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Ginna MoreloLas crónicas de Ginna Morelo

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Mientras avanzaba en la lectura de Tierra de sangre, memorias de las víctimas, de Ginna Morelo, no dejaba de preguntarme qué pensarán los europeos, los norteamericanos e incluso muchos colombianos pertenecientes a las altas esferas económicas al leer libros como éste, o como el aclamado El olvido que seremos de Faciolince, o como el multipremiado Los ejércitos de Rosero Diago. ¿Que somos exagerados sin remedio? ¿Que el realismo mágico nos es tan connatural que nos debemos declarar incapaces de narrar algo objetivamente? ¿Que somos una subespecie humana? Entonces recuerdo una ya añeja pero vigente frase de García Márquez según la cual la realidad es más increíble que la ficción.

Porque todo el que pretenda contar esta verdad atroz, como lo hace Ginna Morelo en este libro, siempre se quedará muy corto, siempre será muy limitado, incluso si su objetivo es retratar la violencia en apenas un sector muy reducido de nuestra geografía: el alto San Sinú y San Jorge.

Analicemos someramente el libro.

Se trata de un volumen de crónicas periodísticas que no intentan iluminar zonas que se desconozcan del conflicto armado en el departamento de Córdoba. Más bien trata de recopilar episodios bastante conocidos. Pareciera que su objetivo es apenas armar un collage que, retazo a retazo, episodio a episodio, se constituya en un retrato amplio, aunque no totalitario, del fenómeno que aborda. Esto hace que uno termine leyendo el libro como una especie de novela en la cual, aunque no se agota el tema, uno siente que adquiere la información suficiente para tener una panorámica global de la idea abordada. Esto lo logra no sólo mediante la narración de algunos episodios contundentes, sino también mediante la presentación íntima de las personas y lugares protagonistas. Su lenguaje, sin ser ni altisonante ni de denuncia, es comprometido gracias a la utilización de frases que tocan al lector, no por lacrimosas, sino por su precisión para puntualizar en qué consiste exactamente la situación dolorosa o vergonzosa que retrata. Veamos algunas: “Vi a mi hijo muerto tirado en el pasillo de un vehículo. ¡Eso sí es grande! Un dolor de esos no se repite en otro”; “y se lo metieron en el alma para que siempre les ardiera el corazón”; “pareciera que fuera la última estación, donde la vida ya no quiere sentirse”; “...no concibe la idea de que se repara un daño que es irreparable”; “...el verde de ese campo cordobés se había vestido de luto para siempre”.

Y hay otras frases contundentes que invitan a reflexionar. Hagámoslo con algunas:

“La masacre fue un error en el que tuvo que ver un ganadero de la región a quien resulta imposible mencionar en este escrito”. Los culpables están vivos, en sus sitios, reinando, latentes en su peligrosidad, impunes y aun venerados y protegidos por la ley que está presta a aplastar a quien ose poner en tela de juicio la honorabilidad de estos personajes. Incluso se sabe que, a última hora, bajo amenaza, la autora tuvo que sacar de este libro una de sus crónicas.

“Para salvarse se escondió con su mujer en el monte”. Esta frase me recuerda los relatos de mi padre sobre la Violencia, con mayúscula, la partidista que se recrudeció por la muerte de Gaitán; una época oscura que se supone de tiempos remotos e incivilizados, pero que en realidad nunca ha perdido vigencia en los campos colombianos.

“El comando armado se sentía luchando contra campesinos a quienes veían como soldados de plomo subvertidos contra el Estado, mientras los pobladores, atrincherados en sus casas y en el monte, tenían como únicas armas camándulas y ramos bendecidos”. Esta frase es un retrato preciso de la cobardía envalentonada que se enseñorea perennemente en muchas regiones y sin tregua en el sur de Córdoba pues, aunque por temporadas cambia de protagonistas, la situación siempre es la misma para los lugareños; ilustra el torvo punto de vista que posibilita a los cobardes considerarse salvadores del pueblo e impositores de la justicia, eliminando a los individuos inermes. Pues, como se dice popularmente: el ejército afirma que pelea para proteger al pueblo, la guerrilla lucha a favor del pueblo y los paramilitares buscan eliminar a los que le hacen daño al pueblo, y todos agreden al pueblo. Recuerda uno al poeta Luis Sperb Lemos: “Dios, protégeme de los que quieren protegerme”.

“Eso ya no dan ni ganas de recordarlo, señorita”. Esta frase de un protagonista no victimario pero que estaba del lado de ellos, que se codeaba con ellos, puntualiza que existen razones para la indiferencia frente a la reiteración de la tragedia. Y es que la violencia, como todo lo desagradable, se vuelve algo monótono, fastidioso, como cuando vemos un muerto ajeno en avanzado estado de descomposición y el asco nos impulsa a alejarnos, a querer que ni siquiera nos mencionen algo que nos traiga a la memoria aquella imagen repugnante. De ahí la indiferencia generalizada ante estos libros que denuncian y ante las víctimas con sus historias tan comunes que ya no les vemos lo extraordinario.

 

¿Un territorio triste?

El enfoque de la narración va dando la sensación de que estas regiones que han soportado tan altos índices de violencia e injusticia son lugares tristes, que sus gentes hacen colectivo el dolor de los individuos. Pareciera que la autora quisiera que fuera así, pero es consciente de que se engaña pues trae a colación una frase muy diciente de Virginia Woolf: “...no son las catástrofes, los asesinatos, las muertes, las enfermedades las que nos envejecen y nos matan; es la manera como los demás miran y ríen y suben las escalinatas del bus”. Sí, porque lo realmente triste es que sucede lo contrario: en muchos de estos pueblos, barrios y veredas da la sensación de que allí no ha pasado nada: todo es ruido, alegría, olvido, indiferencia de los que rodean a los deudos y a las mismas víctimas. Porque incluso estas atrocidades tienen su justificación para los vecinos bajo la terrible frase que ha hecho carrera en estas regiones frente a la tragedia ajena: “Algo había hecho”.

Sepa el lector que este libro se queda corto.

Como sospecho que hay personas que pueden considerar que estas atrocidades y actos vergonzosos son exagerados y no han tenido lugar en nuestro tiempo y región, les aclaro que, por el contrario, si algo hay que criticarle a este libro de Ginna Morelo es que en algunos apartes se dedica a asuntos poco importantes, siendo que la monstruosidad que aborda es tan amplia. A un desinformado este libro podría darle la sensación de que lo grave se agota demasiado rápido o es muy limitado. Por ejemplo, la crónica de Mejor Esquina es muy pobre en elementos: al relato del hecho en sí la autora sólo le gasta unos pocos y pequeños párrafos que consisten en recuerdos de algunas personas que, por lo demás, se ve que no quieren recordar mucho. Eso minimiza la tragedia que en realidad fue una hecatombe monstruosa. No se retrata el terror, la gente que tumbaban como micos mientras trepaban las paredes, la cacería de los que huían y azotaban sus cuerpos contra el piso bajo el furor de las balas, los que recibieron tiros de gracia, los heridos que murieron en los patios y en el monte, a los que días más tarde los encontraban en los potreros medio comidos por los animales; la terrible angustia de los familiares buscando los desaparecidos... No dice las razones, ni los sindicados, ni los avances de las investigaciones. Sólo refiere que eso sucedió pero desde la distancia no sólo en el espacio sino sobre todo en el tiempo.

Por otro lado, aunque al final insinúa que la amenaza sigue latente, en muchos apartes dice frases como “eran los tiempos en los que en Córdoba no se podía denunciar nada”, frases que dan la equívoca sensación de que la violencia es una situación superada. Pareciera hablar de un pasado doloroso pero algo remoto, cuando la realidad es que la cacería de brujas que se ha desatado en el departamento (y en muchas regiones del país) luego del proceso de reinserción de las autodefensas ha producido una incertidumbre aun más caótica y amenazante que antes. Municipios como Puerto Libertador, Tierralta, Montelíbano y el mismo Montería han soportado una cotidianidad de asesinatos a cuenta gotas (ya no son comunes los enfrentamientos de grupos organizados, ni las masacres con numerosos muertos, pero sí los asesinatos selectivos cotidianos) sin precedentes, peor que siempre, porque no se sabe quién manda a quién. Y aparecen muertos que nadie conocía, ultimados por personas que no son del lugar de los hechos (eso indica que algo terrible debe estarse gestando); la gente recibe amenazas que no sabe de cuál lado vienen, pequeños grupos buscan posicionarse a sangre y fuego en la región; los que antes vivían a la sombra de los ahora desmovilizados quedaron desempleados y sueltos, de manera que los robos, atracos y asaltos a las casas son comunes en comunidades en las que eso antes no se veía. Porque la violencia se comporta como un virus que se expande vía aérea: cuando en un pueblo se dan estos hechos provocados por los enfrentamientos entre bandas, empiezan a sumarse los delitos y asesinatos por asuntos que antes no los provocaban como celos, deudas, envidias o por simple prepotencia: los delincuentes se sienten seguros ante la impunidad rampante, se crea el ambiente de que lo que limita no es la ley ni la moral sino el ser capaz o no de cometer el delito.

Si uno permanece temporadas en las fincas y veredas nota que las anécdotas de ajusticiamientos, de amarrados o enterrados hasta el cuello que se escuchan a kilómetros, quejándose durante varios días; de los que anochecen y no amanecen en la región, etcétera, han reemplazado las historias de brujas, de empautados, bravos, toros y toreros que congregaban a las familias en las noches sin luz eléctrica antes de acostarse.

En fin, es dañino dar la sensación, como en gran medida lo hace este libro, de que el problema son exclusivamente los grupos grandes y organizados como los paramilitares y la guerrilla, que son ellos las únicas amenazas, de manera que mientras no vuelvan la violencia no volverá a reinar. Esto es dañino, digo, porque llama a cruzarse de brazos, quizá a celebrar ignorando lo muy grave que sigue sucediendo.

De todas maneras hay que dejar claras tres cosas. Una: que este es un libro necesario y de lectura imprescindible para quien pretenda tener elementos de juicio sobre lo profundo y terrible que ha sido este conflicto en esta región del país. Dos: que es una acusación larga y persistente de la culpabilidad de las autoridades en todo esto por acción, complicidad y omisión. Y tres: que ningún libro, por voluminoso que fuera, podría dar cuenta completa de la magnitud de esta tragedia ininterrumpida, profunda y dolorosa que debería avergonzar no sólo a sus actores y propiciadores sino al ser humano en general.

Y lo peor es que el horizonte no está despejado y la indiferencia de los que pueden hacer algo se agazapa tras la hipócrita intención de hacer creer que ya no sucede nada, que ya todo ha sido arreglado.