartado, sobrescrito con bolígrafo, correspondiente al tren que debía tomar a las 20.00 hacia la ciudad de X. Ese hecho fortuito, más allá de las patrañas de la grafología que atribuyen a los trazos de la escritura un poder casi divino para la lectura de las almas, le sugirió por primera vez la posibilidad del fracaso. No aguantaba más aquella escena. “¡Óigame!”, gritó, mientras el borrón se extendía como una miniatura inteligente y su destino impostergable, la ciudad de X, se volvía ilegible sobre el papel reblandecido. El taquillero colgó el teléfono, se echó hacia atrás, extenuado, y miró la expresión enfurecida del cliente. No hizo el más mínimo gesto para cumplir con su trabajo y satisfacer la enérgica demanda. “Ha sido por mi culpa. Yo debí prohibirle que lo hiciera”, pronunció el taquillero con voz cansada como quien adelanta una mano en el vacío para cerrar una puerta inexistente, aunque lo hizo sin retirar la vista del teléfono. Tal vez esperara una última confirmación, una ampliación de los hechos o, quizá, una rectificación salvadora. Al momento se giró y se levantó de su asiento. “¡Usted, imbécil, inútil, puerco, usted, usted!”, exclamaba el hombre en el punto máximo de su irritación. El taquillero desapareció lentamente por una puerta del fondo sin hacer caso del requerimiento. No dio tiempo a nada. El hombre seguía protestando en voz alta, variando la modulación y la injuria, intentando provocar una respuesta del taquillero impasible, cuando desde detrás de la puerta se oyó la detonación. El hombre se quedó callado, pero no se sobresaltó en exceso. Echó una ojeada alrededor examinando las reacciones, pero los ruidos de la estación a esa hora habían sofocado toda posibilidad de alarma y asistencia. Donde abundan los sonidos, se encuentra fácilmente una explicación tranquilizadora para cualquier estridencia. Al final nadie se inmuta y todos parecen conformes con esa solución no formulada pero compartida.

El hombre se rehizo pronto de la impresión, y ya sólo disponía de atención para su cometido. Tenía que conseguir como fuera aquel maldito billete. Forzó el frágil pestillo de una puertezuela baja y despintada, destinada a la entrada del personal. Recorrió un pequeño pasillo oscuro, irregular y encalado, y luego dio la vuelta para aparecer bajo la luz de los neones. Ya dentro de la taquilla, se sentó ante la mesa, apartó malhumorado el documento en que se conservaba fresca la lágrima del desdichado y, luego de alguna duda inicial sobre el procedimiento que debía seguir, logró imprimir el billete. Contempló con orgullo el resultado de su audacia. Sonrió por primera vez en el día. “Hora de salida: 20.00. Trayecto: de Y a X”. Miró su reloj: 19.40. Abonó el importe sin cuidarse del vuelto. El teléfono volvió a sonar mientras una mujer joven y sonriente, del otro lado, solicitaba un billete también para la ciudad de X, también para las 20.00. Por supuesto, no se detuvo a expedirlo ni a dar explicación alguna sobre su presencia allí. Al pasar de nuevo frente a la puerta de los urinarios, de la que minutos antes había surgido la detonación, el hombre se paró por una vez, apoyó el oído levemente sobre la madera y escuchó la respiración intransigente de una agonía que no encontraba ni la plenitud del aire ni la liberación del descanso. Empujó un poco la puerta hasta que tropezó con el obstáculo del cuerpo caído. Una luz en el interior relampagueaba como una bombilla aflojada por un fuerte golpe que no ha conseguido romperla. En la parte de pared que permitía la puerta entreabierta podía verse un brochazo de sangre realzado por esas intermitencias. “Ya tengo el billete. Muchas gracias”, ironizó a través de la abertura. Después cerró la puerta con fuerza, como para que nadie pudiera jamás entrar, y se marchó. Salió a toda prisa sin ser visto más que por la mujer, que se dirigía desconcertada hacia la oficina de información. Rápido, rápido, no había tiempo que perder. Salió a los andenes, vio su tren preparado, se relajó y, ahora sí, notó la atmósfera generosa de aquella tarde. El mundo entero se le hizo visible, reconocible, profundo, dotado de un sentido. Así era fácil aceptar la adversidad, sin duda la paz interior de la que tanto hablaban los místicos consistía en ese consentimiento indiscriminado, esa inhumana voluptuosidad. “Si nada se pierde, nada importa. Vivir es comprender los límites. Ser feliz, aprender a quererlos. Hasta el arte que no se impone unos límites a sí mismo es un arte desdichado”, pensó. Alguien lo encontraría al taquillero, vivo o muerto, quizá lo verían sin conocerlo, o le rebuscarían monedas en los bolsillos todavía calientes o mirarían con morbo y repugnancia el orificio de entrada, o aprovecharían para orinar de puntillas por encima de él, poco importaba la compasión o la crueldad, porque el aire del atardecer era virginal, como recién creado, y él respiraba con una alegría en los pulmones que no cesaba hasta que le dolía el pecho, y su tren estaba listo para partir. “La muerte de un hijo convierte en irrelevantes las contiendas de la agonía o el ultraje. Ese hombre ya no puede sufrir más, todo padecimiento suplementario es superfluo en su situación. Cuando la locura o el azar te obligan a traspasar el límite, ese límite del que recelas instintivamente desde la infancia y que a lo largo de los años va conformando tu personalidad de manera implacable porque se repite en todo lo que te sucede, sabes que ya no hay retorno. Por eso bromeé a través de la puerta, para que sintiera mi complicidad, para que nos riéramos juntos”, reflexionó mientras se acomodaba en su asiento. “Situaciones así no dejan de darse, es algo sabido. Un hombre más o menos no significa nada...”. En ese momento, su reflexión se vio interrumpida por el teléfono móvil. El tren aún no había salido. Contestó.

 

A las diez de la noche, en la ciudad de X, una comitiva de colegas, ya impacientada por el retraso, aguardaba la llegada del hombre del traje de chaqueta y la cartera de cuero para que, con un discurso de los suyos, vigoroso y emocionado y dirigido a despertar las conciencias, inaugurara el congreso internacional sobre la lucha contra el hambre en el mundo. Jamás llegó.