Letras
Carta al doctor

Comparte este contenido con tus amigos

“Mis pies no pudieron entrar en los zapatos.
Como los de todas las personas,
mis pies están hechos de una materia blanda y sensible”.

Juan José Arreola

Muy... señor:

Me permito escribirle ante una necesidad imperiosa de expresar lo que, después de visitarle, he sentido. Debo decir que existe en mí —espero por mi bien sea común a todas las personas— una especie de recelo a ser examinado, quizá sea la incapacidad para afrontar las consecuencias de mi propio descuido —por decirlo de alguna forma— ya que, honestamente, en lo general, mis hábitos cumplen con las más exigentes normas y, en contraste, puedo solamente reprocharme mis costumbres de alimentación aunque estoy seguro de que esa es, dada la prisa con que se vive, una cuestión reprochable a todos.

Es más que difícil, traumático, pensar que alguna preciada parte de la propia estructura se ha debilitado o da visos de su pronta insuficiencia; cierto es que nuestro propio cuerpo nos indica en su muy peculiar forma que es necesario parar o reparar, afortunadamente a diferencia de la mecánica —de la cual gusto y he hecho mi modo de vida—, el cuerpo no cesa en su funcionamiento y, mientras tiene desempeño, avisa incómodamente que algo anda mal, sin embargo hay ocasiones en que ese llamado que nos hace nuestra naturaleza reviste formas un tanto crueles.

Mi deseo es que sirva la presente para que usted entere con qué tipo de sentimiento llegan a su consultorio la mayoría de sus pacientes y con cuál otro salen. Créalo, lo he indagado.

En el preciso momento en que sentí el dolor no dudé ni un solo instante en tomar el teléfono y llamar a dos o tres amigos, a quienes comenté dolorosamente mi dolorido padecimiento —son ellos a quienes no agradezco la recomendación— y quienes, por supuesto, ya no son mis amigos. Una vez que sugirieron mi pronta valoración médica en razón de las experiencias, aunque no propias sí de personas cercanas a ellos, surgió su nombre a la par de una inmensidad de elogiosas frases respecto a la forma en que usted ejerce su profesión: “...ve con el doctor Alejandro Sargento Gallinazo... me dijo fulano que es bueno...”, “sí, hombre, dicen que a José le resolvió el problema...”, “...no hay nadie en la ciudad, según dijo Manuel, que tenga la capacidad de ese doctor...”, “...es cierto lo que te dijo Pedro...” —dijeron. Con la misma inmediatez realicé la llamada a su consultorio y agendé mi cita, así de importante era mi malestar y así de grande la confianza en verle.

Su secretaria indicó que debía aplicarme un medicamento dos horas antes de presentarme en el consultorio, amablemente recordó la importancia de sus actividades, las de usted, y de la puntualidad. En el transcurso del día recibí una llamada de su consultorio indicándome que la cita había cambiado y que sería, ahora, a las seis de la tarde pues una reestructuración en sus actividades, hecha pensando en mí, le permitiría atenderme más temprano.

Resignado a la necesidad de mi atención médica tomé mi tiempo e hice todo para que mis quehaceres quedaran suspendidos y poder optar tranquilamente por mi revisión, con tiempo apliqué el medicamento previamente prescrito y seguí cuidadosamente las indicaciones dadas por su dependiente. También, con previsión, pasé una hora esperando que en la radiodifusora local dieran el tiempo puntual del centro meteorológico mexicano, mismo que adecué a mi reloj de pulso con la intención de que no existiera causa de justificación para un retraso. Llegué a las 5:59 pm, su muy amable secretaria me indicó que ingresaría en cuanto terminara su penúltimo paciente y solicitó, con una bella sonrisa, concediera unos minutos de mi tiempo sin desesperar puesto que “dada la gran cantidad de pacientes que acuden a verle, se había retrasado un poco”. Esperé. No sé si el reloj de pared que tiene en sus oficinas justo frente al lugar de espera sea para acrecentar la impaciencia de los “pacientes” o para reflejar su incapacidad de organización, lo evidente es que ese reloj suyo no está al corriente con la hora exacta y, tampoco, al corriente con su itinerario.

Tal el hombre tolerante que soy, me mantuve quieto hasta que su reloj y el mío, cada uno a su tiempo, habían dado paso a cincuenta minutos y, por fin, era mi turno. ¡Por Dios, si no fuera el mío decididamente hubiese abandonado el lugar y me hubiera quedado con la esperanza de no conocerle nunca! —dije. Felicito a usted por la elección de su secretaria, reviste líneas que... sugieren, eso sin mencionar la hermosa sonrisa que obsequia a todos los que le visitan y que, para ser realmente honesto, me obligó a creer que la experiencia de la examinación sería igualmente agradable. Es cierto que me avoqué de manera inmediata a hacerle patente la dificultad que había experimentado para ir a visitarle e inconformarme con la increíble tardanza de su parte —no creo que deba reprochármelo—, a cambio me entregó un fuerte apretón de manos y la disculpa más honrosa que se me ha dado nunca en mi vida. Le digo que de haberle conocido en otra parte y sin saber su oficio, tan sólo por sus manos, le hubiese confundido con un hombre de trabajo duro, sus extremidades hacen falta en labores de labranza.

Expliqué a usted mi malestar y, después de escucharme detenidamente, me informó que haría una “d-e-l-i-c-a-d-a” revisión en la superficie del problema y “s-u-a-v-e-m-e-n-t-e” exploraría el mismo, en ese momento hizo pasar a su ayudante quien, a decir verdad, ya no tenía entonces la misma sonrisa. Ahí comenzó todo. Ella, con su característica amabilidad, pidió me despojara de mis ropas, puesto que soy poco inhibido me desvestí sin mayor inconveniente y mostré mi cuerpo plácidamente, se me indicó que me recostara boca abajo sobre “la camita” —así la llamó su secretaria— mueble que parecía más bien confesionario. Hincado y desnudo me sentí débil, a su merced, desprotegido; lo peor, en ese momento, fue escuchar el sonido del motor del artefacto “la camita” que al accionarse obligaba a que mis nalgas se expusieran de manera por demás obscena, quedé totalmente desprovisto de defensa, en ese momento el recuerdo de sus manos llegó a mi mente. ¡Sus dedos! ¡Son enormes! —me dije—. Ya iniciada la oscultación comenzó su “delicada” revisión y nació también el dolor que, increíblemente, era superior a aquél por el cual me encontraba visitándole, recuerdo lo que dijo: “Relájese... tiene una irritación menor, no se preocupe... pasará rápido... ya casi... ¿ahí... duele?... va a sentir como si... sólo es la sensación... respire por la boca... respire por la nariz... ahora voy a introducir...”. Esa última frase fue fatal, sólo el que se encuentra en esa situación puede describir tal sentimiento, es difícil —ya se lo decía— blandearse, romper con parte del ego y acudir a verle.

Con mi nariz casi rozando el azulejo, oliendo incluso los últimos restos del aroma de su trapeador, alcancé a percibir la sombra de su mano que se estiraba detrás de mí para alcanzar lo que en ese momento me pereció el catéter más inmenso que había visto en toda mi vida, mis ojos se cerraron automáticamente pero, desgraciadamente, no lo pudieron hacer mis oídos que daban cuenta de cada uno de sus movimientos. “No se preocupe, esto es para...”. ¡Déjese de explicaciones y hágalo de una vez! —dije en mis adentros, que estaban a segundos de dejar de ser sólo míos.

Cuando pensé que todo había terminado me dijo: “Suavícese, pretendo meter mi dedo índice a efecto de hacer una revisión de próstata, eso será lo último”. ¡Vaya pretensiones, déjese de discursos y termine! —pensé dolorosamente. De inmediato mi mente trabajó para tratar de salvarme de sus tremendos dedos y le expuse: “¿Oiga doc —cuánto quería ser amable con usted en ese momento, cuánto me arrepentía de haberle reclamado el tiempo que me hizo esperar—, tengo 30 años, cree usted que es necesario revisar mi próstata?”. Con una suficiencia extrema me pidió silencio y continuó mientras predecía mis sensaciones a cada movimiento de su índice: “Va a sentir como si tuviera ganas de...”. Déjeme anotar que nunca sentí ganas de, no señor, no sentí como si. Me estaba... casi lo hago... no sé si lo hice...

Sepa usted que mis oídos no se pueden cerrar a mi contentillo; en algún momento de mi “revisión” escuché claramente cuando su secretaria, susurrando, le informó de la llegada de su “compadre” y prudentemente le sugirió anunciar a su compadre que le buscara más tarde, más descaradamente y con total falta de ética usted indicó que lo hiciera pasar hasta la sala en que me tenía sometido; pude oír cuando entró y se paró junto a “la camita” y me vio las nalgas, bueno, también lo que ellas protegen, incluso supe que me reconoció pues muy queda e impertinentemente dijo: ¿No es Gustavo González tu paciente, compadre?, eso sí, no me reconoció por la posición en que me encontraba ¡que eso le quede claro!, desconozco si encontró mi automóvil afuera u observó mi uniforme de oficina sobre su perchero. La verdad creo aún que eso que usted hizo no tiene nombre, no es de hombres, es... qué poca madre que usted, mire que dejar entrar a su compadre para hablar como comadres de mí y de otras pendejadas. En fin, creo que esa escena la he superado y prefiero no abundar sobre ella, afortunadamente mis ruegos fueron escuchados y entonces salió de su boca: “Si quieres yo te marco, compadre, nos vemos más tarde, déjame terminar con este güey”. Le agradezco lo de “güey” porque tiene razón, lo fui, no obstante tal adjetivo para calificarme me permite utilizar en esta carta dos o tres, no más, palabras altisonantes que, supongo, no le molestarán dado que es el léxico que acostumbra a usar.

Me vestí, me calcé, suspiré muy hondo y me senté de nuevo frente a usted en su escritorio, otra vez estaban ahí sus manos toscas, enjugándose con el antiséptico, perversamente mostrando que eran ellas las que me habían flagelado. Tomé el último valor que me quedaba y me atreví a preguntarle por el sitio donde había hecho su especialidad. No deseo transcribir su respuesta pero solicito a usted que, en ánimos y pro de la honestidad que nos es exigible a todos como habitantes de este mundo, cambie el letrero a las afueras de su consultorio para que ahora diga: “ALEJANDRO SARGENTO GALLINAZO, NO MÉDICO, NO PROCTÓLOGO; HUESERO AUTORIZADO PARA LA PRÁCTICA POR CURSO ANTIGUO. VENGA, AQUÍ LO LASTIMAMOS”.

Mi malestar ha sido resuelto, claro que eso no es obra suya, he sido atendido por profesionales quienes, de hecho, envían a usted una serie de frases tan irritantes que prefiero no repetir. Yo le invito, si existe en sus adentros la necesidad de cambiar, a que juntos hablemos sobre temas médicos y, en especifico, que tome tiempo para que le pueda mostrar la técnica exacta que debe ser utilizada en las revisiones proctológicas, yo sí, al ser una persona honesta, me comprometo a que dicha revisión sea efectivamente suave y delicada. Le prometo que no existe rencor en mí, por el contrario sí es mi deseo que aprenda debidamente cómo es que se hace eso que usted dice sabe hacer.

 

PD: De su vehículo, el cual me entregó a la salida del consultorio, mismo que presentaba algunos problemas mecánicos, lo que tenía era una avería en el mofle, un hoyo, para ser claros, lo cual imposibilita, naturalmente, su adecuado funcionamiento, de cualquier forma ha sido reparado. No puedo asegurar a usted cuánto tiempo durará funcionando adecuadamente pues el orificio ha sido cubierto con una pasta (chicle), la cual obviamente no es resistente a los gases emitidos y mucho menos al calor generado por éstos. Era lo que había.

PD 2: No es necesario que pase por su auto, se lo llevará personalmente alguno de mis colaboradores, que si bien no son bellos ni tienen agradables sonrisas, son bastante leales consigo mismos y por supuesto muy honestos, lo del chicle no lo saben.

PD 3: Lamento la confusión, al igual que usted no está capacitado para la atención médica especializada, yo no lo estoy para las reparaciones de los automóviles pues aunque es cierto que la mecánica es mi modus vivendi, me pesa no haber sido específico ya que soy físico mecánico.

PD 4: Le reitero que me encantaría poder recibir respuesta en sentido positivo para revisarle suave y delicadamente.

Atentamente

El que sólo tenía una irritación menor.

Alejandro López Urquiza