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Guía del cementerio

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Íbamos mis amigos y yo al cementerio, a menudo, durante la siesta.

En casa ya sabían que, si estaba ausente, lo seguro era que andaba de curiosidad por el camposanto, y se quedaban lo más tranquilos.

Si pudiéramos profanar las tumbas, lo haríamos, pues se hallaba a gusto en nuestra naturaleza el hábito del saqueo.

El enojo de los gatos monteses, en vista de que crecimos apaleados, nos guardaba de la doctrina católica que se enseñaba cada domingo a los niños en la parroquia de la iglesia Virgen del Rosario. Éramos pues, diablos.

Pero los panteones, con sus gruesas claraboyas donde la telaraña formaba capullos, estaban a salvo de nuestros propósitos. Las puertas eran no sólo de metal pesado; estaban además cubiertas por rejados de hierro y cortinaje.

En el interior, los cajones oficiaban de tálamos, donde dormían lisos los muertos, a los que deseábamos ver.

¿Quiénes eran ellos? ¿A qué cosas y costumbres se dedicaban cuando la salud y la buena digestión los hacía conversar y reír animadamente? ¿Estaban, acaso, en paz?

—No han sido gentes muy amadas por sus parientes —comentaba yo.

—¿Por qué dices eso? —me preguntaba Felicita; siempre mostraba curiosidad, si no debilidad por mis afirmaciones, pues sospechaba que había en ellas mentiras dobladas que deseaba sacudir a la luz del sol.

—Pues está claro. ¿No te das cuenta? ¿No lo ves? —contestaba.

Entonces les recordaba a mis amigos que cuando había sepelios, los parientes se desmayaban, se arrancaban mechones de cabellos, amenazaban con dispararse un tiro a la sien, bajaban a la fosa, a la cavidad recién abierta por las hojas de hierro mientras juraban contra Dios.

En cuántas lápidas preciosas en un tiempo y luego convertidas en nidos de comadrejas, de serpientes y de saurios, los enlutados parientes habían hecho grabar inscripciones que inspiraban lágrimas de fuego: “¡Madre: No te olvidaremos nunca!” o “¡Amado esposo: Vivirás por siempre en el corazón de tu desconsolada esposa!”.

Les hacía pasear a mis amigos frente a esa literatura dramática escrita con letra gótica; yo era la guía de los sepulcros que hacía justicia a los olvidados.

“Pues bien. ¿Qué tenemos junto a estas tumbas sino costillas de gatos muertos, floreros vacíos, hediondez cadavérica y abandono..?”, reflexionaba.

No hablaba en balde, por cierto. Junto a la estatua, construida con piedra caliza, de una mujer abandonada como un sauce al llanto, subía rápidamente la hiedra, cual segunda cabellera de la obra artística.

Una caravana de hormigas entraba por el pequeño orificio de un tronco podrido y venía a salir por la parte trasera de un panteón sin cáscaras, donde crecían en abundancia los musgos blancos y los hongos.

¡Qué espectáculo grosero!

La rama de una higuera golpeaba, cuando el viento empezaba a soplar, la fotografía enmarcada ampulosamente en bronce, de una dama joven y bella.

—¿Qué le hace ya a esta difunta su fotografía en la pared del panteón, y el marco precioso, y el lujo y la suntuosidad de su morada, si nadie la visita siquiera en el día de todos los muertos? —seguía razonando.

—Y eso, ¿cómo lo sabes? —decía Felicita.

—Pues basta con observar el estado de la construcción. Este sitio, a sola vista muestra que hace años nadie pone un pie aquí. Las paredes dejan ver los ladrillos y la argamasa. Cuando mueres te quedas solo. Tus parientes se divierten de lo más lindo sin ti. Ya no les molestas con tu respiración asmática. Ya no les sobresaltas a la noche con la noticia de que la mierda viene en camino. Y si te descuidas no te recuerdan. Pero si se acuerdan de ti es para coincidir en que lo mejor que te pudo pasar es que hayas reventado —decía yo, satisfecha, y escupiendo, pues ésa era mi manera de poner un final eficaz a mi oratoria.

Mis amigos me miraban felices. Aquella maldad que ellos tenían en algún escondite del pensamiento y que no sabían expresarla, salía muy bien pintada de mi boca.

Por lo demás, el escenario del cementerio se prestaba para conversaciones a propósito de olvidos y de un mundo infame.

Luego, cansada de mis maldades, me quedaba callada. Era el tiempo de ellos. Y mientras les oía decir lo suyo, observaba cómo, lánguidamente, la siesta recorría los pasillos del cementerio. Y cómo los cuervos giraban alrededor de una mamona convertida en carroña, en la colina. Y cómo el viento movía el ramaje de los árboles del camposanto trayendo un ruido de alma que corre y se despeña...