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Mr. President

Más allá de todo rencor, más allá de toda desdicha, Claire, de 80 años, recuerda en la distancia a su querido Thomas, colgado del roble, aquella calurosa tarde de abril; su lengua al aire, perros y caballos en un ruido ensordecedor.

Más allá del tiempo, incluso ahora que muchas luchas y podios y reconocimientos les pertenecen, Claire, de 80 años, al ver por televisión al risueño muchacho de Harvard, se dice:

“Pobre chico, no tendrá adónde ir, ya casi veo las cruces incendiadas en el patio, y escucho el atronador sonido de los caballos”.

 

Jolly Roger

“Podría ser un blindado, sí, uno de esos camiones ultraseguros que transportan grandes cantidades, siempre he querido hacerlo, estoy harto de los bancos y sus cámaras y sus entupidas alarmas. El asunto tendría que ser en día de trabajo, lunes o viernes, en hora pico si es posible, cuando al enorme trasto se le dificulte maniobrar y todas las personas alrededor sólo piensen en llegar a casa.

Habrá que volar el transporte y estar dispuesto a matar a cualquiera, no podría ser de otra forma, cuando de dinero se trata, guardias y policías sólo piensan en asesinar al primero que caiga. Tendré que rodearme de un buen grupo, gente despierta, que conozca el negocio, aunque dudo que al final comparta mi dinero con alguien, ya buscaré la forma de eliminarlos, uno a uno.

Podría ser una rubia o una morena, mejor aun será una china, sí, una de esas amarillas de cabello sedoso con las tetas pequeñas; la cosa no sería una montada vulgar, para nada, buscaré la forma de acercarme y someterla, tendría una habitación preparada, con todos los juguetes y el equipo necesario, la haré chillar con gusto por varios días en la soledad de la habitación, y antes del último placer, al deshacerme de ella, me aseguraré de mirarla bien a los ojos, se irá a la otra orilla con mi rostro grabado en sus pupilas”.

El manojo de llaves se escuchó de nuevo por el pasillo:

—Se acabó, muchachos, a apagar las luces, hey, estás sordo, acaba lo que estás haciendo y apágala.

—Disculpe, no lo había escuchado —dijo el hombre sobre el catre, al tiempo que llevaba la mano a la bragueta y ocultaba la erección que sobresalía de los pantalones.

—Qué demonios estabas haciendo entonces, ¿leyendo?, veo que no has tocado los libros que pediste, nada bueno has de estar tramando.

—No, señor, sólo estaba pensando, ya sólo me quedan 15 días en esta pocilga y saldré a la calle, estaré de nuevo en libertad.

—Y me imagino que harás lo posible para no volver, has llevado buena conducta, Jolly, la doctora dice que pareces otra persona, aunque a mí, a mí no puedes engañarme.

—Se equivoca, es verdad, gracias a ustedes me he reformado, sólo quiero salir y llevar una buena vida.

—Ahórrate esa cháchara y escúchame, la doctora ha convencido a todos de que has cambiado, es por eso que vas a salir, no sé qué le habrás hecho pero la mujer realmente confía en ti, más te vale que sea verdad, muchacho, es lo que te conviene, y olvida todo lo sucedido aquí adentro, sin rencores, esas sólo fueron cosas de rutina.

—No hay problema —respondió.

—Más bien ve pensando a qué vas a dedicarte al salir, algo bueno, que no te vaya a meter en problemas.

El tatuaje de la calavera y las tibias cruzadas relució en el antebrazo izquierdo al sacar el brazo bajo la almohada, el hombre se incorporó sobre el catre y se arregló el cabello.

—Sí, señor, en eso estaba, ya he estado pensando en una o dos cosas que planeo hacer al salir de aquí, será fantástico, esta vez no cometeré errores.

—Pues manos a la obra, muchacho.

—Despreocúpese, señor, ya pronto escuchará de mí.

—Bien, Jolly, y no lo olvides, sin rencores.

El sonido de las llaves se alejó por el pasillo en penumbras, mientras el hombre se levantaba del catre y se agarraba a los barrotes de la celda, sonriendo observaba al guardia alejarse, escuchando el ruido incesante de las llaves, hasta que lo oyó cesar abruptamente con el último ruido del metal al cerrarse.

 

De espaldas a ella

De espaldas a ella, ausente, conversando en monosílabos y asintiendo a todos sus pedidos.

Después del placer, me cuesta un poco ser de este mundo.

“Dios, por qué no se calla y se duerme de una vez por todas”.

—Sí, sí, mi amor, yo también.

Es algo extraño, un vacío temporal, sólo quiero pensar y perderme buscando ese algo, esa cosa que me hace hablar solo y buscar sinónimos mientras me baño.

Ella quizás no lo entienda, pero es el mejor momento de hacerlo, ante mí se presentan interminables las arenas del Sahara, veo barcos rudimentarios atravesar el océano y escucho el fragor de la tierra ante el empuje del hombre.

—Sí, sí, mi amor, está bien.

Pareces un zombie, me dice, estás aquí pero no lo estás.

Tal vez tenga razón, tal vez sea una mala costumbre, no se trata de ella y lo sabe, ni yo mismo sé lo que pasa, una sofocación extraña circula por mis venas, alguien grita en mi interior, allá acaricia mi espalda y se sonríe, yo camino sin prisa entre el muelle de Puerto Colombia mirando absorto el desembarco, la brisa se lleva sin culpa un sombrero de ala ancha, mediante un gran esfuerzo trato de voltear y responderle:

—Sí, mi amor, ya casi me duermo.

 

Al diablo Indiana Jones

Aún lo recuerdo, con el pasar del tiempo he comprendido que la lucha entre Oriente y Occidente nos ha sido impuesta, es algo natural, como el decir “tiene que ser negro” o inculcarle a las niñas el deber de casarse con hombres blancos para ir mejorando la raza. Cuando alguien se levanta en un entorno como este, en especial alguien que todo lo cuestiona, es difícil, más que eso es casi insoportable. Como dije aún lo recuerdo, era un niño cuando vi la escena por primera vez, los que estaban a mi alrededor viendo la película no encontraban elogios suficientes, pero en mi interior, las preguntas sin respuestas eran interminables.

La escena a la que me refiero es quizás la más famosa y comentada de la película, en ella interviene un egipcio enorme de túnica negra y turbante blanco, el tipo era un virtuoso de la espada, de esos sables curvos y enormes que el sólo verlos produce terror, una risa de miedo, y el sable bailando entre las manos del egipcio acaban repentinamente por el disparo certero del galán del látigo; Dios, lo fulmina con un tiro,  el tipo ni siquiera le apunta, saca el revólver de la funda, tira y vuelve a lo suyo, como si nada, y yo con mi escaso tiempo en el mundo, imaginándome al egipcio cada mañana practicando y practicando con el sable, encomendándose a su dios para lograr el dominio del arma, para ser uno solo con ella, para ser invencible; y de un momento a otro todo termina, ni siquiera tuvo oportunidad de mirar a los ojos a su oponente, no supo si era miedo o valor lo que en ellos se encerraba, simplemente dejó de ser un guerrero y pasó a ser un blanco, algo así como un pato sin suerte en temporada de caza.

Como dije la gente no paraba en sus elogios, hablaban de la genialidad de Spielberg, de la maravillosa actuación de Harrison, y terminaban siempre comentando la famosa escena, pero nadie notaba lo del egipcio y lo de su espada y su enorme frustración y todo aquello me ponía los pelos de punta, pensaba que yo no estaba preparado para el mundo, allá afuera, lo que parecía importarles era lo inmediato, el efecto instantáneo; ya no apreciaban la dedicación, el día a día, desde entonces comencé a odiarle en silencio y a leer todo lo que encerrara algo de oriental, de misterioso, algo más humano.

Mientras que en casa Indy seguía siendo el héroe de moda, incluso mamá quiso sorprenderme un día al volver del colegio, y me llevó al cuarto con los ojos cerrados y me mostró un afiche enorme de la película colgado en la pared, y allí, de pie, preguntándome cómo puede un personaje tan falso y absurdo ser el héroe de mi madre, de la persona que más amaba en aquel tempo, no tuve más remedio que sonreír, y aceptar, de una vez por todas, muy a mi pesar, que nunca lograría ser lo que de mí se esperaba.