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Alguien ha subido hasta la viga menor

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A Simón Zavala, fraternalmente.

Llegó corriendo, agitados los miembros, con el sudor chorreándole en copiosos hilos por el rostro.

Lo quedé mirando.

Aquel chico era apenas un adoles­cente y su presencia me tenía asombrada e inquieta.

—¡Venga! —me dijo con un sollozo que quedó estrangulado en su garganta—. ¡Mi madre se ha desmayado y no sé qué hacer!

El casero apareció en la puerta, envuelto en un delantal sucio por la grasa, y escuchó lo que el jovenzuelo me estaba diciendo.

Sentí una tremenda timidez, como si hubiera sido descubierta en una falta, al sentir la mirada de ambos repentinamente sobre mí.

Me di cuenta de que tenía un pie sobre el primer escalón y el otro en la vereda. También, que era yo, en ese sitio, su única esperanza.

Di vuelta y comencé a seguirlo con paso rápido, intentando igualar su prisa.

Su casa no estaba muy distante. Era de adobe y el tumbado mostraba gruesas vigas de madera cruzadas en deprimente orden.

Una casa típica de la región; tan pobre como las demás, tan desconso­ladoramente incierta como un viaje sin regreso.

Al entrar, el chico me empujó hasta un dormitorio demasiado triste y se aferró a un cuerpo de mujer que yacía vencido entre la cama y el suelo.

Comencé a examinarla.

La mujer tenía aproximadamente cuarenta años, facciones parecidas a las del muchacho, expresivo cansancio de soportar su vida.

Miré al hijo.

—Está muerta —dije—, hay que avisar al teniente político. Iré hasta allá.

El chico empezó a lanzar alaridos.

Salí de la habitación y me dirigí a la calle.

Mientras caminaba escuchaba los plañideros sonidos de tristeza y fui presa de la desesperanza.

Un par de mujeres pasaban por la calle. Las detuve para contarles que la dueña de esa casa estaba muerta y que se quedaran con el huérfano. Ellas se santiguaron con susto y luego entraron para fisgonear y sacar abundante conversación para la siguiente semana.

Envuelta en una sensación aletar­gante encaminé mis pasos hasta la tenencia política.

El pueblo era horriblemente amarillo, asquerosamente caluroso; denso y pequeño, empolvado y demencial.

Secretamente lo maldije, deseando que los meses que aún debía vivir allí pasaran veloces.

El teniente político era tan indeseable como el pueblo.

Al verme esbozó una sonrisa anti­pática que denotaba un descarado coqueteo.

Tuve deseos de escupirle al rostro, pero dominándome logré reunir las palabras adecuadas para explicarle lo que había ocurrido minutos antes.

El hombre, su ayudante y yo, nos trasladamos nuevamente a la vivienda de la mujer fallecida. Para entonces había ya muchas personas en su interior y otras en la calle, enterándose de lo ocurrido, apenándose o simplemente mirando las cosas con ojos de terror supersticioso.

Nuestra presencia provocó en aquella gente una especie de temor reverencial. Se apartaron en silencio para dejarnos a nuestras anchas con la muerta.

El muchacho también salió sacudido por sollozos profundos.

Procedí a verificar las causas posibles del deceso.

Extendí un certificado de defunción por insuficiencia cardiaca, “en la persona que en vida fue Juana del Cisne Copatí”, según confirmación de toda la gente allí congregada.

Salí luego de aproximadamente veinte minutos y encaminé mis huesos hasta donde me alojaba.

La hija del casero me indicó que su padre estaba ayudando a preparar la velación.

Dentro de mí supe que esa tarde y el siguiente día serían para esa gente algo muy igual a una fiesta popular.

Personalmente, atendería intoxi­caciones por excesos de aguardiente, riñas entre los hombres, golpes a más de diez mujeres.

Al otro día, muy temprano, abrí mi consulta de medicina rural.

El dispensario era un pequeño galpón en donde un escritorio, un archi­vador, una máquina de escribir, una vieja camilla y una caja de medicamentos elementales, anunciaban que desde hace apenas dos semanas allí estaba una persona recientemente graduada en medicina.

En el techo del galpón se entre­cruzaban las odiosas vigas típicas en la arquitectura de aquel pueblo muerto entre los Andes.

Abrí un cajón del escritorio para rescatar de su interior un libro que me parecía fascinante: Enfermedades extrañas curadas por la medicina natural. En realidad necesitaba esos secretos, pues las medicinas escaseaban por aquellos días.

Mientras lo leía, el pueblo se mantenía en un supersticioso silencio de montaña y de misterio, aquietado de vez en cuando por oleadas hirvientes y asfixiantes.

De repente, un ruido llamó mi atención y su procedencia la detecté en segundos; venía de la viga más gruesa que atravesaba el techo del galpón y sobre ella una enorme rana y una culebra inofensiva de aproximadamente 30 cm se trenzaban en combate verdaderamente sui géneris.

Me levanté con espanto de mi silla y fui hasta el dintel de la puerta de calle, a fin de contemplar tan desigual pelea que por primera vez en mi vida tenía oportunidad de ver.

Desde allí pude distinguir a un grupo de pobladores que traía un bulto envuelto en lo que parecía una sábana, a unas tres calles de distancia.

Los dos contrincantes se medían con precisión exacta.

Calculaban sus movimientos; se observaban, se intuían, se aborrecían. Vi el odio y el miedo reflejados en los saltones ojos de la rana y en los oblicuos de la culebra.

El grupo de hombres se acercaba hasta mí. Claramente distinguía que todos ellos vestían de negro.

La enorme rana fue la primera en saltar con milimétrico cálculo.

Como si se tratara de una mosca, la vi abrir la inmensa boca y engullir a la culebra en una absorción poderosísima. pero también demasiado torturante para ambas partes, pues pude distinguir asomando en la boca de la rana unos ocho centímetros del cuerpo de la culebra, mientras que la panza del anfibio se movía al compás de otro cuerpo que aún con vida se retorcía en su interior.

La fuerza de este ataque hizo caer a la rana sobre mi escritorio y después al suelo, en un sonido húmedo y marti­rizante.

En ese momento, los hombres se pararon junto a mí y con expresión de susto me indicaron que transportaban a un herido. Les indiqué que lo acostaran en la vieja camilla que ocupaba un extremo de la pared trasera del dis­pensario.

En un segundo vi que se trataba del chico huérfano que había visto el día anterior, y también supe que se había abierto las venas de los pies y de las mu­ñecas.

Procedí a aplicar torniquetes y a limpiar y suturar la heridas con los escasos elementos de que disponía, mientras los hombres contemplaban en silencio mis movimientos.

El chico se había desangrado mucho y estaba en estado de shock. Meneé la cabeza derrotada. Sólo una infinita suerte podía ayudarlo a vivir.

Me dirigí a esos hombres y les dije que habría que trasladar al herido a un hospital, mientras recordaba que el más cercano quedaba a tres horas de camino.

Dos hombres salieron en busca de ayuda, aunque todos sabíamos que era demasiado escasa en aquella desolación.

Una mujer también enlutada entró al dispensario. Lloraba y decía ser la tía del muchacho. Ella también se dedicó a esperar.

Transcurrieron dos horas aproxima­damente.

Un ruido ya conocido llegó a mis oídos. Encontré a la inmensa rana bajo el escritorio. Por su boca asomaban apenas unos dos centímetros de la cola de la serpiente engullida.

Me estremecí al verla, pues con lo ocurrido me había olvidado de ella por completo.

Entonces escuché a la tía decir que su sobrino estaba muerto.

Me acerqué a la camilla y comprobé que el muchacho expiraba.

La mujer reanudó sus sollozos y el resto de los hombres, que en todo ese tiempo habían esperado cabizbajos, mostraron en sus rostros sombras de impotencia y de despecho.

Silenciosamente se llevaron el cuerpo en la misma sábana en que lo habían traído, mientras yo era asombrada testigo del último estertor de la gran rana que en ese instante y bajo mi escritorio moría por asfixia.

Sin pensarlo más, procedí a extender un segundo certificado de defunción.