Sala de ensayo
Dorian Gray en América
(Sobre La americanización de la modernidad)

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Hace poco más de 12 años, ante lo más granado de la comunidad que conforma la Universidad Nacional Autónoma de México (Unam), el filósofo Bolívar Echeverría definió, en unos cuantos renglones, lo que en su opinión era urgente rescatar para la propia universidad: la tensión creativa derivada del diálogo conflictivo entre las ciencias y las humanidades. Esa opinión, contundente y crítica de la realidad universitaria existente prácticamente en todo el orbe, no pudo ser integrada en el discurso de recepción de los premios Universidad Nacional que a nombre de los 12 laureados escribió y leyó el doctor Eugenio Ley Koo. Al parecer no tenía cabida en lo que el resto de los premiados pensaba, sobre todo para una ceremonia de esa índole. Así lo entendió Ley Koo, quien no obstante, haciendo honor al espíritu universitario, decidió leer íntegramente las líneas que le envió Bolívar Echeverría al final de su propio discurso.

Para quienes conocíamos de manera cercana a Bolívar Echeverría por los proyectos de investigación que había impulsado dentro de la facultad de Filosofía y Letras de la Unam, nos quedó claro que pretendía, ahora, darles un nuevo giro. Ciertamente en aquellos proyectos habíamos participado filósofos, literatos, economistas e historiadores, pero a fin de cuentas su “tensión creativa” se circunscribía a la experiencia de una misma comunidad de saber: las humanidades. Quedaba la duda sobre la posibilidad y los alcances del diálogo conflictivo entre ciencias y humanidades que Bolívar Echeverría apuntó en aquel diciembre de 1997. Tanto más cuanto que aquellas experiencias nos indicaban que la interdisciplina no es ni puede ser el discorde concierto de múltiples soliloquios de la especialización en un mismo espacio. Por el contrario, para que ella sea en verdad tal ha de partir de la convicción plena de la validez del discurso del otro y de la disposición personal para dejarse invadir y transformar por los discursos ajenos, todo con el fin de iluminar de manera diversa el objeto de estudio y en esa medida hallar los ángulos inesperados y vitales.

Ocho años después, diversas circunstancias se conjugaron para que Bolívar Echeverría fundara en la Unam un espacio para este “diálogo conflictivo” entre ciencias y humanidades que camina por los derroteros de la “tensión creativa”. Sobra decir que no ha sido fácil. Las inercias del saber universitario, dividido y aislado en su propia especialización, dificultan los diálogos, el debate y la comprensión. No obstante, con paciencia y persistencia, a lo largo de poco más de tres años, el seminario universitario “Modernidad: versiones y dimensiones” ha dado pasos decisivos hacia un modo posible de ser universitario que trascienda el simulacro de los diálogos cómodos dentro de una misma comunidad de saber, y de los soliloquios especializados que suelen ser pretexto para comer galletas de animalitos, frutas de temporada y carnes frías. Presagios de este modo son, además de sus sesiones mensuales y discusiones por momentos álgidas, los congresos internacionales que organiza, convocando lo mismo a las comunidades, y usa las sedes de la Facultad de Ciencias como de Filosofía y Letras de la Unam. Uno de sus resultados más concretos, y que no deja de ser un esbozo de lo posible, es precisamente el libro La americanización de la modernidad.

Hay que decir, de entrada, que no es un libro sencillo. Así como el diálogo interdisciplinario es exigente, sus productos, particularmente si son libros, demandan también lectores esforzados. La diversidad del discurso, las ópticas distintas, los abordajes disímbolos, las valoraciones personales a veces tan distantes, obligan al lector a incursionar en universos simultáneos que no siempre le son fácilmente asequibles. Por eso es más que justa la conminación que Bolívar Echeverría como compilador hace al lector: que cada quien calibre si lo expuesto en este libro le permite enriquecer sus propias ideas sobre la americanización de la modernidad.

Soy de la opinión de que en este libro hay mucho que enriquece la visión que cada uno puede tener de la americanización de la modernidad. Lo que a continuación señalo es una aspecto mínimo de ese enriquecimiento. Se trata de algo un tanto difícil: ¿es posible, dentro de la diversidad de perspectivas que ofrece la filosofía, la historia, la literatura, la antropología, la astronomía, la economía, la psicología, la física, la crónica, hacerse una idea más o menos precisa de lo que la americanización de la modernidad es?, ¿de qué trata el asunto?, ¿qué podemos sacar en claro de esta tensión creativa?

Parto de una aclaración fundamental hecha por Carlos Monsiváis en su texto “¿Cómo se dice OK en inglés? (de la americanización como arcaísmo y novedad)”:

Es muy sencillo definir lo gringo en relación a la invasión de Irak, el FMI, la cacería de indocumentados en Arizona, el apoyo a la ultraderecha en América Latina, la prepotencia imperial, la arrogancia de los policías del planeta y el Segundo Siglo Americano (pág. 111).

En efecto, es muy sencillo; la americanización de la modernidad supone la existencia de un país, los Estados Unidos, y ese solo hecho excita las oposiciones políticas e ideológicas de los nacionalismos latinoamericanos, de manera muy señalada el mexicano. Pero es un craso error confundir una cosa con la otra, confundir lo sencillo de la definición de lo gringo en ciertas circunstancias con la americanización de la modernidad, que en múltiples aspectos le desborda. En otras palabras, la americanización de la modernidad es algo mucho más complejo y que en cierto sentido está más allá de la existencia misma de esa nación. Como lo indica Bolívar Echeverría en su texto “La ‘modernidad americana’ (claves para su comprensión)”:

La afirmación de la figura histórica de una modernidad capitalista total o absoluta, que sería aquí lo sustancial (de fondo), esencial o central, tiene en lo (norte)americano un apoyo que si bien es decisivo no deja de ser formal, accidental o “retórico” (periférico). Pero hay que observar algo que resulta muy especial: dado que la afirmación de este tipo radical de modernidad capitalista es un hecho históricamente único, en verdad irrepetible, el apoyo que ella recibe de lo (norte)americano adquiere una sustancialidad, esencialidad o centralidad que lo vuelven indistinguible de ella misma (pág. 38).

Entonces la americanización de la modernidad alude a un hecho histórico concreto: la configuración de una modernidad capitalista cuya “pureza” es algo en verdad novedoso e inédito en la historia misma del capitalismo (que incluso se expresa ya en la fundación de Estados Unidos, sostiene Ignacio Díaz de la Serna en su texto “La independencia de Estados Unidos: una singularidad histórica”). A diferencia de lo que sucedió con su vertiente materna (europea), obligada a los “compromisos” y “negociaciones” que supone la existencia previa y concomitante de diversos proyectos civilizatorios que no mueren y tercamente se actualizan una y otra vez aunque sea en calidad de subordinados, la vertiente americana se erigió sobre una realidad que careció de tales compromisos, o por lo menos, que no le obligó a compromisos densos. Y lo hizo con una actitud tan beligerante como la exigida por la “enfadosa” realidad europea. Sólo que frente a una realidad distinta, incluso bondadosa, se transformó en un modo de ser específicamente americano (esa hybris caracterizada por progresismo, presentismo y apoliticismo) que provoca a la vez seducción y repulsión.

Así, a la “radical exigencia” del capitalismo correspondió una “pureza” americana que aventajó con creces a su antecesora, llegando incluso a convertirse en su mismo espejo deseado: una vida tan artificialmente seductora como permite la carencia de “densidad de compromiso” con modos previos de habitar el mundo. Pero lo que en “(Norte)América” fue y es horizonte de posibilidad en Europa y América Latina es miopía de elites políticas y económicas, según se infiere del extenso artículo de Rolando Cordera, “México y su economía política de la modernización (hipótesis para un relato)”, y del ya citado de Carlos Monsiváis. Para esas elites tanto “color de la tierra” que no es precisamente tierra es indigesto: “Más vale no verlo, quién quita y así es más fácil deshacerse de los lastres que nos privan de las mieles de aquel modelito del norte”.

Esta miopía contribuye en no escasa medida a la confusión y la aversión automática al tema de la americanización de la modernidad, porque su parte más visible y atroz es la que se impone con violencia, como lo argumenta Raquel Serur en “La barbarie del Imperio y la ‘barbarie’ de los bárbaros” y que puede sintetizarse en aquello que decía el ejecutivo de Sun Microsystems, John Gage: dentro de muy poco el dilema será “To have lunch or to be lunch”, es decir, “Comer o ser comido”. Las elites latinoamericanas se apresuran a responder que prefieren comer a ser comidos, aunque ello implique que la mayor parte de la población sea parte del “menú de oportunidades” que les asimila a la naturaleza explotable.

Pero en tanto que concreción histórica de la modernidad capitalista y en tanto que modo de ser que fascina y repele, y que abarca cultura, comportamientos, actitudes, disposición, y formas de organización de la ciencia y la tecnología (véase el texto de Manuel Peimbert, “La americanización de la ciencia”), se ha expandido de manera incontenible. “El planeta”, escribe Monsiváis, “está americanizado” (pág. 99). Esta sentencia, en apariencia lapidaria, en verdad destaca otra cosa: fuera de sus horizontes de posibilidad, esa modernidad capitalista radical sigue enfrentando los múltiples óbices de proyectos civilizatorios que por su mera existencia le ofrecen resistencia. Los procesos de adaptación y recepción de la americanización de la modernidad en diversas partes del orbe la vuelven irreconocible incluso para ella misma. Escribe Monsiváis:

En cada país, la americanización no es un proceso mecánico. Se toma lo que se considera indispensable y lo que impone la moda, y de inmediato los procesos de asimilación intervienen. Así se produce lo que, sin reservas, podría llamarse “la mexicanización de la americanización”, algo muy distinto del acto de “desnacionalizarse” (pág. 103).

En otras palabras: para la “pureza” de la modernidad capitalista es la molestia de que no todo sea el abundante y despoblado Oeste. ¡Qué coraje no poder volverlo todo gesta del cowboy!, ¡cuánta energía gastar para convencer a los demás de que están allí para ser dominados como la naturaleza misma o para aceptarse solamente como mercancía!

De alguna manera esta “molestia” es lo que le sucede al psicoanálisis estadunidense que, como nos informa Roberto Castro en su texto “El psicoanálisis en la así llamada ‘modernidad’: Estados Unidos”, se convirtió en una rama de la salud que se ocupa de “sujetos susceptibles de readaptarse a las leyes del mercado, pero no se ocupa o no le importan los problemas emocionales del sujeto que no cumpla con un mínimo de posibilidades para hacer frente a ese sistema socioeconómico” (pág. 211). Según esto, para el psicoanálisis estadunidense, Charlot es un desperdicio completo, irremediable, sin posibilidad de incorporarse de nueva cuenta al luminoso mundo productivo que Chaplin describe, actúa y denuncia en Tiempos modernos.

Pero fuera de Estados Unidos esta pretensión no sólo se “mexicaniza” sino que, por paradójico que parezca, se “freudaniza”: Charlot es objeto de preocupación para el psicoanálisis, de aquel que fundó Freud. Quiero decir: allende las fronteras del psicoanálisis estadunidense dominante, siguen siendo vitales los problemas emocionales del sujeto y Freud es estudiado una y otra vez sin ser necesariamente sometido a la sombra pragmática del ejecutivo de cuenta de una compañía aseguradora.

Algo similar sucede con las confusiones a las que da lugar el término “gender” y género, que al americanizarse —escribe Marta Lamas en “Feminismo y americanización: la hegemonía académica de gender— “ha llevado paulatinamente al ‘borramiento’ de la diferencia sexual en las reflexiones y teorizaciones feministas” (pág. 233). Por fortuna para los estudios de género y para molestia de la “americanización del género” hay esfuerzos teóricos importantes por escapar a este “borramiento”. Tanta precisión desde los ámbitos sumamente impuros de la modernidad capitalista deben ser sumamente molestos para la pureza de la modernidad capitalista americana. Y es que, sea como fuere, la densidad de los compromisos pesa demasiado para la superficie lustrosa de la americanización.

Pero tampoco dentro de las fronteras de la modernidad capitalista radical existe el consenso y la homogeneidad que una muy propalada visión banal de Estados Unidos difunde. Esto nos lo muestra con claridad Jorge Juanes en su disertación sobre el arte pop, al que le atribuye la ruptura del arte aurático, al que describe “distanciado de los avatares de la cotidianidad y dirigido a las élites egregias” (pág. 249). De Warhol, uno de sus mayores y mejores exponentes del arte pop, nos dice que es

...un artista trágico que detecta, en el corazón de la banalidad, el tedio de la vida moderna, e incluso la catástrofe, la descomposición y el horror que la acosan por doquiera casi como un hecho natural. [...] la obra de Warhol se entromete en el corazón de la sociedad del espectáculo, y utiliza los medios de comunicación y la mecánica de la reproductibilidad técnica, guiado por el propósito de mostrar, por una parte, el proceso de homogeneización de las conciencias en torno a las imágenes inscritas en la mercancía estetizada (incluidos los personajes mediáticos), mientras que por la otra, y valiéndose de las mismas imágenes utilizadas por el sistema, saca a la luz la violencia y sus desastres subyacentes (pág. 259).

Así como Warhol, es posible que al interior de sus mismas fronteras exista una cantidad inmensa de sujetos que también realizan sus procesos de asimilación de la americanización y que no sólo echan mano del arsenal que esa modernidad radical les brinda sino de aquellos lastres que en forma de migrantes “invaden” el territorio de los cowboys. Eso sucede, por ejemplo, con la formación de científicos en Estados Unidos: llegan de todos lados y se van con la impronta americana en la producción científica, pero ¿no queda algo de ellos, una impronta que a su modo subvierte mínimamente esa misma producción?, ¿no hay una pequeña traslación en el sentido y alcance de las preguntas e inquietudes que les agobian a esos migrantes científicos? Es el freeware y el shareware frente al software monopolizado por Microsoft y Apple.

Esta ida y vuelta se percibe, también, en un medio que si bien no se exime de pretensiones de dominio, apela a la seducción de la difusión. Como José Marquina lo expresa de manera hilarante en su texto “De John Wayne a Al Pacino o Cómo aprendí a no preocuparme y amar el cine norteamericano”:

El cine norteamericano se impone en el mundo por el poder de su industria, por su calidad, por la propaganda, porque hemos crecido con él y con él hemos aprendido a ver el cine, porque no se podrían ver de corrido tres películas de Bergman o de Tarkovsky sin caer en un estado catatónico, pero sí se pueden ver tres películas de aventuras e irse a la cama a soñar con Maureen O’Hara, Fay Wray o Verónica Leig (pág. 306).

Y en efecto, esa imposición-difusión es en gran medida artífice de la incontenible expansión de la americanización de la modernidad en todo el orbe, como lo reconoce José María Pérez Gay en su escrito “Anatomía de una tentación”. A partir de la década de los 30 la magia del cine facilita el espectáculo seductor de América moderna. De allí a la fascinación por la tecnología y la americanización del ciberespacio hay apenas un suspiro de 70 años.

En fin, si una respuesta precisa hay que dar a la pregunta de qué es la americanización de la modernidad desde la tensión creativa a la que convoca Bolívar Echeverría diría lo siguiente: ella es Dorian Grey. Cuando mira hacia Europa encuentra aquel retrato vetusto que tanto le disgusta; fastidiado por ese otro que no puede tirar ni destruir, baja la mirada para darse de bruces con un Frankenstein al que no le reconoce el más mínimo parentesco aunque en buena medida sea su creador y mentor. Sitiado en su perfección artificial se pregunta cansinamente si no sería mejor que todo fuese a su imagen y semejanza. Despliega sus fuerzas y encanto para lograrlo, pero una y otra vez el retrato le devuelve un rostro que aborrece y los vientos del sur le hacen llegar la sombra de una aberración que le desconcierta. Encerrado en sí mismo se apresta para dar una vez más la batalla. Toma su sombrero de cowboy y comienza, de nuevo, la embestida...

 

P.D. Conviene tener presente algo: resistir y asimilar no significa superar. Si acaso tangencialmente tocado en este libro, ha de quedar claro que la única manera de acabar con Dorian Grey y Frankenstein es saliendo del cuento. Es decir, una modernidad no capitalista.