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Los ladrones de la Luna

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Ese día había sido muy agitado: Luna y Felipe jugaban a las escondidillas en la cocina; de pronto, el gato trató de esconderse, saltó sobre la mesa, sus uñas se atoraron en el mantel y una botella de aceite cayó sobre él, seguida de varias ollas y trastos. Luna maulló por el susto y Lola y Octavio llegaron aprisa cuando escucharon el ruido. Encontraron a Luna debajo de una olla todo embadurnado de aceite. Felipe corrió a ver qué le había pasado a su amigo y cuando vio su pelo graso lo reprendió fuertemente... ahora tenía que bañarlo. Lola calentó un poco de agua y la colocó en una charola en el baño, donde Felipe pasó más de una hora quitándole la grasa al pequeño gato. Cuando hubo terminado, peinó delicadamente el pelo de Luna.

Por la noche, los dos subieron a su casa, después de cenar un par de galletas con leche tibia y un poco de fruta... porque, si no lo sabían, Felipe había enseñado a Luna a comer fruta y algo más. Y la que más le gustaba era la papaya y los cacahuates, los cuales pelaba muy bien con sus pequeños dientes.

Cuando los dos llegaron a su habitación, Felipe se vistió con su coqueta pijama de círculos azules y se dispuso a ir a la cama. Acomodó su almohada y cuando colocó su cabeza sobre ella lanzó un grito: “¡Aaaaay!”. Luna llegó hasta la cama de Felipe y éste le señaló con el dedo índice el techo. Luna abrió muy grandes los ojos y se quedó sorprendido. Felipe se acercó a él y le dijo: “Sí, amigo... alguien se ha robado la Luna”.

Todas las noches Felipe veía, por el agujero que tenía el techo, a una Luna blanca y enorme que lo invitaba a dormir. Pero esa noche no pudo observar nada... el cielo era totalmente negro.

Apresurados, Luna y Felipe se encaminaron a la habitación de Octavio. Lo encontraron leyendo y le explicaron lo que había pasado.

—Es imposible que alguien se robe la Luna, seguramente, esta noche está en otra posición y por eso no la puedes ver, Felipe —aclaró Octavio tratando de calmar al pequeño hombrecito.

—¡Por supuesto que no! —dijo enojado Felipe—. Te digo que la Luna no está y tampoco hay estrellas. Deberías salir al patio a inspeccionar, no es posible que alguien se robe así como así la Luna y nadie haga nada.

—Felipe, ya es tarde, hace frío y mañana debo salir muy temprano a trabajar. Qué te parece si a mi regreso averiguo qué pasó con la Luna —agregó Octavio y, al hacerlo, dejó su libro sobre el buró, se envolvió en las cobijas y comenzó a roncar.

Cuando Felipe conoció a Octavio le sorprendió que éste durmiera tan rápido, pues más tardaba en poner la cabeza sobre la almohada que en quedarse dormido: “No puedo creer que alguien se duerma tan rápido”, decía siempre Felipe. Luna y él salieron molestos de la habitación y subieron a su casa, pero antes de llegar a ésta vieron correr frente a ellos un par de ratones que llevaban algo entre los dientes.

—Ellos son los ladrones. Debemos atraparlos —gritó Felipe.

Los dos comenzaron a correr tras los ratones, quienes se metieron en un pequeño hoyo en el cual ni Felipe ni Luna podían entrar. Felipe corrió a su casa y trajo un largo trozo de madera que Octavio le había regalado para que se hiciera un par de sillas. Le hizo señas a Luna para que se colocara cerca de la entrada del hoyo e introdujo en ella la madera. Un fuerte chillido se dejó escuchar e inmediatamente los dos ratones salieron de su guarida. Luna logró atrapar a uno por la cola y Felipe se lanzó sobre el otro. Los aprisionaron fuerte con sus manos y patas, y se dispusieron a no soltarlos.

—Nosotros no les hemos hecho nada... ¿Por qué no nos dejan en paz? —gritó uno de los ratones.

—Los dejaremos cuando regresen a la Luna a su lugar... ¡Ladrones! —dijo Felipe.

Entonces los dos ratones comenzaron a reírse fuertemente. Luna y Felipe los soltaron y observaron cómo se retorcían en el piso de tanto reír. “¡Ja, ja, ja, jamás habíamos escuchado algo tan tonto!”, señaló uno de los ratones. “¿Cómo alguien podría robarse la Luna?”, preguntó el otro. Felipe les hizo saber que la Luna no estaba en su lugar, ni las estrellas, y el cielo era tan negro que no se veía nada. Entonces, los cuatro se encaminaron a la casa de Felipe.

—Verán cómo la Luna no está y ustedes debieron robarla. He escuchado a Lola y a Octavio decir que los ratones se roban todo cuanto encuentran a su paso —les hizo saber Felipe.

—Quizá nos llevamos algunas cosas que a los humanos ya no les sirven, pero jamás robaríamos la Luna... ¿Cómo podríamos hacerlo si somos tan pequeños? —dijo uno de los ratones.

Al entrar a casa de Felipe, éste les señaló el lugar donde antes se veía la Luna. Los dos ratones se observaron y uno de ellos comenzó a trepar por la pared hasta llegar al techo. Después de un momento empezó a morder y morder, y poco a poco una luz tenue se coló por el agujero. Entonces Felipe pudo ver la Luna, redonda y brillante en el cielo, acompañada de algunas relucientes estrellas. El ratón bajó del techo.

—Creo que el viento arrastró basura y ésta tapó el agujero del techo. Ahora puedes ver cómo nosotros no nos robamos a la Luna —dijo muy serio el ratón.

Felipe agradeció a los ratones, quienes apresurados se marcharon para seguir hurgando en los rincones, por si los humanos habían dejado algo olvidado. Felipe y Luna se fueron a la cama y durmieron tranquilos al observar a la Luna sonriente y las estrellas bailando cerca de ella.