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Rafael CadenasRafael Cadenas
Del exilio interior al silencio del exilio

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Espacio sin paisaje

Quitarse el ropaje para mostrar la hondura de la desolación, esa mirada perdida que intenta retomar la voz anclada en un puerto de ecos y sensaciones aún no descifrados, ha sido el espíritu del poeta venezolano Rafael Cadenas.

Desde su primera estación, Cantos iniciales, pasaron por el yo más acendrado de la poesía venezolana Los cuadernos del destierro, hasta arribar a Gestiones, merecedor del premio internacional de poesía Pérez Bonalde en 1992, Cadenas ha construido una poética que tiene su motivo más arraigado en la actitud del hombre de hoy, el de esta modernidad y posmodernidad egotista y a la vez descentrada.

Al salirse de su yo, al entregarlo desnudo, Cadenas encontró el vacío. Logró penetrar con la palabra en el otro yo, el del lector, pero sobre todo en el de sus fabulaciones. Cadenas anuló el paisaje, creó con abigarrado despojamiento verbal, con esa forma de adjetivar, sin alusiones precisas, cierta atomización en el hombre que se mira al espejo y se reafirma: “Yo no traía ningún mensaje”, “Yo era el guardián de mi propia desgracia”, “Yo soy uno”, como si con estas declaraciones estuviera despojándose de su propio eco, la voz del yo, el yo mismo. Al ser otro se entregaba, abandonaba el cuerpo/alma para borrar espacios y entrar con el silencio de la reflexión:

He entrado a región delgada... Yo apenas sospechaba que había tierra, luz, agua, aire, que vivía y que estaba obligado a llevar mi cuerpo de un lado a otro, alimentándolo, limpiándolo, cuidándolo para que luciera más o menos presentable en el animado concierto de la honorabilidad ciudadana.

 

El dónde como pensamiento

La idea es lugar. Fabular o reconstruir la realidad interior con el espacio y el tiempo del otro, del que se consagra a la pérdida del reflejo. El hombre es el problema. El yo negativo rilkeano, el adentro y sus sonoridades, la voluntad del ausente. El conocimiento, el desamparo, la resonación de la Selva Negra de Heidegger, perdido de Dios, apresado, entre las muelas del poder. Llegar a ser el sin yo. El ser como lengua, la negación de una alteridad dudosa. En fin, una religiosidad que más tarde se hace visible en la contemplación de ideas que recorren las páginas más importantes de este poeta contemporáneo.

Suprimir el yo para hacerlo sensación, pensamiento, idea. En ese sustrato, Cadenas crea un lugar en el que se recupera el ser a partir del silencio, de una experiencia mística.

 

La voz del que se habla

Para Eliot hay una voz poética que tiene destino en el propio poeta. O en nadie. El yo de Cadenas, a pesar de emerger para empapar el silencio y a la vez negarse, se convierte en nadie al anular con reiterativa intención el único lugar donde pudo (verbo hipotético al fin) deshacerse de los fantasmas que él mismo creó. El síndrome del éxodo, el exilio hacia respiraciones fragmentarias, hacen de este poeta una parábola, como lo señala Ludovico Silva en el ensayo Rafael Cadenas, parábola del desterrado. El exiliado adquiere nueva documentación, pero si es un poeta, entonces la identidad se convierte en pesadumbre, cuestión que le sucede a todos los seres humanos, pero en quien vive y se enfrenta a la palabra una sombra clandestina lo abruma, toda vez que es permanente observador de las imágenes que rechaza o asimila. El yo, documentación o pasaporte de la mismidad, reconcentra sus energías hasta ser la primera voz que señala Eliot. Una voz en el destierro. Cadenas místicamente se ha encerrado. Su palabra, con el pasar de los libros, se despoja cada día más hasta solazarse en el yo desolado, existencialmente destinado a crear una religión, una patria donde la sobrevivencia pueda ser su afirmación, tiempo y espacio. Desde aquel viaje a una Isla, hasta el despojo de los textos finales, Cadenas se ha perseguido a él mismo, anulando, orientando todos sus avatares hacia una inmanencia reflexiva que se posesiona, iniciáticamente, de la memoria oriental, taoísta: las dimensiones donde el yo no cabe: tierra, cielo, divinidades y el mismo hombre. Este último como la gran pregunta.

 

La casa del lenguaje

Ese silencio es la casa. Allí habitan todos los designios, los deshabitados. El silencio es la única voz que puede habitarse. Casa, albergue, habitación de sombras. Casa donde el balbuceo es la señal para iniciar el ritual poético. Un texto silencioso es un acto de entonación que suscita una terrible tensión interior. Morada de todas las revelaciones, el silencio sucumbe con la primera pronunciación. De un lenguaje a otro. Imbricados, funda la voz que habrá de traducirse en poesía. Recogemos de nuevo a Heidegger.

Lengua y silencio se funden para establecer una presencia absoluta, los significados: Víctor Bravo en su ensayo El hombre y el lenguaje, recogido en el libro Ensayos desde la pasión, señala: “El lenguaje como revelación: estar persuadidos que es llave maestra para abrir los aposentos; avanzar con él como una lámpara disipadora de oscuridades y terrores”. Así, la casa, el aposento, la pensión de las palabras o del lenguaje, es el estadio donde la revelación irrumpe como asombro. Un acto beatífico, místico, elevado. Más adelante el mismo Bravo reseña: “Danza de signos palpitantes y galerías de espejos. ¿No es el espejo, abominable según testimonio borgiano, que asecha en cada habitación o recodo, un enviado secreto de los señoríos del lenguaje?”.

En Cadenas, y como él mismo dice: “Si el poeta carece entonces de yo y si yo, por mi parte, soy un poeta, ¿qué tiene de asombroso que diga que no he de escribir más? ¿Y si en ese preciso instante yo hubiera estado meditando en los caracteres de Saturno y de Ops?”, en el libro Realidad y literatura, que la Universidad Simón Bolívar le editó al poeta barquisimetano.

 

Dichos en un amante sin gestiones

El amor es un invento. El cuerpo femenino se mueve para favorecer el invento que nace en el siglo XI o XII, con Platón como cabeza visible en la purificación de los dioses, y en los valores cristianos con la muerte del hijo del Dios occidental que declara que Él es amor. El amor nace con la palabra, con la música, con la poesía y con la muerte. Amante y palabra son un desencuentro que se traduce en dichos: “La otra orilla pertenece a los que aman, y ellos la convierten en esta orilla”. Acercar el misterio, arrastrar alientos a un solo volumen oral. Así, encontrada la orilla, el hombre que piensa, habiendo asumido la poesía como mística y pérdida, dice: “Las sensaciones nos atraen el cuerpo”. ¿A cuál cuerpo, al de la voz única, al que habla a él mismo, como decíamos inicialmente, o al cuerpo otro, a ese otro yo que estaba del otro lado de la orilla? ¿Cuál de esos cuerpos vuelve a resurgir luego de las palabras? ¿Dónde queda el poeta cuando el cuerpo ajeno se convierte en él mismo? ¿Desaparece el yo único para hacerse otredad corporal, semiótico/semántico/orgásmico, o resuelve colmar el silencio con la contemplación de quien tiene en Dios el amor y la muerte?

El hombre de Cadenas, el fondo de su poética, signada también por Woodhouse, Keats, San Juan de la Cruz, Eliot, Lawrence, navega hacia Gestiones, un libro que regresa, que atenúa a Amante para, como Memorial, marcar su soledumbre, el abandono: “Los que hacen las reglas / no quieren que hablemos / sino / las palabras / desean hacernos desaparecer / de la página; / pero nos persignamos. / Somos viejos actores”.

Cadenas toma el silencio y sigue su camino. Pero no se resigna. No se deja vencer.