Artículos y reportajes
Ilustración: Todd DavidsonPalabras, palabras, palabras

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A los trece años si querías que los mayores te escucharan tenías que recitar de memoria los nombres de los jugadores del Betis o ser capaz de bromear sobre una mala jugada del equipo contrario, preferiblemente el Sevilla. Así eran las cosas en mi despreocupado barrio junto al Benito Villamarín. Así eran excepto en mi casa, en la que se hablaba de política y literatura. Yo tenía un hermano cinco años mayor y un padre que se pasaba el día leyendo y escribiendo. Mi padre se plantaba frente a los telediarios de la TV franquista alternando la risa con la ira, pero, eso sí, sin perderse ninguno. ¿Para qué los ves, si tanto te irritan?, le decía mi madre. Para leer entre líneas, contestaba mi padre.

Las conversaciones literarias de sobremesa con mi hermano versaban sobre Valle-Inclán, Faulkner o Zola; sobre el Jarama o el Castillo y las discusiones políticas sobre Azaña, Marx o Bakunin. En ese ambiente, tan ajeno a las sanas costumbres deportivas de mi barrio, sabía que de nada me valdrían los conocimientos futbolísticos. Si quería “tocar bola” tendría que leer.

Me leí de un solo trago El castillo de Kafka. Contra todo pronóstico no se me indigestó, pero tampoco sabía explicar qué tenía de extraordinario. No podía imaginar que Kafka había escrito una tragedia moderna existencialista en la que el protagonista había sido desposeído de su carácter heroico y el fatum estaba representado por el Estado. Entonces me pareció un relato deliberadamente gris que difícilmente podía considerarse como una aventura. Parecía un acta notarial de las dificultades que se le acumulaban al señor K sin que éste pudiera hacer nada por evitarlo, lo cual resultaba agobiante. Nada que ver con el deslumbramiento que me produjo un año después la selva chilena de Neruda en Confieso que he vivido. Él sí que había vivido intensamente. Volviendo a El castillo, lo que sentí fue una mezcla de admiración literaria —era extrañamente fácil de leer por lo bien escrito que estaba— y de pena. No me daba pena el protagonista sino el autor. Así lo hice saber cuando me dejaron hablar en las tertulias de mi familia y posteriormente en las clases de literatura. Naturalmente intentaron persuadirme de que una cosa era el autor y otra la obra de ficción. Vale. Hoy sigo sintiendo lo mismo: admiración y tristeza.

Desde muy pronto comprendí que las palabras no eran sólo palabras; que no a todas se las lleva el viento, porque algunas son sólidas como rocas y otras más rápidas que un huracán; que hablar no es sólo referirse a lo que pasa, es también lo que pasa y lo que hace que pasen determinadas cosas. Una sencilla sugerencia de mi hermano o de mi padre, por ejemplo, podían desencadenar una nueva actitud por mi parte. Me atrevía a experimentar nuevos puntos de vista y a ensayar nuevos comportamientos sólo por la confianza que tenía en ellos, en sus palabras y en las lecturas que me recomendaban. Recuerdo que mi padre me prescribió Azorín para corregir mi tendencia barroca a la subordinación y me habló de Zola cuando vio despuntar en mí el germen de la rebeldía social. Era difícil acertar con ellos, porque no había una respuesta acertada. Lo que más valoraban era una opinión propia y una buena defensa, aunque se tratase de un disparate. Años más tarde en un pulso dialéctico con mi padre, siendo yo aún adolescente, entre bromas y veras me calificó de sofista. Tú creaste al monstruo, pensé, y me sentí tan orgulloso como si me hubiese felicitado mi maestro de esgrima.

Hablo de ellos, de mi hermano y mi padre, porque pertenecían completamente al dominio de la palabra, escrita y hablada. Amaban la lengua o estaban subyugados por ella, no sé cómo sería más exacto expresarlo. Claro que ese prurito de exactitud pone en evidencia cómo el pequeño de los tres también ha sucumbido al maleficio de las letras. Para mi madre, en cambio, las palabras tenían un sentido instrumental. Estaban al servicio del amor y también del humor; si no, no servían.

Conforme fui creciendo conocí otros ejemplos de palabras-acción: las órdenes de mi sargento en la mili, los poemas de amor que inducen a un sutil movimiento de atracción e incluso las recetas. Cuando se lee una receta de cocina sólo hay que seguir los pasos. Los textos prescriptivos son así, no se discuten, no se analizan, se acatan o se dejan. La valoración viene después sobre los resultados; un potaje de garbanzos o el remedio de una otitis, si se trata de una receta médica. Olvidar las infinitas cualidades de las palabras conduce a múltiples problemas de comunicación entre los seres humanos. Hay palabras como puños, palabras como navajas y también como besos y caricias. Lo sé muy bien, porque mi profesión de psicólogo me obliga a trabajar diariamente con las consecuencias de esas palabras.

Claro que para aceptar una sugerencia, obedecer una orden o recibir un regalo de amor hay que confiar. Esa es también la base del lenguaje, ya que sin confianza sería inimaginable el enorme consenso que implica cualquier sistema de comunicación, no instintivo, creado por el hombre. Entre la palabra amor y el amor no hay más vínculo que el que hemos inventado los hombres, igual que entre tú y yo.

Pero leer no es exactamente comunicarse, ¿o sí? Leer, como todas las cosas importantes de la vida, encierra su propia paradoja. Es un acto que se desarrolla en soledad pero que siempre se refiere a los otros. Es una experiencia de alteridad, aunque sea con uno mismo. Leer puede ofrecer compañía, entretenimiento, consuelo, diálogo con los vivos y con los muertos, con ángeles y demonios, con el niño que se era o el que se sigue siendo y hasta con la mismísima muerte. Siempre en soledad y siempre en compañía o en referencia a otros. Pura magia.

El positivismo sociológico y psicológico se empeña en considerar al ser humano como una caja negra de la que sólo se pueden estudiar los input y los output, los estímulos y respuestas observables. Pero la literatura se ocupa primordialmente de lo que ocurre dentro de la caja. Ilumina con metáforas deslumbrantes su supuesta oscuridad, llena de aventuras, de acciones y emociones la presunta quietud de ese ámbito para el que nos hemos quedado sin nombre en esta época sin alma.

Aunque haya personas oscuras no somos cajas negras, aunque cada uno viva en su propio laberinto no somos ratas de laboratorio y aunque padezcamos un empacho de razón no somos computadoras ambulantes. Somos actores y dramaturgos de nuestras vidas. Inventores de una trama y unos personajes que tienen que jugar su destino en un escenario hecho con otras tramas y otros personajes. Pero si queremos saber quiénes somos, cuál es nuestra verdadera identidad, tenemos que prestar atención a la voz del narrador, esa voz que despierta con la conciencia de las palabras, que ni en sueños se interrumpe aunque utilice otros registros, y que sólo calla con la muerte. Estamos hechos de materia narrativa, por eso nos gusta tanto leer.