Letras
Postal de familia Nº 1
(Los que piden con verdadera fe)

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Como una cordillera de Marte, o de algún otro planeta de esos que uno apenas se imagina, así, minuciosamente cuarteada; con milimétricos abismos tejiendo una telaraña del color del barro quemado, así tenía la cara la vieja. Por lo menos de esa textura, porque parecerse, tanto como parecerse, parecía una tortuga milenaria.

En esa época yo no sabía a ciencia cierta qué puesto tenía la vieja en nuestra casa, sólo la había visto un poco sin fijarme, acurrucada en cada rincón oscuro y silencioso, siempre con la boca abierta: parecía un viejo perro a la espera de su mazamorra.

Como éramos veintidós los que vivíamos en un viejo caserón del sur, la agitación de todos los que se bañaban, desayunaban, barrían, salían o entraban convertía a la anciana en un constante estorbo del que nadie quería hacerse cargo. Para decirlo en cortas palabras era el cute más cute de la casa, y ella no hacía nada más que no morirse.

No era mi abuela sino la abuela de mi mamá. Había crecido en el campo y se la habían dado en matrimonio a un viejo carnicero de Boyacá. Ella, al parecer, no tuvo tiempo sino para criar y cocinar, hasta que, ya muy vieja y con los hijos grandes, se la empezaron a chutar de uno a otro por temporadas. La ponían a hacer oficio y a criar nietos, y de recalada en recalada, terminó en la casa de mi mamá que era poco menos que un manicomio.

Entre las perlas del collar familiar estaba mi tío Emilio; ex ciclista y mecánico de bicicletas, convertido al comunismo por obra y gracia de Gerardo Molina. Mientras le arreglaba la cicla, el profesor Molina le dio una lección de media hora que al tío Emilio le duró para toda una vida. Emilio fue el que me fue contando quién era la vieja muy vieja que teníamos en la casa, mientras trataba de explicarme de un tajo y a todo color la historia de Colombia desde su especial punto de vista. Yo tenía unos cinco años y casi no entendía nada de nada, mucho menos quiénes eran los señores esos que el tío Emilio nombraba siempre con una larga palabrota antes del apellido: “El hijueputa del Lleras”, decía sorbiendo la rabia que le brotaba con espuma por los bordes de la boca. Los iba nombrando y maldiciendo; pero el clímax de todos sus discursos estaba reservado para “el malparido del Ospina”, y allí que se atragantaba de rabia y saliva. Del asunto yo entendía que se trataba de tipos malísimos que chupaban sangre. Yo siempre los imaginaba como a dráculas con gafas alimentándose de obreros y campesinos, y hasta mucho tiempo después no entendí la diferencia entre un vampiro y un político.

Había otras cosas raras en mi tío: una era que, siendo comunista, odiaba a los negros: “ningún negro ganará la vuelta a Colombia”, me decía, “los negros no pueden ser ciclistas porque son cobardes y perezosos, y el ciclismo es para machos”. Por esa época le dio por hacerse llamar Gerardo Molina, y por cuenta de su nuevo nombre paró varias veces en la cárcel. “Es un homenaje al gran hombre, me dijo un día. Entre más Gerardos Molinas metan a la cárcel, más mérito tendrá el triunfo del maestro”. Pero, aparte de sus manías, era un hombre sereno, que lo más atrevido que hacía era presentarse a los entierros de los viejos políticos de los partidos a echarles una puñada de tierra y pisar tres veces duro sobre la tumba, mientras repetía una oración de venganza contra el muerto. Yo lo acompañé a varios entierros y nunca entendí qué era lo que decía, con los ojos cerrados y una risita apretada que le duraba hasta el regreso a la casa.

La casa era más bien un caserón destartalado, con muchas piezas, los pisos de cemento y las paredes teñidas de cal. La lluvia constante resbalaba por las tejas verdosas de musgo y era para mis cinco años la única certidumbre del tiempo. Mientras llovía, mis tíos, mis hermanos, mamá y la abuela se hablaban a gritos; y siempre era de lo mismo: la falta de plata.

La plata y la felicidad eran para ellos la misma cosa. Mi familia no se interesaba en lo que podían hacer con sus vidas, sino en lo que ellos no podían tener por falta de dinero; por eso y otras cosas eran enormes y repetidas las turbulentas peleas entre mis tías. Peleaban porque dormían de a dos en una cama, peleaban por el jabón de tierra, por el vestido que la una se ponía sin permiso de la otra, peleaban por todo. Mi tía Martha por ejemplo, se ponía histérica, casi loca, y al borde de la convulsión expulsaba un fluido torrente de infamias cada vez que alguien pisaba mientras ella estaba trapeando. Aunque luego se casó con un médico, ni la maldad, ni la locura, ni la ambición y menos la envidia la abandonaron; hasta que fue el médico el que la abandonó. Ahora es feliz en su mecedora mientras rumia la inquina contra el mundo y trasvasa su veneno a los dos hijos. A mi tía Martha se le va el tiempo en maldecir; pero al menos ella alcanzó la paz del resentido: ningún tónico le cae mejor que un noticiero plagado de malas noticias.

Pero bueno, otra vez me estoy desviando de lo que quería contarles; el asunto de la vieja: mi bisabuela. Resulta que después de mucho tiempo de andar por los pasillos y estorbar sin achaques evidentes, un día se cayó en plena cocina; más que caerse, se derrumbó en cámara lenta, como si fuera un barro demasiado mojado que se escurre lentamente. Entre Esteban y Julia la llevaron a una cama y allí se quedó por cinco años. Comía y se paraba hasta la mica donde “hacía sus necesidades”, como decía mi mamá. Y aunque nadie lo decía, era evidente que a todos se les hacía la boca agua esperando que se muriera la vieja.

El problema del entierro se había resuelto anticipadamente: Julia, la menor de mis tías, se había ennoviado con Camilo; el heredero de una pequeña funeraria familiar que era su pasión. Camilo lavaba los carros, arreglaba los muertos, sacudía las alfombras, bruñía los candelabros y se quejaba cuando los muertos le salían “bombones”, es decir, cuando el muerto no tenía deudos y lo tenían que enterrar a cuenta de nada. Él fue quien, antes de cambiarse a un apartamento, llenó de alfombras moradas y millones de lámparas y porcelanas el viejo caserón.

Entonces, como les decía, con Camilo, el entierro de la bisabuela estaba garantizado a cero costo.

Pero la vieja nada, nada que se moría. Era como decían de los carteros: ni el frío, ni la lluvia, ni el viento, ni ninguna calamidad le daban el pasaje final. Cuando parecía que era eterna y todos perdían la esperanza de librarse de la vieja, surgió una cosa inesperada. La empresa Slabe, la transnacional de las “neveras y lavadoras y todo para su hogar, para la reina de la casa, la Slabe que le acorta el tiempo de sus tareas domésticas señora para que usted disfrute su telenovela en nuestros televisores”; inició una gran campaña de publicidad: entregaría cinco millones de pesos a la madre más anciana de Colombia (no decían vieja, sino anciana), en el día de la madre.

A mi hermano Daniel, que escuchó lo del concurso en la radio, se le metió en la cabeza la idea de que no había en toda Colombia una vieja más vieja que el cute más cute que teníamos en la casa.

Dicho y hecho, al principio solo, y luego en tumulto, comenzaron los preparativos para el concurso, que sería televisado en el mejor horario del domingo en su programa “Domingos especiales Slabe”.

¡Qué decirles! Cinco millones en esos años eran como decir cien de ahora o más, yo creo que mucho más. Así que Daniel y Eduardo empezaron a buscar, en un trabajo meticuloso de paleontólogos, la prueba de que la señora Edelmira Pineda viuda de Ortiz, era el eslabón perdido de la humanidad. Pero nada; ni en los baúles de la casa, ni en las casas de los familiares, ni en ninguna parte aparecía un solo documento que probara la antediluviana edad de la bisabuela.

La emoción y la angustia crecían en el panal familiar. Conversaciones, susurros e investigación espeleológica a las cavernas de los más viejos familiares, lograron determinar que en Sepitá, municipio santandereano, estaría la prueba irrefutable de la matusalén criolla. Y se armó la expedición; en la vieja camioneta del cuñado Camilo se fueron Daniel y ocho de mis tíos dispuestos a desenterrar a cualquier costo la historia sin blasones de la estirpe familiar. Acamparon en el pueblo y requisaron la iglesia y la casa cural; hasta que un martes dos de abril dieron con la esperada prueba: la vieja Edelmira tenía ciento veinticinco años, tres meses y ocho días, “sin que quede la menor duda, porque aquí lo certifica el padre Escudero Alzate”, dijo mi tío Esteban blandiendo el certificado.

Regresaron, y regresaron preparados para la repartición de los cinco millones. Esa sí que fue una terrible batalla; cada cual se atribuía mas derecho que los demás al botín de la vieja. “Que yo, que la tuve que aguantar tantos años”, dijo la abuela, y mi mamá farfulló otro tanto; que no, que yo debo tener al menos un millón por que yo soy la que le boto la caca todos los días, vociferó Pastora; que nada, que lo mío debe ser la mitad porque yo fui el de la idea, les gritó Daniel. Todos se rebullían como gatos, menos el tío Emilio que consideraba una “repugnante traición de entrega al capitalismo imperialista toda esta feria de indignidades”. Pero a él le dijeron que se limitara a conservar el honor renunciando a su parte de la plata. A lo que él respondió con un “por supuesto”, más digno que el de una Juana de Arco.

Con todo listo para el día del concurso se fueron a inscribirla, y la dicha no pudo ser mayor; no había ni una veterana que remotamente se acercara a la edad de la bisabuela. Pero ni aun así pasó la angustia para Daniel, que todos los días iba a cerciorarse de que nadie le había quitado el puesto de ultravieja a su preciado tesoro.

A todas estas la bisabuela; a la que ahora le arreglaban los poquísimos pelos que aún tenía, y le cortaban las uñas con un cortafrío, y le pintaban la boca con un rojo del color de la salsa de tomate, dijo la única cosa que se le oyó decir en casi siete años; dijo “quiero morirme”. Y no pudo decir nada más terrible; porque fue como si con esas dos palabras hubiese provocado un terremoto de frustración y rabia entre la horda familiar, que ya no sabía si rezar o maldecir.

“Vieja desagradecida”, repetía cada cinco segundos la tía Martha; y creo que sus palabras resumían lo que pensaban todos. Sí, vieja desagradecida, vieja tonta, que empezó a enfermarse a semana y media del concurso. Fue la única vez que vi unida a mi familia, como en el disco, “todos en torno a la mamá”. Sacaron los últimos pesos que tenían escondidos, y entre todos le pagaron un buen médico; le pusieron enfermera para todo el día, y le rezaron con más necesidad que fervor los rosarios que le estaban guardando para el entierro.

A sólo tres días para el segundo domingo de mayo, día de la madre, día del concurso, la vieja Edelmira entró en coma; y juro que desde ese instante ninguno de mis parientes volvió a comer o a dormir, sólo se herniaban sentados en las bancas de la casa, haciendo una fuerza sorda para que la lluvia terminara y la vieja no se muriera.

Dios, el dios que el tío Emilio tanto niega, los debió escuchar, porque lograron llegar con una abuela casi momificada, hasta el mismísimo radioteatro del CAM, y en su cama, cargada durante dos horas en la camioneta de la funeraria y luego en hombros de su progenie, entró boqueando pero victoriosa a las instalaciones del concurso, y fue presentada como ejemplo “como la más querida y adorada Madre de Madres”, por un Pacheco pletórico, que pidió aplausos por aquí y aplausos por allí, mientras un notario, espejo en mano sobre la nariz de la vieja, certificaba con voz de enano agripado que “la anciana madre Edelmira Pineda Viuda de Ortiz VIVE y es la ganadora del gran premio de los cinco millones que obsequia Slabe”... lo demás, creo que lo saben todos o casi todos.

Cinco minutos después, y ante todos los presentes y televidentes, la vieja se murió, mientras hijos y nietos se abrazaban sin control celebrando el triunfo.

La pelea duró más de dos años en los tribunales y fue noticia todo ese año y hasta febrero del siguiente, pero al final, el Tribunal Superior falló en contra de la empresa Slabe, confirmó el derecho de la familia al premio y, en acto solemne, les entregó el cheque. Después de la repartición, la familia no volvió a hablarse nunca, y fue casi a pistoletazos que se terminaron de arreglar las cuentas.

El fin de la historia es más bien paradójico, porque, en menos de tres años, se murió mi abuela, mi mamá, cinco tíos, dos tías y tres de mis hermanos. En cuanto a mí, de todo esto me quedó este crucifijo que mi mamá me compró con billetes frescos de su parte del premio. Cuando me lo dio me dijo: “Esto es para que lo lleve siempre, y para que no escuche lo que dice su tío Emilio; mire que Dios sí existe y premia a los que le piden con verdadera fe”, y me lo puso en el cuello. Aunque nunca me lo quito, yo no creo mucho en Dios; más bien creo en el tío Emilio, que al final fue el que se quedó con casi toda la indigna plata del premio.

(publicado en el libro colectivo El dragón viejo y otros cuentos).