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El escape

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Mientras se rasuraba no podía evitar acordarse de El Bola. Rasurarse era un momento grato, en el que llegaban a su mente el recuerdo de su padre, que se tomaba ese acto como un rito, y el recuerdo de El Bola, su amigo de la infancia, que muchas veces buscaba un pretexto para meterse en su baño y rasurarse con él, o viceversa. Durante años mantuvieron ese hábito de compartir cuchillas, hasta que Marcelo se fue del barrio. Cuarenta años después, no podía evitar acordarse de aquellos momentos en que se contaban todo lo que había pasado en las pocas horas que no pasaban juntos.

No tenía control sobre sus recuerdos. Eran como actos reflejos, como emboscadas del azar que lo esperaban, antes en cada espejo, ahora en cada momento ciego que tenía para pensar. Nadie niega que El Bola fuera un cobarde, que no había tenido los huevos para montarse una vida como Dios manda, que viviera a estas alturas todavía con su madre, que fuera un borracho, y que Amanda tenía un poco de razón al odiarlo, por esa maldita costumbre que tenía, según ella, de llamar a su marido para irse a cazar brujas. Pero él era otro cobarde, por permitir que su único amigo de la infancia no pudiera ni llamar a su casa, por no haber tenido los huevos para decirle a Amanda, y a quien fuera necesario, que El Bola era El Bola, y que tendría siempre abiertas las puertas de su vida.

—¡Qué puta vida! —dijo.

Enjuagó la navaja y se detuvo a observar el remolino que hacía el agua al caer con los restos de su barba por el hoyito del lavamanos. Lo miraba hasta que desaparecía el último pelo, sólo para dilatar ese momento de calma.

Cuando sonó el teléfono supo que era Amanda, respondió con voz de plomo:

—¿Dime, ya llegaste?

—Sí, y tú, ¿terminando ya?

—Sí, ya casi salgo. ¿Cómo se quedó el Xavi?

—Imagínate, mal, llorando... ya sabes cómo se porta cuando lo llevo yo.

—Bueno, pero ya sabes que llora hasta que desapareces.

—Sí, sí, pero me quedo mal, no voy a poder evitar recogerlo más temprano. Bueno, cuídate, y en cuanto llegues, me llamas, ¿eh?

—Por supuesto, pierde cuidado.

—Un beso.

—Otro.

Marcelo miró el reloj: nueve y diez de la mañana. El vuelo salía a las doce y media, pero con el tráfico y todo el rollo de los chequeos, tenía que apurarse. Si no fuera porque lo iban a recoger los del cliente, se iría en zapatillas. Se terminó de arreglar la corbata, bajó las escaleras y entró a la cocina.

—¿Va usted a desayunar, señor?

—No, Ángela, tranquila, como algo en el aeropuerto.

—¿Se va en el auto, o le pido un taxi?

—No, no, me llevo el auto. Es mejor tenerlo ahí al regreso. Nos vemos a la vuelta.

—Buen viaje, señor.

—No olviden poner la alarma al acostarse.

—No, señor, yo me ocupo. Quédese tranquilo.

Puso su maletín en el asiento de atrás y colocó la bolsa del saco en el ganchito de la puerta.

Arrancó el auto y lo puso en marcha. Salió del garaje y, al mirar por el espejo retrovisor, vio su casa alejándose, y sintió que ya podía comenzar a ser él mismo.

Últimamente eran cada vez más frecuentes los momentos ciegos. En cuanto trataba de relajarse para leer o dormir, se concentraba en sus pensamientos, o en la lucha por salirse de ellos, hasta que, por fin, el cuerpo físico vencía al cuerpo intelectual y se quedaba dormido. Ahora mismo, manejando, ¿por qué tenía que pensar en Amanda? ¿por qué se sentía en una caja de zapatos, cuando al final tenía lo que soñó, mujer-casa-trabajo-hijos, como todo el mundo? Muchas veces lo había pensado: dejarlo todo y escapar. Y muchas veces lo descartó: no sería justo.

A veces tenía la sensación de que vivía colgado de ideas trasnochadas, sumido en una anestesia, como una radio que pierde la frecuencia y sólo se escucha un ruido de fondo, que no lo dejaba escuchar el sonido de su propia vida.

No sabía a ciencia cierta por cuántos días se iba. Cada vez que Amanda le preguntaba, le decía lo mismo: en esto nunca se sabe, todo se puede complicar, más si el cliente es complicado. A veces se quejaba de tanto viaje, pero eso, al menos, lo sacaba del letargo mujer-casa-trabajo-hijos.

Qué ganas de salir corriendo a veces.

Qué ganas de no verte nunca más. Qué ganas de cerrar las puertas y las ventanas, de apagar todas las luces y devolver los elogios, de regresar las palabras, los recuerdos, de pedirte disculpas por todo, de demostrarte que no existo, que no estoy, que ya no estoy, que ya no estoy.

A veces le daba pena descubrirse pensando. A veces le daba pena descubrirse, pero estaba harto de todo: se sentía viviendo un guión que no había escrito, como si no estuviera protagonizando su propio libreto, como si no estuviera protagonizando su propia vida. Qué ganas de irse con El Bola, con el mismísimo Bola, a los Alpes a esquiar. O no tan lejos, a jugar un partido de tenis a la cancha de Palermo, que para eso era socio. Se le ocurrió que quizá era El Bola quien tenía razón, quizá era el Bola el que sabía por dónde iban los tiros. Quizá era él el que sabía que la preocupación por ser feliz perturba demasiado.

En medio de sus cavilaciones sonó el teléfono.

—Dime, Claudia.

—¿Señor Marcelo?

—Hola, Claudia, ¿qué pasa?

—Nada, señor, sólo para asegurarme que ya estaba en camino, y saber si necesitaba algo.

—No, Claudia, gracias. Ya estoy entrando al aeropuerto. ¿Alguna novedad?

—No, seguimos esperando la orden de compra de los del frigorífico.

—Espera hasta el final de la tarde. Si no la envían, comunícate con ellos, y envíame por correo todo lo que recibas. Ya sabes: siempre respondo lo más urgente.

—Sí, por supuesto, no se preocupe, señor, que tenga buen viaje.

—Gracias, Claudia.

No necesito nada. No al menos en el plano en que ella lo pregunta, no como su jefe, no como el hombre con mujer-casa-trabajo-hijos. Si un día se borraran todas las cosas, me la llevaría conmigo a sabe Dios qué parajes, y le pediría que hiciera lo que quisiera con mi vida, siempre con la blusa puesta, con aquella blusa blanca que se pone a ratos. Sacaría del medio al niñato ése que sale con ella, ése que no sabe que un día el sol no saldrá por el este, sino que lo hará desde la turgencia de esos senos, donde quiera que se encuentren. No soy adicto a la infidelidad, me trae muchos problemas a la larga. Pero los matrimonios tienen un problema de espacio, de falta de espacios prohibidos, que los conduce a practicar el sexo como un ejercicio venéreo de mero trámite. No es viable hacer el amor todos los días en la misma cama. No puedes hacer nada sublime en un marco tan casto, inmaculado y puro como es el hogar. Más estimulante sería hacerlo en una iglesia, por ejemplo. El amor, el verdadero amor, tiene mucho que ver con la transgresión. Y Amanda, ¿no querrá ella algún día acostarse con otro hombre en una noche cualquiera, sin saber cómo se llama?

¡Que ni por casualidad llega uno aquí y encuentra un espacio vacío sin tener que dar vueltas! —pensó, mientras buscaba lugar en el long term parking del aeropuerto. Al final parqueó, y caminó hasta la fila de embarque de Aerolíneas Argentinas. No llevaba equipaje, pero no era amigo de sacar el boleto electrónicamente. Le gustaba llegar hasta el mostrador y decirle a la representante que le diera ventanilla.

—¿Su pasaporte, señor?

—Ah, sí.

Estira el pasaporte a la señorita, que por unos momentos chequea sus datos.

—¿A dónde viaja usted, señor?

—A Río.

—¿Cuál es su número de vuelo?

—No sé. El pasaje lo sacó mi secretaria.

—Señor, este vuelo no es hoy. Su vuelo está programado para mañana.

—¿Para mañana?

—Sí, señor, para mañana a esta misma hora.

Por un momento no entendía lo que pasaba...

—Verifique bien, señorita, mi secretaria me dijo que el ticket estaba confirmado.

—Sí, está confirmado, señor, pero para mañana.

—Pero... a ver, a ver, esto debe ser un error: yo tengo que irme en este vuelo. Haga lo que tenga que hacer, tengo una reunión muy importante mañana a primera hora.

—Lo siento, señor, pero, de hecho, el vuelo está sobrevendido, y en todo caso usted tendría que pagar un cargo por cambiar la fecha.

—Por eso no se preocupe. Mire a ver si me puedo ir hoy, por favor.

—No, señor, lo lamento. El vuelo está completo, imposible.

Marcelo camina unos pasos, se sienta por un momento en un banco de la terminal. Se da cuenta de que Claudia tuvo que haberse equivocado. No sintió ira: a cualquiera le pasa. Cualquiera tiene un mal día, y cualquiera termina en la terminal de un aeropuerto, con una esposa que lo supone de viaje, con un amigo que lo espera, con una secretaria que, si pone un poco de empeño, quizá también lo espera. Con todo un día por delante: con veinticuatro horas que podría pasar en cualquier parte, o, mejor, en ninguna parte.

Se levanta del banco y, mientras camina hacia el estacionamiento, se seca el sudor con el pañuelo —sí, el tipo es de esos que usan pañuelos todavía—, encuentra su auto, pone el maletín en el asiento de atrás, y coloca la bolsa del saco en el ganchito de la puerta. Se sienta, mira por el espejo retrovisor, y por unos segundos, piensa algo que ni yo misma escuché. Pone el auto en marcha y hace una llamada:

—Amanda, parece que hubo un error: el vuelo no es hoy, es mañana. Estoy regresando a casa.