Letras
Dos relatos

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A Lucía la atrapan los sueños

Lucía llegó al consultorio con el rostro más pálido que en las citas anteriores. Bajo sus pestañas, largas y peinadas con máscara, cargaba dos sacos ennegrecidos, que contrastaban con sus capilares asomados. Luego de un lapso de silencio, dos sorbos de té y unas notas de la doctora en el expediente, Lucía reveló lo sucedido. Aseguró que los sueños la atrapan.

En las tardes no para de caminar por la casa. Entra y sale de las habitaciones y tiene como manía cambiar los relojes de lugar u ocultarlos tras los jarrones de flores artificiales. Cuando el cansancio vence sus últimas energías, entra de puntitas en el dormitorio, procurando no hacer ningún sonido con su respiración. Una vez recostada en la cama, se arropa hasta la barbilla y siente el escalofrío asmático de verla acercarse.

Una sombra, una palanca alargada que atraviesa las losas del suelo y se encarama por las gavetas de la cómoda. Lucía cierra sus ojos, llena sus pulmones con el aire denso y voltea su cara con movimiento oxidado. El silencio la perturba y vuelve la mirada hacia la cabecera con espejos donde ve a la sombra acariciar las paredes y flotar hasta la cama “king”. Una vez instalada entre las almohadas, roza el rostro de Lucía y de un leve tirón la desprende de su consciencia hasta arrastrarla hacia los pasillos de una gran mansión.

Lucía despierta y sube unas escaleras en forma de caracol, sin duda corre hasta una cocina donde aparece una figura gigante con vellos y granos en la espalda. Cuando habla sobre su sombrero, grande de pirata, y sus botas, altas con puntas de espada, la doctora la interrumpe para preguntar si le tiene miedo. Lucía levanta el rostro, la mira fijo a los ojos y responde: mi esposo me asesina si sabe que otro ser ha tocado sus muebles.

 

Claro oscuro

Acerqué mi cámara con el lente telefoto y la vi. Tenía un mahón ajustado a las caderas y una blusa que permitía ver el escote de sus pechos pronunciados. Un moño sostenía su cabello, largo y negro. Caminaba con prisa por la Calle Luna y justo antes de cruzar a la Calle del Río volteó la cabeza y mostró el rostro. Su piel era taína y lozana, sus ojos café y su mirada se hacía profunda con las sombras oscuras.

La seguí unos minutos, lo suficiente como para alejarme del convento donde debía tomar las fotos para la revista de historia. Vuelvo rápido, pensé. No fue así. La intercepté frente a un colegio con nombre de santo y fachada de monasterio medieval. Sus primeras palabras me produjeron una sensación de ultratumba: con el pulso paralizado, la barba pesada y los vellos erizados hasta la raíz. Sí, su voz era ligera y tentadora, por un momento me sentí como Odiseo ante el canto de las sirenas. Debí cubrirme los oídos para proteger mis membranas.

“Tania, pero qué te importa”, me respondió cuando le pregunté su nombre. En ese momento le mentí, le dije que era un fotógrafo de modelos y que ella tenía todas las cualidades para ser una Miss Universo. A ella simplemente no le importó. Me miró con el ceño fruncido y el labio torcido, la verdad es que aún los años no me han enseñado a evitar los lugares comunes con las mujeres, ellas ya no quieren ese tipo de flores.

Me sedujo su soberbia y altanería. Quieres tomar algo, le pregunté.

—No, tengo prisa.

—Me llamo Ernesto, por favor, déjame invitarte algo de tomar.

—Está bien, pero yo pago lo mío.

—¿Y eso por qué?

—Ves ese negocio en la esquina, mi hermana es la dueña y vende maví, si quieres ir, a mí me da igual.

Las últimas palabras las dijo de espaldas mientras caminaba. El sonido de las tacas retumbaba tanto como los latidos de mi corazón. Era obvia la diferencia de edad. Ella lucía de veinte, y yo, para qué mencionarlo. Esta historia no es como muchas “clichosas” de cuarenta y veinte y finales de tres, o bueno tal vez sí, soy mejor fotógrafo que crítico.

Llegamos al timbiriche, bien pintoresco por cierto, con cuatro “guindalejos” de colores, banderas verdes y una pizarrita donde estaba escrito el menú del día: arroz, habichuelas rosadas y bistec encebollado. Un poco “nasty” para este vegetariano con pirosis.

El calor del mediodía era insoportable, el bulto y la cámara pesaban sobre mis hombros y el sudor... Tengo que admitir que el sudor no era tanto por el calor, sino por los nervios que asechaban mi cuerpo. Mis ojos, los de ella... Mis manos, sus pechos... Mi cuerpo, sus caderas...

Concéntrate Ernesto, allí viene la hermana. Pide... ¿cuál era la bebida? ¿coquito? ¿sangría? Mis pensamientos aturdidos y ella allí como una ninfa y el sudor que delineaba su torso, los contornos de la piel, el contraste de la tela liviana y su pecho imponente... ¿Qué quieres de tomar?, me preguntó. “Ah, maví, sí maví. Maví está bien, un vaso pequeño. Estoy trabajando”.

El maví era tan dulce que me produjo náuseas. Mi estómago estaba cerrado. Los órganos de mi cuerpo inmóviles, y ella allí... y el sudor en su pecho... Acerqué mi lente casi hasta verle los poros, realicé tomas simétricas, pero las asimétricas y cercanas a sus hombros me hicieron desnudarla. La acaricié con mis manos, le bajé los tirantes de la blusa, derramé el maví sobre su pecho, aproximé mi boca, mi lengua, y el sabor amargo encendió mis sentidos.

El celular vibraba en el bolsillo de mi pantalón, lo ignoré. La abracé con desespero y la empujé con urgencia hacia el rincón. Sentía la presión entre los cuerpos y el melao agrio sobre la piel. La retraté desnuda sobre el refrigerador, las tacas rojas hacían contraste perfecto con el blanco y negro del anuncio de Hielo a $1.25. De pronto cambió la toma, vi las huellas, las manchas, las pisadas... Sentí asco y... el sabor rancio en la boca... y el sudor en la frente.

Aún recuerdo la imagen clara y perfecta. Se había regado su maquillaje y sus ojos permanecían abiertos como si se hubiese congelado en el tiempo. Sus brazos extendidos y sus piernas entreabiertas sobre el refrigerador. Fue una perfecta que guardaré en blanco y negro.

Volví a hacerlo. Perdí los estribos. Qué estaba pensando, debía tomar las fotos. Vinieron a mi mente pensamientos fatalistas, quién sabe si mañana hay un terremoto y el convento deja de existir. La foto debía ser a las doce en punto, la intensidad de la luz crearía un efecto drástico de sombras que más tarde no obtendría.

La editora se molestará, pero el maví, no, el maví no, esos ojos profundos, la textura de su piel, su ritmo exorbitante y las líneas de su pelvis guiando mi mirada hacia sus inmensidades, me enloquecieron. Debí cubrir mis oídos ante el canto de las sirenas y tapar mi lente. No, mi lente no. Soy quien soy por mi lente, regalaría mi gusto y el olfato por esas tomas cercanas que hice a sus hombros.

No fue sencillo ajustar la abertura del diafragma para enfocar sus pechos en medio de la oscuridad de aquel rincón, al tiempo en que aumentaba la velocidad para registrar el movimiento de las caderas.

Yo soy de la vieja escuela, lo mío son las análogas. Esas digitales las miro con recelo. Quién soy yo para construir una imagen con cuadritos y perder la pureza de los pechos y la aventura de pasar el papel por el agua.

—¿Te vas a tomar otro?

—¿Perdón?

—¿Que si quieres otro maví? Aunque pensándolo mejor creo que no deberías, tienes la cara como el verso aquél “verde que te quiero verde”. ¿Lo conoces?

Levanté el rostro y la luz que provenía de la entrada me cegó. Sin contestar tomé la cámara y salí del lugar. Cambié el lente a uno “wide”. Tomé unas cuantas fotos y me alejé. De regreso a Río Piedras por la autopista miraba el rojo de los flamboyanes. En verano el color es intenso. Ya había olvidado lo que se siente bajar el cristal y sentir la brisa sobre la cara. Imágenes en movimiento, pensé. No, mejor me detengo y tomo un café.