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“El mal hábito”, de Avelino Gómez GuzmánDespedazarse en la lectura

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Gómez Guzmán, Avelino (2003). El mal hábito. Editorial Praxis. México, DF. 60 pp.

No he podido reconocer la razón exacta, quizá el hecho de saber que quizá no pueda darle sepultura a mi padre. Él dejó de estar con nosotros en 1999, una vez que yo me había separado ya de mi primera esposa.

Estuvo cerca de mí hasta que me hice hombre; así es, puede decirse que lo tuve en la niñez y la adolescencia. Recuerdo que cuando aún estaba en la secundaria, un día, me convencieron los amigos de que les permitiera ir a la casa. No recuerdo con qué motivo, quizá sólo a jugar futbol en la calle.

Esa tarde cuando llegué con mis compañeros, había muebles, ropa, zapatos y trastos usados puestos a la venta en la terraza. Mi padre se deshacía de todo lo que podía, o mi madre le permitiera. Llegó el fin de semana y mi padre se fue a Cancún a vivir; comencé a verlo sólo en vacaciones y en las fiestas de navidad.

Hoy de vez en cuando llama a la casa. Me entero por ahí que pregunta por mí. Ha llegado con algún regalo para mi hijo. Pero casi no nos buscamos. Por eso a ratos me detengo a pensar que quizá no tenga oportunidad de enterarme que ha muerto, hasta ya pasado algún tiempo. Que no estaré ahí, en su lecho, para tomarle la mano y cerrarle los ojos. No estaré presente el día que lo entierren.

Me admito poco melodramático, pero quizá lo anterior fue la razón por la que desde el primer poema del libro El mal hábito, de Avelino Gómez Guzmán, me quebré por dentro y se me salieron las lágrimas. Intenté calmarme, y quise intentarlo de nuevo, esta vez realicé una lectura en voz alta y no pude concluir el poema y ya la voz se me quebraba.

Dejé pasar los días, regresé al libro y pude terminarlo, pero con esa sensación en el pecho, ese calor en las orejas, que ocurre cuando la emoción te va recorriendo, se para en tu hombro y entra por tus orejas, te llega a las venas, te sonroja, brinca en el abdomen. Por más que quise “aguantarme como los machos”, el texto al final volvió a disolverme.

El poemario está dividido en tres partes pero todo él es un libro intenso. Quiero detenerme en un poema en especial que poco a poco ha ido encarnando en mí. En la primera parte, quizá la más lograda, nombrada también “El mal hábito”, se enfrenta uno de golpe con el poema “Corte de pelo”. Estoy seguro de que como yo, al inicio dirán: carajo, qué título tan poco poético, pero deben seguir adelante: Puede ser, Padre, que esa bicicleta verde no existió / sino que yo, todos los días, la soñaba. Y entonces uno se queda mirando con detenimiento, a dónde me llevan, se pregunta y continúa: Las tardes que subía a tu lado, / llevando mis ocho años en el esqueleto verde / de tu verde bicicleta. Y el camino / rumbo a la peluquería era la distancia / de dos meses y una melena de niño asoleado. La reminiscencia de un recuerdo vago que se agarra del “Puede ser” inicial del poema nos pone alerta. Sigamos: Los piojos mordiendo la raíz / del cabello y la mujer del estudio fotográfico, / ciega, que confundía mi tristeza con la enfermedad. Dios, “la mujer ciega que confunde mi tristeza con la enfermedad”, digan si esto no es enorme, “puede ser”. El poema hace una pausa con estos versos: Y tantas fotografías rechazadas por mi cabello largo. / Y tantos recorridos verdes en la verde bicicleta, / rumbo al peluquero. Se logra la ambientación. Y todo el poema es imagen que se ha ido construyendo: quizá lo he soñado, quizá es un recuerdo muy vago de una emoción guardada que ha permanecido oculta tantos años y el poeta la va trayendo a la luz: el niño y su padre callados en la bicicleta rumbo al peluquero; hay una tristeza, quizá una llamada de atención del padre hacia el niño de ocho años. Ahí van los dos, el niño en el “cuadro” de la bicicleta, el hombre manejando, callados; el niño triste con el pelo largo, quieto, escuchando al padre hablar con el peluquero. Ahora tengo tu estatura, Padre. / Y pienso que esa bicicleta no existió, sino que yo, / todos los días, la construía para que me llevaras / a cortar el pelo. Y a tomarme el retrato de niño / asoleado que secretamente guardo en tus ojos. Y todo se rompe, toda idea preconcebida del lector se ha roto, como se ha roto ese recuerdo. Miramos al hablante lírico, desde su ahora, su adultez: “tengo tu estatura”; se ha hecho hombre, ha querido dejar atrás la tristeza, y con esa actitud va el reclamo de abandono “Puede ser”... la bicicleta no existió, sino que siempre se construye, todos los días, para intentar el recuerdo de algún momento juntos, con esa esperanza de que el recuerdo mejore, y nada; de nuevo ese instante de sentirse pequeño entre las piernas del padre que va pedaleando, callados, con el respeto-miedo-temor de que el padre esté enojado con el niño.

Ese hombre del ahora que quiere decirle tantas cosas a su padre, que quiere decirle: “háblame, no subamos al peluquero callados”, ese que se pregunta “¿está enojado conmigo, papá?”. La terrible imagen del niño que mira al padre enorme, sin poder entender sus pensamientos, intentando agradarle, ahí va, con miles de pensamientos girando en la cabeza, rumbo al peluquero, y el padre callado, serio: “todos los días la construía para que me llevaras a cortar el pelo”, porque quiero entenderte, quiero que me hables, “ahora tengo tu estatura”, y al final siempre será su “niño asoleado que el padre guardará en sus ojos”. Porque no pueden cambiarse los recuerdos, y el niño que ha crecido tiene que aceptarlo.

Difícilmente uno podrá encontrar el mismo pensamiento, emoción, sentimiento que el autor quiso expresar al escribir el texto. En este caso, el comentario sobre este poema de Avelino Gómez Guzmán, es únicamente sobre la sensación que explotó en mis vísceras. Y lo comparto.