Letras
Un grito de rabia en mitad de la noche

Comparte este contenido con tus amigos

I. Expectación

Son las dos de la madrugada.

Él vive en un ático con fotos de Brassaï y grandes cuadros de icebergs a la deriva por una extraña bahía. Christa se había aprendido el nombre de memoria: Bahía de Disko, Groenlandia. Disko. Parecía el nombre de un poeta aterrado de Malasaña, harto de coladas y cafés aguados al compás de la Olivetti. Ella podría haberse enamorado de un tipo así, protagonista de tantos de sus poemas. El amado inexistente. Pero ahora no podía soñar, tan sólo se recreaba en la oscuridad del edificio dormido.

 

En la puerta de la nevera un imán en forma de lengua de glaciar le provoca cierta lujuria. Enredarme en fríos ajenos, hielos cortantes contra la mandíbula, algunos carámbanos quitándome la sed. Dicen que los judíos, en los trenes de Auschwitz, bebían la nieve que entraba por las rendijas de los vagones, camino del Lager.

Y, sin embargo, Christa (nunca lo hubiera reconocido) les envidia. La última calidez antes de morir, cuerpos contra cuerpos, embebidos en la nada, pero sudorosos, esquilmados y, por ello, con esa necesidad suprema de sentir otra piel. Seres humanos camino del humo, probablemente de la muerte. Sus cuerpos, sensibilidad última, epidermis que olvidaba todo, excepto el adorable presente que sucumbía a los kilómetros y a la certidumbre del morir.

A las dos de la mañana, el cuerpo de Christa da grandeza a cualquier hecho en el que intervengan más de dos anatomías, a cualquier situación en la que se enreden los brazos, quizá acompasados por una música, por un lamento fúnebre, por una manifestación contra el gobierno, por el aullido de Avril Lavigne, por el sopor tras una orgía, por el silencio de las iglesias pequeñas, por los aplausos en La Rueda de la Fortuna.

 

Con ternura, mira cómo él respira, desprovisto de toda seriedad. Incluso parece sonreír, los brazos en torno al vientre, una pierna fuera del diámetro de la cama. Más allá del sopor del orgasmo, hay en su expresión algo de agradecimiento. No a ella, no a la noche, no al sueño. Agradecimiento a la vida. Christa se decide. Él es uno de esos seres felices, resguardados de lo oscuro al poco de nacer. Nunca vería espejos rotos o grajos volando bajo. Su vida era como su caminar: resuelto, ligero, seguro. Todo un hombre.

Sin embargo, ¿un hombre lo es cuando no se ha enfrentado a más penas que la burocracia, la lluvia en fin de semana o el salario mínimo? Esa manera de arrancar el coche, de seleccionar la emisora, de sacar el billete de la cartera. Ni un mínimo de indecisión en la planificada agenda.

 

En la primera cita, ella le preguntó por Lavoisier, el de Los años tristes de Sylvia Davis, una obra publicitada en todas las librerías, las revistas culturales, los marcapáginas. Él dijo que no lo conocía, que dedicaba más tiempo a la música. Y siguió cortando el filete de ternera con igual resolución. En cambio, qué turbación cuando le puso en el iPod, algo así como I’m not what iam, de los Arctic Monkeys. Él tatareaba deprisa, con los ojos entrecerrados, What I’m not... you should be right... Christa no sabía nada de un grupo llamado así ni de un concierto de verano en Ibiza. Christa, eres una estúpida... el insulto propio cayéndole por la coleta de peluquería. Aquel hombre tenía una forma especial de cortar las verduras, una rapidez diplomática a la hora de rechazar los cigarrillos, ese aire de salud. Tampoco le gustaban ni el fútbol ni los Starbucks. A ella le daba vergüenza admitir que frecuentaba el de Gran Vía porque tenía los mejores sillones para leer el periódico. Este hombre... Parecía tener el resto de sus sesenta y dos años solucionado.

Christa volvió a mirar hacia la noche desde la terraza del dormitorio. Él da vueltas en la cama. En algunas terrazas hay luces. Despedidas de soltera, fiestas de fin del verano, aperturas de pisos. ¿Qué harían si supieran lo que ella piensa? ¿Se volverían, petrificados, y la contemplarían como a los mimos de la calle? ¿Levantarían su dedo hacia arriba para salvarla? Seguro que alguna mujer desearía verla hecha trozos entre los colmillos de los leones. Aquellas mujeres que envidiaban sus piernas largas, su columna semanal en el periódico local, aquellas oscuras compañeras, algunas discípulas de correrías. ¿Qué harían aquellas gentes mientras contemplaban su cuerpo volar desde un sexto piso, dopándose de viento y estrellándose contra la acera, al lado de las cajas de la tienda de Samsonite?

Trocitos de mi cara desparramados sobre las maletas inservibles, rojo Christa sobre rojo Samsonite, el corazón —quizá— desplazado a la derecha, donde siempre lo sintió. El cerebro, con todas sus poesías y los relatos de terror y la receta de la yuca con mojo y el Jesusito de mi vida y las instrucciones para domiciliar la nómina, formando un cuadro abstracto sobre los cuadraditos de la acera. Muerte con vómito al lado. Porque seguro que alguna adolescente pasaría justo en ese momento y la ginebra de garrafón le habría dado un vuelco en el estómago. Mi imagen muerta se le quedaría grabada en la mente... a esa chica, o a un insomne o a... Al primero que me viera despedazada, yo siempre le acompañaría. Primero como imagen, luego —si es valiente— narrará con un cigarrillo en la mano lo que le pasó aquella noche en que volvía a su casa y una colgada se suicidó a eso de la tres y media, justo cuando el carillón daba la hora.

 

Christa se sonríe de esta forma tan particular de eternidad. Para siempre su esquela grabada en la hemeroteca con los periódicos viejos. El rumor en el barrio sobre lo que pasó, era tan alegre, un encanto, tan derrochadora. Y guapa, mucho. Luego, el morbo. Después el silencio. Excepto en la cabeza del primero que la viera. Qué forma de condicionar la vida de alguien. Pensó en aquel drama de Ibsen, Hedda Gabler, la hermosa mujer que quería regir los destinos de sus pretendientes. Christa no aspiraba a tanto. Eso sí, para ponerse fin, debería tener a la suerte de su lado. La eternidad no sobrevive en hombres como el que dormía en la cama. Sobrevive en aquellos que abren mucho los ojos, que sienten herida el alma cuando niegan la limosna a alguien, que leen a Lavoisier y se angustian en los teatros con Bodas de sangre.

 

II. Extenuación

Mira a su alrededor y se siente discriminada por la raza de los felices. Sale del dormitorio y se acomoda en el sillón, con la cabeza descansando sobre su mochila. Son las dos y media, desde la catedral.

 

Las llaves de su apartamento se le clavan en la nuca y Christa se mira los pies desnudos y sus uñitas perfectamente engroselladas por la manicura casera. Hace horas que cenaron y el estómago le pide calor. Pero no se lo dará. No quiere que unos espaguetis mal cocidos figuren en el informe forense. Quiere sentirse limpia, el vientre ligeramente combado por la regla. Sabe que nunca podría haber tenido hijos con este amante. No hubiera comprendido las noches enteras al pie de la cuna o las camisas rosas repetidas. Una vez pensó de verdad en tener un hijo. La posibilidad de un hijo. Pero nunca podría agarrarse a otra vida para salvar la suya.

Entonces, se revuelve y saca de la mochila el pastillero con la cara sonriente de Audrey Hepburn en Vacaciones en Roma. Ella ya lo tenía antes de que la actriz fuese la musa de la elegancia y saludara a cualquiera desde los bolsos de los comercios de los chinos. Hepburn guarda en su matriz dolorosas pildoritas rosáceas, una, tres, sesenta. Son su morfina particular, las que marcan el calendario de la pared, las que le voltean los sueños y le hacen neblina las mañanas. Desde la cama, él se da la vuelta y la busca. “¡Ah, estás ahí! Si quieres cualquier cosa, puedes cogerla del cuarto de baño de mi hermana... o de la nevera... Dame un beso”. Christa le despeja el flequillo de la frente mientras tararea una canción que siempre odió: Vivimos siempre juntos y moriremos juntos... Durante un tiempo, sonaba a todas horas en la radio e hizo que se aficionara a la música clásica. Odiaba la certeza absoluta de la cantante cuando nombraba la palabra siempre. Hasta las melodías que pretenden ser alegres traen su cochecito fúnebre de cadáveres que duermen en la misma cama una y otra vez.

Le deja tumbado en la cama y vuelve a su cajita de pastillas. Mira el calendario de la pared y observa el dibujo de Van Gogh que lo ilustra. Le da la vuelta. Le Seine with the Pont de la Grande Jatte. Y una fecha: 1887.

Sigue observando el calendario. Su padre decía que septiembre era el mes de la vendimia, de la uva madura. Recuerda sus risas bebiendo un René Barbier, a finales de un verano. Y a su madre al lado, leyendo poesía, algo de Pizarnik. Una mujer tan alegre, tan viva y tan aficionada a las poetas fatales. Alguien tan dichoso como su madre nunca podría entender los fantasmas del interior, las luces negras del alma, las imprecaciones de la vida misma, cuando insulta al ser humano. Es un infanticidio tener una madre así. Tanta alegría irradiada, tanta admiración creada genera poco a poco la debilidad en el hijo.

 

La risa de Christa resuena en la cocina. Se sirve dos vasos de agua. Entra en el cuarto de baño y rebusca en el neceser de la hermana. Rímel para las pestañas, un toque de colorete, algo de gloss. No quiere ser un clown despeinado y triste sobre la calle o en el sofá. Le sienta muy bien el pijama de algodón sobre el bronceado del verano. Se atusa las mechas sueltas y se hace un moño con dificultad. Está guapa. Mira de nuevo el calendario. 27 de septiembre. Monday. 27 píldoras serían suficientes. Las coloca en tres montoncitos. “Ésta por mamá... ésta por papá... ésta por el odioso patito Donald...”.

 

III. Expiración

En la pequeña televisión del salón, mirando Las horas. Qué poética es la muerte desde Hollywood. El telediario nocturno habla sobre el terrorismo y otra mujer asesinada por el marido. Christa la consolaría, le daría un abrazo y le infundiría valor. La diferencia es que la asesinada tenía miedo a la muerte y ella no. Son las tres.

Cae y cae en un abismo profundo donde se mezclan imágenes turbias. El ruido del generador la adormece mientras se pasea un cuchillo por el fémur. Un dolor sordo la enardece y la dobla sobre la hoja. Como si fuera un peluche, se aferra al arma y llora, llora, llora. Hunde los sollozos en la cabeza, todo va al revés.

El camión de la basura hace un ruido insoportable, mezquino. Desearía gritar y huir descalza por la Gran Vía, empezar a volar. ¿Qué hace en esta casa extraña? ¿Qué hago en esta casa extraña? Sabe la respuesta. En la suya hay demasiados recuerdos, poca belleza. Las fotos de Florencia, las cartas de Lucía, Carlos, Javier, la echarían atrás. El pianillo con las muñecas japonesas, el olor a suavizante de las toallas, los vaqueros de Cheap Monday (otra ironía) sin estrenar. Incluso los cuadros del Père-Lachaise le devolverían el amor por lo bello. El pollo frío que nadie se comerá. Piensa en los muslos sobre la bandeja del frigorífico y punza con el cuchillo las venas de su mano derecha. Nacen hilillos de sangre y ahora comprende que deberá hacerse mucho daño para morir vacía en una bañera. Sin embargo, pasea sola por un abismo gris, una pintura enloquecida de Pollock, el cuerpo como recipiente del infierno.

 

Vuelve al cuarto de baño y cierra la puerta. El dolor arrecia y Christa clava las uñas en el mármol del lavabo. Llena la bañera de agua tibia. Mientras contempla la superficie deja vagar un rato su cabeza... Se le vienen a la memoria las grandes olas que saltó hace dos veranos en Fuerteventura. La cara de la profesora de inglés de COU, la que se casó ya vieja. Las palomas copulando frenéticamente mientras ella estudiaba por las tardes. Los primeros poemas que le leyó a Anxenxo, aquel medio novio de los veinte años, el que conoció en una boda. Los risottos de La Vieja Claudia, aquella trattoria del Trastevere. La furia de los recuerdos la perturba y golpea el agua. Se vuelve hacia el espejo y ahoga un grito.

Christa se arranca de cuajo los pendientes de las orejas. La sangre empieza a gotear por el cuello y el escozor se vuelve insoportable. Pendientes color rosa, largos, que guillotinan el lóbulo y lo dejan lacio, cansado, exhausto. El alma le estalla en pedazos, el ulular de las sirenas en la lejanía sólo aumenta la tristeza infinita. Sólo es capaz de recordar que estamos en septiembre.

Con suavidad, sumerge su pierna en la bañera y acaricia la superficie. El espejo refleja el sueño tranquilo del amante y la sonrisa de la loca Christa. 1, 2, 3...

 

El reloj da la tres y media en el reloj Swatch Primavera-Verano de Federico Martín, el amante ocasional de una suicida indecisa.