Artículos y reportajes
Mis días en Berlanga de Duero

Berlanga de Duero

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Junio estrenaba sus primeros días. Becada por una institución de investigación llegaba a Berlanga de Duero, situada en la provincia de Soria. Un pueblo a tres horas de Madrid. Cielos azules y campos verdes escoltaron mi llegada hasta allí. Luego de detener mi mirada en los campos donde faltaba sólo la imagen de Heidi y Pedro cuidando las esponjosas ovejas, llego a este singular pueblo. El clima: ni muy frio ni muy caliente, el autobús me ha dejado en Burgo de Osma y un amable taxista se ha ofrecido a llevarme por la módica suma de 13 euros.

Trece por ocho mil: ciento cuatro mil bolívares, calculo con poca rapidez en mi mente, desde niña peleada, sin posibilidad de reconciliación, con cualquier operación matemática. El viento seco entra por la ventana del taxi, roza mi rostro con cierta rudeza y pienso: mis hijos, ¿se estarán portando bien?, ¿les haré falta?, mi esposo: ¿estará agobiado por las demandas de nuestros hijos? Y es que a los hombres les cuesta lidiar con más de dos pelotas en los malabares cotidianos sin que alguna acabe en el suelo. Como en un camino de dibujo infantil, la ruta se dibuja hasta lo alto de una montaña donde un hermoso castillo enamora a las nubes más blancas sin sonrojo alguno. Me parece estar dentro de una postal. Llegamos a la entrada del pueblo donde comienza a emerger despacio e imponente un reloj de piedra, cuentan que da la hora desde el siglo XI, la hora del amor de los amantes, la hora de la jornada, la hora del descanso, la hora de la guerra, la hora de la paz. Generaciones contemplaron sus agujas pasar incansables y ahora las miro yo.

Una fuente en el centro de la plazoleta escupe lastimera aguas de manantiales antiquísimos. El taxi se detiene y me bajo cargando con mi maleta de proyectos y apuestas rumbo a la posada que será mi hogar los próximos quince días. Se llama Fray Tomás. Fray Tomás de Berlanga nació en Berlanga de Duero en el año de 1487 y murió en el mismo pueblo para el año 1551, su esfinge hace de centinela en la plazoleta del pueblo. Me recibe el señor Jesús, más conocido por los lugareños como Chucho, me conduce a mi habitación y al preguntarle si corría en las mañanas, y si conocía alguna ruta que pudiera recorrer me responde: “Guapa: no lo sé, yo no corro, ¡correr es de cobardes!”. El humor y la picardía del señor Chucho serían legendarios días después. Mi compañera becaria, Vera, investigadora del Brasil, había llegado antes. No habla ni jota de castellano, pero nos entendemos perfectamente (cosa de mujeres).

Una vez instaladas, bajamos a cenar a Casa Vallecas, el restaurant de la posada donde el olor a los aliños españoles lo posee todo, el vino que al agua sustituye sin reparo, el pan más sabroso del mundo, más salado para mi costumbre, se deciden a engordarnos como a pavo cerca de la pascua. Sentadas a la mesa y poniéndonos al día en nuestras vidas respectivas, el mesero recoge nuestros platos en los que por costumbre colocamos los cubiertos ya usados. El mesero, latino como nosotras, vuelve a colocarlos en la mesa y nos dice que “culturalmente” las personas que comen el menú ejecutivo, usan los mismos cubiertos aunque estén sucios. “Culturalmente”, dice.

“Culturalmente” se reúsan los cubiertos, culturalmente quien vino becado no debe aspirar a la elemental cortesía que quien come el menú a la carta recibe sin restricción. Culturalmente pueden justificarse tantas cosas, es una de esas expresiones que se supone legitiman lo que ocurre y al proferirlas debe uno decir: “¡Ah, pues si es culturalmente, sí!”. Agustín y Purificación, dos maestros en el saber profano y formal, nos reciben abriéndonos las puertas de su casa donde huele a historia, donde los tapices del siglo XII, muebles de barcos piratas, restos arqueológicos de las ruinas cercanas, acompañan la laptop de profe y las muñecas de la nieta que visita con frecuencia a sus abuelitos. El día comienza muy temprano, corro la ruta del Cid Campeador, desde Vivar del Cid hasta Medinaceli, y con una bolsa de piedritas que me ha preparado el señor Chucho y que debía ir dejando a mi paso cual Gretel del siglo XXI, siento caminar los mismos pasos del Cid.

Los días se aprovechan al máximo al ocultarse el sol a las 9:30 de la noche. En este pueblo, Berlanga, su gente parece desaparecer en el día, las calles están solas, la gente en sus respectivas jornadas que interrumpen a las seis para reunirse en el porche de sus negocios a arreglar el mundo, criticar a Zapatero y preguntarme, como en cada país al que voy: “¿Qué tal es el presidente Chávez?”. Es increíble que no nos hayan hecho conocidos los poemas de Andrés Eloy o Rafael Cadenas pero que todo el mundo sepa quién es Chávez y le interese saber de él. Los vencejos, unos pajaritos pequeñitos que como un remolino vuelan alrededor del reloj del pueblo, cambian de dirección en perfecta coordinación con cada campanada. El reloj sonaba cada cuarto de hora, a las y cuarto, a las y media, a las cuarenta y cinco, por Dios, era misión imposible conciliar el sueño los primeros días. Su cementerio me ha llamado la atención, las familias se entierran juntas, eso no sería peculiar, lo extraño es que en la lápida colocan la edad en la que muere el difunto y la condición de almas redimidas. Un cementerio pequeñísimo, donde no cabe un muerto más, cuidado por un tradicional enterrador, que sin un aspecto totalmente aterrador no tendría sentido alguno. He tomado fotos y al enterrador no le ha hecho mucha gracia, pero así son los turistas de irreverentes.

Cada día en la biblioteca del centro era como estar frente a una vitrina de juguetes maravillosos y enamorarte de uno mientras posabas coquetamente tus ojos en otro. Tantos textos, tantas ideas que como agua hirviendo borbotean sin reserva. Los días se me han hecho pocos y las horas insuficientes. ¡Qué sabroso es investigar así! Que el día comience con una sola prioridad: leer, investigar, investigar, leer. ¿Sabrán los investigadores del primer mundo la suerte que disfrutan? En nuestros pobres pueblos donde los estómagos compiten con el precio del barril de petróleo y la ineptitud de nuestros gobernantes, nos toca investigar de madrugada, en la noche, los fines de semana, mientras nuestros días pasan en tres y cuatro trabajos para medio vivir con dignidad.

En un parpadeo han pasado los días que mi estadía permitía. Las obligaciones llaman y el sueño de vivir para investigar se termina. Amigos, nuevos proyectos, olores, sabores, expresiones, rostros, imágenes se vienen conmigo. Las dejo y me las traigo como una hermosa cicatriz.

Berlanga tiene la belleza de un pueblo cargado de historia pero con Wi-Fi en su plaza mayor. Gente amable, muy española, orgullosa de su origen, trabajadora, incansable, ángeles guardianes como Yovana, una chica brillante y diligente que cuidó de nosotras con cariño sin reparos. De Berlanga me regreso a Madrid con nuevos amigos, nuevos proyectos, nuevas empresas. Mi maleta va casi a reventar de fotocopias, libros y cariño recibido. Fueron muy pocos días. He quedado con ganas de más, con ansia de volver a correr alrededor del castillo, a tomar un cortado al atardecer, una sopa de ajo (que según los lugareños no hay mal que no cure), a leer, leer, y leer. Pero la vida sigue y las obligaciones demandan tiempo y presencia. Gracias, Berlanga de Duero, por tu hospitalidad.