Letras
Sinfonía agridulce

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...all is full of love
you just aint receiving...

Björk

o bien,

...todo está lleno de amor
sólo que tú no lo estás recibiendo...

(I)

Puedo hacerlo, pensaba Ignacio mientras cruzaba el amplio jardín serpenteando las flores bañadas por el rocío matinal. El césped, crecido y ligeramente descuidado, se incrustaba en sus botas de gamuza a cada paso. El sol emergía como un titán en las alturas, no le guardaba rencor a Ignacio por lo que estaba a punto de cometer.

 

(II)

Del otro lado de la ciudad, el joven Santiago, egresado de la facultad de comunicación social, se alista para su primer día de trabajo, su padre movió algunas palancas dentro de un banco, propiedad de un amigo suyo, para que su primogénito entrara con pie derecho al mundo laboral. A Santiago, la actitud de su padre le molestó, pero, como es costumbre en las sociedades patriarcales, no tuvo más remedio que resignarse y hacer feliz a su progenitor. El desayuno no fue tan placentero como en ocasiones anteriores, el pan no supo igual y el jugo de naranja le provocó una vinagrera que cobraría su cuenta con el pasar de las horas.

Ya en el trabajo, le asignaron una oficina, un computador, un escritorio y, vía memo, sus funciones. Se encargaría de administrar la nómina de personal del edifico principal del banco, ¡es una broma!, tantos años transcurridos en la facultad aprendiendo a realizar reportajes y entrevistas, y ahora toda esa educación no le serviría para un carajo. Las palancas de su padre no sirvieron de mucho como para colocarlo en un lugar donde podría explotar sus conocimientos. Lo único reconfortante era la secretaria de su jefe, una mujer excepcionalmente hermosa de los pies a la cabeza. Santiago se percató cómo ella lo miraba con ojos golosos, y antes de encender el computador ya le había hecho el amor por lo menos un par de veces.

 

(III)

Don Soto miraba, por la ventana de su habitación, el amanecer glorioso de un nuevo día, un nuevo día que clamaba a gritos ser descubierto y acariciado por los colores de las almas de la ciudad. Pero una vez más se iba a perder este espectáculo. Mirando los toros desde lejos, desde su ventana, ni siquiera se atrevería a abrirla para capturar los pequeños rayos de sol que se colaban por ella. Hace mucho dejó de hacerlo, desde aquel fatal accidente que le cercenó las piernas, atándolo para siempre a una silla de ruedas y a vivir en sus tinieblas. Con cada amanecer moría, con cada amanecer recordaba lo feliz que fue en el pasado, y le recordaba también su infeliz presente. Los reproches eran su compañía más llevadera mientras admiraba la felicidad de los niños jugando frente a su ventana.

 

(I)

Puedo hacerlo, pensaba Ignacio, mientras cruzaba el jardín de su casa. Llevaba varias semanas fuera de la ciudad debido a su trabajo y ya era tiempo de poner fin a su tormento. Había vuelto a consumir cocaína y el dealer, quien le suministraba antes de su matrimonio, se sintió contento con la llamada que Ignacio le hiciera. La transacción la hizo lejos de su lugar de trabajo para no levantar sospechas entre sus compañeros, quienes lo consideraban un tipo serio y trabajador. Realmente, Ignacio no quería volver a ser el mismo tipo sucio y problemático, que causaba siempre malestar a los que lo rodeaban, pero no tuvo otra salida. Regresó a su cruz. El reencuentro con la droga tuvo lugar en la habitación donde se encontraba hospedado, sin testigos, sin preámbulos, sólo una inhalación fuerte y precisa para devolverlo donde empezó todo, antes de Celeste.

Las lágrimas se apoderaron de Ignacio, sentía rabia en contra de sí mismo por convertirse en el paria que creyó haber superado, pero la pérdida de Celeste, su esposa, fue un golpe duro para él. Lo había preparado todo con anterioridad, contaba los días para llegar a casa, abrazar a su mujer y contemplar el fruto de su amor, el resultado de los días más felices en su vida. Pero, como siempre, nada le duró. Todo lo que mis manos tocan se convierte en polvo, en porquería, nuevamente lo he cagado todo, pensaba mientras inhalaba otra línea de coca. En los días anteriores, mientras esperaba regresar con desespero a casa, recibió una noticia devastadora, su esposa había muerto en el hospital, cuando daba a luz a su pequeña hija. No aguantó el parto y murió casi al instante. Ignacio se tragó las lágrimas para no levantar sospechas, no quería que sintieran lástima por él y por lo sucedido; la pequeña fue a parar al cuidado de sus padres, mientras él regresaba de su trabajo para hacerse cargo de ella.

El día de regreso a casa los hombres se encontraban fervorosos, todos felicitaban a Ignacio por el nacimiento de su hija. Un jugoso cheque le fue entregado en la oficina del jefe, quien no desperdició la ocasión para congraciarse con el personal.

Ignacio no tuvo más remedio que hacer de tripas corazón para no caer abatido por la pena. Ya en el bus de regreso a casa pensaba cómo iba a ser su vida de ahora en adelante, sin Celeste para rescatarlo. Si dejo a la niña con mi padre le hará lo mismo que a mí. Ese bastardo me arruinó la vida y no permitiré que la historia se repita.

 

(II)

Eran dos semanas las transcurridas desde su primer día de trabajo, al pequeño Santiago se podía decir que le estaba yendo bien, aparentemente, hasta el momento su jefe no le había puteado, era una clara muestra de lo bien que le estaba yendo. Con Francisca, la secretaria, las cosas se encontraban serenas, habían entablado una relación amistosa, plagada de cordialidad. De seguir así, pronto estará en mi cama, pensaba. Ella le contaba lo bien que iba en sus estudios, había empezado a estudiar leyes a distancia, el horario de trabajo no le dejaba el suficiente tiempo como para darse el lujo de asistir a clases presenciales, además tenía la aspiración de algún día llegar a conformar parte del cuerpo de abogados del banco.

—¿Crees que lo logre, Santiago?

—¡Lograr qué!

—¡Lo que te estoy contando!, llegar a formar parte del cuerpo de abogados del banco, parece como si no hubieras escuchado nada de lo que dije.

“¡Y cómo no vas a llegar!”, pensaba Ignacio, con ese cuerpo podrías llegar a presidenta del directorio si te lo propusieras. Ignacio respondió afirmativamente y la invitó a almorzar. Hoy daría su estocada, no podía pasar un segundo más sin sentir su piel y probar su exquisita esencia. Pero su jefe se le adelantó.

—Señorita Francisca, a mi despacho.

—Sí, doctor —respondió ella, no sin antes dejar un beso en la mejilla de Ignacio—. Para otro día será lo del almuerzo.

—Hecho —respondió Ignacio con una mirada de imbécil sublime.

 

(III)

Los niños, que jugaban frente al ventanal de don Soto, uno por uno, se fueron desvaneciendo como las horas incontrolables de cada día. Nuevamente solo, nuevamente enfermo, con sus pensamientos devastadores. Hoy no tengo ganas de caminar, de recorrer las calles con mi mente. Hoy no.

 

(I)

El camino se tornó más largo de lo normal. No debí hacerlo, no debí haber probado esa porquería que ahora descansa en mi maleta de viaje. ¿Y si la policía realizara una redada y encontrase la maltita droga en mi maleta?, ¡seguramente me detendrían!, ¡me echarían del trabajo! y mis padres, como siempre, le darían la razón a los que me acusan, y Laura, ¿qué pasara con ella? Será mejor deshacerme de esa porquería.

—Me permites pasar para ir al baño.

—Por supuesto, Ignacio, pero sé breve, estoy cansado y quisiera dormir.

—No demoraré, te lo prometo.

Ignacio se levantó con la determinación de tirar la coca por el sanitario del bus, tomó la maleta del descanso superior de los asientos y se dirigió rumbo al baño. Ya allí, abrió apresuradamente su maleta, del fondo sacó una funda blanca con una etiqueta imaginaria que decía: “Peligro, el exceso de este polvo podría causar graves daños en su salud y perjudicar a su familia”. Tomó la funda de polvo como con pinzas, pero antes de lanzarla al sanitario, sus manos traviesas formaron una línea en su identificación laboral. Soy un fracaso pensó, ni para esto sirvo. Una vez más armó la maleta, no sin antes cerciorarse de esconder la funda en el mismo lugar de donde la había tomado, luego retornó a su asiento para esperar el arribo a la estación de buses.

 

(II)

Un muchacho, más o menos de la edad de Santiago, tarareaba una canción pegadiza mientras esperaba su almuerzo. El restaurante donde había escogido almorzar Santiago desde su primer día de trabajo, por lo regular se encontraba lleno de sujetos vestidos con trajes, algunos más elegantes que otros, de señoras con vestidos vistosos y otras con uniformes de trabajo. Notó que la sonrisa de aquel muchacho no era fingida como la de los demás. Esa tarde almorzaría solo como siempre lo hacía, pero esta vez se dedicaría a observar a los demás comensales sin preocuparse del tiempo.

La orden de comida, como de costumbre, tardó en llegar a su mesa, todavía no era un hombre importante, al menos no tanto para que la camarera se fijara en él; no le importó, esperó pacientemente. En la mesa del frente escuchó una conversación acalorada sobre política, el opio de los pueblos, pensó. Dirigió sus sentidos a un lugar más fresco. En la mesa de su izquierda, un grupo de mujeres, algunas medianamente simpáticas, hablaban de lo bien que estaba el tipo que cobra el dinero en la caja y especulaban sobre cómo cogería. Las mojigatas se sonrojaban, miraban de reojo a Santiago e intentaban bajar el tono de la voz para no ser escuchadas. Pero era demasiado tarde, Santiago lo había escuchado todo: ¿será que cuando yo no me siento cerca de ellas, hablan de mí? Se preguntarán qué tal cogeré o si me habré cogido a alguien en mi vida. Santiago sintió deseos de cambiar de lugar, pero, si lo hacía, seguro ellas se darían cuenta de que él las había escuchado.

Han pasado como veinte minutos y la pendeja de la camarera ni siquiera me ha notado. Pero por otro lado esto me viene bien como para seguir observando la conducta de los otros. El muchacho sigue allí, como pretendiendo no importarle el mundo.

De repente una mujer hermosa atraviesa la puerta del restaurante, todos los hombres nos quedamos en suspenso, inconclusos, seguro va donde el pendejo engominado, que siempre se sienta solo, igual que yo, al parecer tiene dinero, se le nota por su forma de vestir, o irá a buscar al de la caja, seguro va donde él, ¡estoy seguro!, con la suerte que se gasta ese cabrón para ligarse a todas. ¡No!, ni pensar donde el muchacho despreocupado, sólo basta con mirar su ropa para saber que alguien así no podría aspirar a tanto. ¡No!... ¡no lo puedo creer! En la mesa de fondo, el muchacho se levanta y le da un beso extremadamente acaramelado a la preciosa mujer. Ignacio no da fe a lo sucedido, aunque luego reflexiona y recuerda sus años de facultad, con el pelo crecido, la barba de un par de días, despreocupado, con intenciones de ser un gran escritor, posiblemente escribir teatro, o guiones de cine, con intenciones de comerse al mundo. Tenía una novia que lo dejó el mismo día en que su padre apareció con la gran noticia de su nuevo empleo. Lo dejó para irse con un estudiante de teatro. ¡Tanto cambié!, piensa, ¡o es el traje!, seguro me hace ver diferente. En el trayecto al restaurante venía especulando sobre la posibilidad de tirarse a la secretaria antes de lo pensado, ¡pero cómo cambian las perspectivas al mirar la vida de los otros!, ahora mientras se quemaba la boca con la sopa hirviendo que la pendeja de la mesera colocó en su mesa sin advertirle del contenido, medita sobre sus planes futuros.

 

(III)

Desde el día del accidente don Soto no deja su casa, únicamente una mujer lo ayuda con la limpieza y le prepara la comida tres veces por semana, los demás días un restaurante ubicado cerca de su casa le manda la comida vía servicio a domicilio. No conoce bien a la persona que le ayuda a limpiar su casa, ni desea hacerlo, recibe la comida por una pequeña compuerta diseñada especialmente para que pase la bandeja de comida y nada más. Don Soto es un hombre de dinero, dueño de uno de los bancos más prestigiosos de la ciudad, pero a raíz del accidente que lo postró se aisló por completo del mundo. Familia es lo que menos tiene debido a su soberbia. Cuando todavía caminaba y era un hombre de negocios prestigiado, tuvo la oportunidad de ayudar en más de una ocasión a los miembros de su familia, pero no quiso hacerlo. No confiaba en nadie, ni siquiera en su esposa. De amigos, ni hablar, los perdió a todos debido a su ambición en los negocios, a más de uno dejó en la calle o en bancarrota. No dudaba en hundir a sus adversarios hasta verlos rendidos a sus pies. Esa era la filosofía del viejo, ahora paga sus horas frente a un ventanal admirando la belleza que antes no quiso ver. Pero siempre a través de un cristal que le impide tocarla.

¡Me están robando!, estoy seguro de eso, o es la mucama o el joven del servicio a domicilio, tal vez se han emparentado y planean asesinarme. Será mejor suspender el servicio a domicilio y cambiar de mucama antes que den el golpe. Ni crean que les va a ser fácil deshacerse de mí, he tomado mis precauciones, ellos no saben que tengo un rifle y que siempre está cargado. ¡Que lo intenten! Al primero en atravesar esa puerta le vuelo los sesos.

 

(I)

Ya en la estación de buses, Ignacio toma su maleta y se la coloca sobre el hombro, va ligero de equipaje como es su costumbre, no le gusta cargar con mucho peso, incluso en su vida siempre ha sido así. La presión lo incomoda y ahora se siente angustiado, incómodo con los abrazos y felicitaciones de sus compañeros de trabajo. Cree que es un mal sueño y huye de él para refugiarse en el baño de la estación de buses, rebusca nuevamente en su maleta hasta dar con su condena. Una línea más y todo habrá terminado.

 

(II)

Santiago, después de haber comido un almuerzo grandioso, se dirige hacia la caja para cancelar lo consumido sin quitar los ojos de encima del gran beso que aquel muchacho le está robando a la hermosa mujer, siente envidia porque sus manos no son las que rozan el trasero de la chica.

¡Tengo que salir de aquí! o me volveré loco, tengo que ver a Francisca para coronar la hazaña de estar con ella. En el camino rumbo a su oficina va preparando el terreno para sorprender a Francisca, tengo suficiente dinero como para invitarla a un buen lugar y beber algunos tragos —piensa tocándose la billetera—, auto, ¡por supuesto!, una mujer así, a pie, ¡imposible! En el camino se encuentra con un viejo amigo de la facultad, que le cuestiona por haberse perdido por tanto tiempo.

Ignacio pone como pretexto al trabajo y su horario agotador. Y tú a qué te dedicas, pregunta Ignacio, éste responde que acaba de entrar a trabajar como guionista en una obra de teatro, Ignacio siente envidia. Yo debería estar allí y no tú, yo tenía mejores notas en la facultad y soy mejor inventando historias. Para no permitir que su envidia le gane a la poca cordura que aún le sobra, Ignacio pone la excusa de ir tarde a una reunión importantísima en la oficina. Se despide estrechando con fuerza la mano de su amigo y lo felicita por su trabajo. A lo lejos lo observa con una media sonrisa fingida, nunca creyó llegar a sentir envidia. Hasta ahora.

 

(III)

Don Soto realiza una llamada al gerente de su banco para ordenarle que antes de terminar la semana busque nuevo personal para su casa, de lo contrario será él quien tenga que buscar otro empleo. Lo hace enfadado, todavía le quedan fuerzas para dar órdenes, aunque no para dar la cara. Por eso nunca ha visto a la muchacha de servicio, no sabe su nombre, ni dónde vive, ni le interesa, prefiere sumirse en sus pensamientos. Recuerda cómo él era, con sus finos trajes planchados a la perfección, el cabello muy bien peinado, con olor a éxito por todas partes, los saludos cálidos y afectuosos del personal del banco, siempre admirado, siempre envidiado por ser él, por ser un Soto. No recuerda mucho a su mujer, quien, con el pasar de los años, se volvió fría e indiferente, aunque la recuerda como una flor marchita que no podía lidiar con su éxito. Siempre tan callada, tan ebria como para prestarme la atención que merecía, por eso no tuve más remedio que aislarla de mí y de mis negocios. La otra cara de la moneda era su hijo, el mayor, Gonzalo. Destinado a ser el heredero de toda su fortuna, frío y calculador como su padre, sin escrúpulos para los negocios y para mantener engañada a su mujer con su secretaria, y a ésta con otra amante que la tenía muy bien guardada. Don Soto piensa: “Mi hijo era un verdadero varón, digno de su padre”. Al recordarlo llora como un niño, yo he tenido la culpa, vuelven los remordimientos, sufre por él y por su hijo, lo demás no le interesa, su mujer ya estaba muerta antes del accidente y su hija no servía para nada más que para abrir las piernas y añadir más herederos al pastel. Vuelca su vista al ventanal, reconoce el sonido de una moto acercándose, es el muchacho del domicilio. ¡Ni que se atreva a entrar por esa puerta, porque le vuelo los sesos!

 

(II)

Santiago, al llegar a su oficina, enciende el computador para ponerse al tanto con los e-mail recibidos. La bandeja de entrada está a punto de explotar.

No ha podido atender a todos los pedidos y hay dos tipos que se las están dando de vivos, reportan en sus expedientes continuas faltas al trabajo. No tiene otra salida y se ve en la obligación de reportarlos. Seguro les harán llegar un memo llamándoles la atención. Cada día me gano más enemigos en este puto banco. Se ha percatado de que Francisca no está en su puesto de trabajo, al igual que su jefe. No presta importancia, total, su jefe nunca está en su oficina, o está en alguna reunión o está tratando de ver la manera de llenarse aun más sus bolsillos.

Da un clic al mouse del computador y abre el procesador de palabras para preparar el memo que sentenciará a los dos tipos, o son ellos o soy yo y mejor que sean ellos los que paguen las consecuencias por no hacer bien su trabajo. Nunca hubiera actuado así, pero el encierro y la falta de oxígeno de su oficina han nublado su forma de actuar, la frialdad se está apoderando de Santiago y él ni siquiera se ha dado cuenta. En las pequeñas acciones es donde se hace más latente la frialdad, aunque no lo piense o se haga de oídos sordos para escuchar a su conciencia, el rato menos pensado Santiago volteará a mirar atrás y se dará cuenta de que se ha convertido en un tipo parecido a su jefe, o peor aun al vegetal dueño de ese banco.

Los memos han llegado a su destinatario, el jefe de personal agradece a Santiago por su eficiencia. Hay que castigar a estos malos elementos, sólo con mano dura es como entienden estos vagos. No quieren trabajar, no quieren progresar en la vida. Santiago se extraña por la felicitación abrumadora del jefe de personal, mira los documentos de despido sobre su escritorio, no era para tanto, piensa, no quise que pasara esto. Gracias a su extrema eficiencia dos hombres a los que ni siquiera conoce se han quedado sin empleo, sólo porque cometieron una falta. ¿Y si tienen hijos o esposa?, ¿y si están enfermos?, ¿y si chocaron el auto?, ¡y si!..., ¡y si!..., pero ya está hecho. Antes de despedirse de Santiago, el jefe de personal le solicita hacer firmar las cartas de despido al doctor Flores. Lo felicita nuevamente y le desea éxitos profesionales.

 

(III)

Allí está el maldito del servicio a domicilio, y la mucama, lo sabía, se conocen, son cómplices en este complot en mi contra, ¿quién los habrá mandado?, seguramente alguno de mis ex socios, estoy seguro, han sido ellos, o Flores, ese pelafustán, nunca debí hacerlo gerente del banco. Por eso los colocó aquí, para quedarse con todo. Pero lo tengo preparado, primero me deshago del problema de los empleados y luego me deshago de Flores, como a un perro, como en los viejos tiempos saldaba las cuentas con mis adversarios. Don Soto muchas veces actuó de manera criminal; en el mundo de los negocios todo vale, nada es extraño y oculto.

Así fue como gran parte de sus socios fueron a parar al fondo del río o tres metros bajo tierra. No ha nacido la persona que pueda robar a un Soto, aún no nace. Don Soto desconoce que su propio hijo, su orgullo, fue el primero en desfalcarlo, digno hijo de un Soto, y un as para los negocios, mediante movimientos bancarios que su propio padre enseñó, empezó a engordar una cuenta bancaria en el exterior con nombre ficticio, una cuenta a la que sólo él tenía acceso. Gonzalo esperaba largarse un buen día dejando todo atrás, incluso a su padre para rehacer su vida, odiaba trabajar en el banco, pero le mentía al viejo haciéndole creer que se encontraba a gusto trabajando a su lado.

De pronto, la puerta sonó. Son ellos, están preparados para deshacerse de mí.

—¿Quién es?

—Don Soto, es el muchacho del servicio del restaurante.

—Que deje la comida donde siempre y se largue pronto. A propósito, cuando se vaya deje aldabada la puerta de calle, es todo, puede retirarse.

—Está bien, don Soto, así lo haré.

No se han ido, piensa el viejo, están esperando la noche para dar el zarpazo, pero pronto se llevarán una sorpresa, ya lo verán, estoy preparado.

 

(I)

El bus se retrasó más de la cuenta, ya casi va a amanecer. El chofer del bus se justifica culpando a la lluvia. Ignacio sale del baño de la estación de buses, sus compañeros ya han desaparecido, a muchos los han venido a ver sus familias, sus hijos los reciben con cariño. Ignacio aprovechó la visita al baño para darse una ducha y mudarse de ropa, se ha puesto algo cómodo, unos jeans, sus botas de gamuza (son sus preferidas), y una camiseta blanca. Pese al frío, Ignacio prefiere estar cómodo porque sabe que pronto saldrá el sol, quiere llegar a su casa antes de que todos despierten y darles la sorpresa. ¡Qué hermosas botas, compañero!, dice uno de los empleados de la estación de buses.

—Le gustan, son de gamuza.

—Pues están muy bonitas.

—¡Claro que son bonitas!

De niño, una tarde, el padre de Ignacio lo llevó a comprar sus primeras botas. En aquellos tiempos la relación con su padre era normal. Estaba muy contento, casi nunca estrenaba nada nuevo. Su madre se había ido de viaje a visitar a la abuela, quien se encontraba muy enferma. Al entrar, pudo observar al maestro zapatero, él tenía en su mano una navaja muy efectiva para el trabajo de cortar el cuero, aquel hombre los atendió con amabilidad, el padre de Ignacio aprovechó el momento para contarle que aquel viejo maestro le había confeccionado sus primeras botas. A Ignacio le encantó verse rodeado de tantos zapatos, había botas de todos los colores y tamaños, con diversos diseños y estampados. Mientras el viejo maestro le tomaba las medidas y le preguntaba a Ignacio sobre sus gustos para el diseño, el rostro de su padre fue cambiando, ya no era el mismo con el que había entrado a la zapatería, su rostro se tornó áspero, duro, rabioso. Ignacio no entendía aquel repentino cambio de conducta. Ambos salieron de aquel lugar rumbo a casa, no sin antes dejar cancelada la totalidad del par de botas. Ignacio se sentía feliz por el regalo, su padre no dijo nada camino a casa. No quiso preguntar sobre su estado de ánimo para no molestarlo. Al llegar a casa, el padre de Ignacio le ordenó subir inmediatamente a su dormitorio. Al cabo de unas cuantas horas, la puerta de su dormitorio se abrió y pudo observar la silueta de su padre empapada en sudor, quien sollozaba y respiraba angustiadamente. Ignacio lo escuchó pero no quiso decir nada, simulaba estar dormido. El aliento de su padre evidenciaba alcohol, había bebido. Perdóname, niño mío, decía mientras lo tocaba por debajo de las sábanas.

—Señor, se encuentra bien, señor..., señor.

Ignacio recordó lo que tanto le costó olvidar. No le dijo nada al hombre de la estación de buses y salió a la calle en busca de Laura.

 

(II)

A qué horas se dignará en aparecer el cabrón de mi jefe, pensaba Santiago mientras miraba páginas prohibidas en Internet, si me pescan, aquí se acaba todo, y luego a lidiar con mis padres. La hora de salida ya había pasado y ni rastro de su jefe, ni de Francisca. ¡Cinco minutos más y me voy! La curiosidad lo atormentaba y decidió verificar la hoja de vida de los desdichados a los que había hecho despedir. A ver, a ver, sí, aquí están, los dos padres de familia, ¡qué cagada! Siguió leyendo el expediente, casados, sueldo, el indispensable para no morirse de hambre en este país, profesión, no la tenían. Y ahora dónde van a conseguir trabajo, quién los va a querer contratar si no tienen profesión. Si a los que tenemos profesión nos resulta imposible conseguir trabajo, peor a quienes no la tienen, el remordimiento lo ató a su escritorio, los cinco minutos de espera se transformaron en horas, en días, sentado frente a la pantalla del computador que decía en una de las páginas. “Si quieres agrandar tu pene para brindar más satisfacción a tu pareja ¡llama YA! al número en pantalla”.

 

(III)

La bandeja de comida cayó suavemente en la compuerta de la habitación de don Soto. Siguen allí, me vigilan y el huevón de Flores no aparece para decirme las novedades del día y desenmascarar a estos bribones. No diré nada, ni gracias, ni una palabra. Que piensen que estoy dormido.

 

(I)

Ignacio tomó un taxi para ir a casa.

—¿A dónde, señor?

—A los Altos del Valle, por favor.

La carrera del taxi no le saldría del todo barata, pero con el bono que ganó por ser padre primerizo podría sustentar los gastos, un amigo que hacía las veces de prestamista le hizo el favor de cambiarle el cheque para que no llegue con las manos vacías. La bolsa con la coca aún seguía en su maleta, no se atrevió a botarla ni a dejar atrás sus recuerdos inconclusos. Una lágrima brotó de sus ojos recordándole el aliento de su padre inundando su piel. Su madre nunca supo lo sucedido, la muy ingenua cree que el distanciamiento entre Ignacio y su padre se debe a una pelea sin importancia.

Los recuerdos lo han llevado hasta Celeste. Si es niña se llamará Laura, decía Celeste, cuando le contó a Ignacio que se encontraba embarazada. ¿Y si es niño? —preguntó Ignacio. Entonces se llamará como tú. Ignacio quiso explotar en llanto, pero los ojos del conductor clavados en el espejo retrovisor dieron marcha atrás a sus lágrimas. Cuando conoció a Celeste no fue amor a primera vista, tuvo que luchar muy duro para conquistarla. Al principio ella tenía miedo, Ignacio tenía una fama muy bien ganada en la Universidad, era el típico patán, siempre metido en líos, de esos tipos que a la mayoría de mujeres les encanta. Celeste lo rescató, pintó de celeste su vida, Ignacio cambiaría para bien junto a ella, se regeneró, dejó de beber, dejó las drogas, se puso en paz con su pasado, aunque sin perdonarlo del todo. Una sinfonía dulce tocó su puerta, teniendo como principal solista a Celeste.

Al poco rato de conocerse se comprometieron en matrimonio y se casaron. Las noches furtivas de amor desembocaron en un precioso regalo. Ignacio quería que la niña se parezca a su madre, con el cabello rubio, con los ojos buenos y sanos, con bondad, no iba a permitir que nadie les hiciera daño, su historia no se repetiría jamás. Se irían a vivir lejos para no estar junto a la familia de Ignacio. Tenía todo bajo control, pero con la noticia de la muerte de su esposa, el castillo que iba a proteger a sus princesas se desmoronó como un castillo de naipes de cristal.

—Llegamos, señor, estamos en los Altos del Valle, quiere que pase hasta su casa o lo dejo en la entrada.

—Aquí está bien, me vendrá bien estirar las piernas —dijo Ignacio despidiéndose del gentil conductor. El sol aún no aparecía en toda su magnitud, estaba cubierto por unas pocas nubes juguetonas. Ignacio se colocó la maleta al hombro y comenzó a transitar el último recorrido hacia Laura. Se sentía descontrolado, nervioso, impreciso en sus ideas, ya no podía pensar con claridad. Aprovechando la aparente oscuridad que aún flotaba por los rincones, tomó la bolsa de polvo e inhaló una línea más de coca. Sus palpitaciones volvieron a estabilizarse. Al estar frente al portón de su casa, la decisión que había tomado en el viaje ya no le parecía la adecuada, inhaló otra línea; pensaba, si Celeste estuviera en mi lugar haría lo mismo, no permitiría que nada malo le sucediera a Laura.

Puedo hacerlo, pensaba Ignacio mientras cruzaba el amplio jardín.

 

(II)

Santiago guardó las carpetas con las hojas de vida de los trabajadores despedidos antes de que alguien se diera cuenta que había tomado información confidencial. Pese a ser el encargado de supervisar al personal del edificio, esa información estaba restringida para él. Todavía hay tiempo, revisemos la hoja de vida de Francisca. Buscó en la letra O, de Otero, Francisca Otero, soltera, veintitrés años, instrucción secundaria, etcétera, etcétera. Santiago aprovechó para anotar la dirección de su domicilio y sus números de teléfono, pensó que si esta hoja de vida le hiciera justicia, debería decir: medidas: 93, 60, 95, ojos color miel, piel color canela y un cul... Pero así como en la vida, la verdad muchas veces dicha no siempre es verdad y las palabras lo disimulan todo, lo pintan todo color rosa o todo color de hormiga, depende del humor del escritor de la historia.

Los cinco minutos se terminaron, ¡no esperó un segundo más!, y, con respecto a Francisca, todavía había tiempo para conquistarla. Santiago salió de su oficina, cerró la puerta percatándose de que estuviese bien asegurada, caminó rumbo al ascensor, pero éste, para variar, se encontraba averiado. Eran veinte pisos hasta la planta baja. Si descubro quién dañó los ascensores haré que lo despidan. Abrió la puerta para dirigirse a las escaleras, al estar allí escuchó dos voces en la parte superior de la azotea, alguien estaba gimiendo. Sigilosamente dirigió sus pasos al origen de aquellos ruidos y ¡oh sorpresa!, Francisca divirtiéndose con su jefe, el doctor Flores. Él la tenía contra la pared y ella parecía disfrutar el momento. Ignacio no supo si irrumpir en la escena e insultarla o tirarse por el barandal de las escaleras, así llegaría más rápido hasta el lobby del edificio. Sigilosamente, se quitó los zapatos, al bajar por las escaleras, sintió deseos de explotar. Los jefes siempre ganan, pensó. Adiós planes con Francisca. La muy puta, me leyó la mente con respecto a lo de utilizar mejor su cuerpo. ¡Debe ser eso! Ya en el lobby se calzó, se despidió del guardia y fue en dirección de su auto. Aún el sol no se había ocultado, era tarde pero había algo de luz en su sendero, no estaba perdido. No del todo.

 

(III)

Todo está en silencio, se habrán ido o seguirán esperando que me quede dormido para acabar conmigo, no lo lograrán. Ese maldito de Flores tiene los días contados en el banco, es un inepto, si mi hijo estuviera a mi lado nada de esto habría pasado. Pero no presté atención a las advertencias que él me hizo. No debí manejar esa noche, soy el único responsable por haberlo matado y por quedar postrado en esta silla de ruedas a merced de aquellos bribones. Don Soto ha abandonado la pose eterna frente al ventanal, los pájaros han dejado de trinar, las hojas caen anunciando el otoño con el crujir de su llegada al piso. Espera impaciente que la puerta se abra para acabar con la incertidumbre que le produce el no controlar las acciones de su propia vida, es el precio a pagar por haberse comportado como un déspota. El rifle está cargado, hay suficientes balas para todos. Su mente ya no lo proyecta a los campos llenos de flores frescas que recorría en su niñez cuando aún no conocía el sabor del dinero y los sinsabores de la ambición. El silencio lo perturba, presiente que sus días están contados. La mucama y el muchacho del servicio a domicilio son ajenos a lo que está ocurriendo al interior de la habitación de don Soto, hasta que escuchan un ruido seco, y un lamento.

Parece que el viejo se ha caído de la silla de ruedas, comenta la mucama, solicitando la ayuda del muchacho. Don Soto, en el interior de la habitación, se lamenta por lo sucedido pero lamenta más la suerte del desgraciado que se atreviese a entrar en su habitación. De pronto, el manillar de la puerta gira, don Soto toma su rifle y se dispone a fusilar al primero que irrumpiera en la habitación. La mucama desconoce las intenciones del viejo y es la primera en entrar. Una ráfaga se dispara de improvisto, ella cae rendida en el suelo, la ha matado de un solo disparo. Don Soto se siente feliz por haber recuperado el control. El muchacho del restaurante observa atónito y desconcertado lo ocurrido, sin moverse del lugar para no ser visto por el viejo francotirador.

 

(I)

Eran como las seis de la mañana cuando Ignacio llegó a su casa, depositó su maleta en el césped, crecido y ligeramente mojado. Sin hacer ruido abrió la puerta principal, sus padres aún dormían profundamente, dirigió sus pasos hacia la habitación en donde ellos reposaban plácidamente, los observó por un momento sin hacer el mínimo ruido, luego caminó hasta la cocina, abrió uno de los cajones y tomó un cuchillo corto, se le vinieron a la memoria las manos ágiles del maestro zapatero sujetando un cuchillo de similares características y el rostro frío y lúgubre de su padre aquella lejana tarde. Caminó en dirección a la habitación que con tanto esmero preparó para Laura, la había pintado y decorado con figuras de animales sonreídos, con muñecos de felpa con los que luego, seguramente, ella jugaría. Las paredes las pintó de celeste, su color preferido. La niña aún dormía, parecía disfrutar de un sueño placentero y acogedor. Ignacio tomó una silla y contempló a la niña por un momento, se parece a Celeste. Se levantó muy pausadamente, las gotas de sudor caían por su frente estilando su camiseta blanca. Sus ojos sanguinolentos, producto de la cocaína, se reflejaron en la hoja del cuchillo, por un momento desconoció aquel rostro, le pareció haber visto el rostro de su padre el día donde su inocencia murió. Desconcertado, elevó el cuchillo por encima de su cabeza y se preparó a dar fin al tormento que lo acongojaba desde que conoció la noticia de la pérdida de Celeste. No hay futuro para los dos, tarde o temprano esto iba a suceder, pensaba justificando sus acciones y la decisión irrevocable que había tomado. Laura se mostraba imperturbable hasta que una gota de sudor del rostro de Ignacio cayó besando su pequeña frente, despertándola. Pero antes que Laura arrancase en llanto, Ignacio aceleró su mano en dirección a la pequeña niña, atinando un golpe efectivo y mortal.

Puedo hacerlo, pensaba Ignacio mientras guardaba el cuchillo en el fondo de su maleta.

Tengo la seguridad de que este día será un misterio, incluso para mí.

 

(II)

La decepción del pequeño Santiago fue interrumpida por las sirenas de los carros de policía, se dirigían rumbo a la casa del viejo Soto. Seguro murió el viejo, pensó Santiago, es lo mejor para todos, excepto para mí que me veré obligado a soportar al pedante de Flores como máximo directivo del banco. Vaya suerte he tenido este día. Santiago nunca fue adepto a las aglomeraciones, lo único que esperan es el chisme. No tuvo ganas de saber lo sucedido en la casa del viejo, aprovechó el camino libre de tráfico vehicular y puso en marcha su auto. Manejó rumbo a casa de sus padres, algún día no muy lejano será suya, por ser hijo único. Aún aturdido por lo acontecido, pensó deshacerse de aquellos sentimientos torpes que sentía por Francisca llamando a algún amigo para tomar unos tragos. Tomó su celular y comenzó a buscar amigos a los cuales podría llamar para ahogar sus penas, no encontró a ninguno, pensó, a mí tampoco, nunca, nadie me llama. Encendió su auto y tomó la vía que siempre solía tomar tanto para ir al banco como para retornar del mismo, encendió la radio y escuchó una noticia perturbadora: un loco había matado a su hija recién nacida por la mañana, se trataba de Ignacio Prado, reconoció el nombre al instante, pues él mismo había hecho que lo despidieran esa misma tarde. La noticia lo impactó. Decidió apagar la radio, no estaba de humor para escuchar a algún locutor hablar sobre lo feliz y justa que es la vida. Manejaba por el carril del centro, no le gusta la velocidad, prefirió ir tranquilo. A medida que avanzaba por la carretera, las nubes que cubrían al sol se disiparon mostrando la grandiosidad de un final de tarde multicolor, para qué música, con esta sinfonía dulce es suficiente. Al llegar a casa tomaré mis cosas, saldré de allí y comenzaré a mandar en mi vida, pensó Santiago mientras los rayos de sol perforaban el parabrisas y le cacheteaban la cara despertándolo de su letargo.