Artículos y reportajes
La tierra giró para acercarnos
La poesía y el código cinematográfico

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Desde 1930, cuando el destino del cine mudo quedó definitivamente sellado con el pomposo matrimonio entre imagen y sonido, el mundo del celuloide ha venido ocupando un lugar directamente opuesto al de la palabra escrita. Si bien una buena novela es candidata inmediata a convertirse en película, y todo éxito taquillero ve su libreto publicado como libro, lo cierto es que el viejo cliché de dos personas conversando, por ejemplo, acerca de El gran Gatsby, con una refiriéndose a la narrativa de Fitzgerald mientras la otra habla del personaje representado por Robert Redford, aún mantiene su vigencia; existen imágenes que dicen más que mil palabras —otro cliché bendito—, pero también existen palabras que ameritan, ¡piden!, ser leídas más que habladas. La comprensión de su esencia así lo demanda. Es éste el cisma que separa a la poesía del cine; son estos los atributos, acaso irreconciliables, de dos formas de expresión entre las que pareciera no existir punto medio.

En el ámbito del cine moderno, el uso de la palabra escrita se reduce, por lo general, a detalles atmosféricos (la aparición de una pancarta, un anuncio publicitario, el contenido de un correo electrónico en la pantalla de un ordenador y la expectativa que se genera en el espectador mientras lo lee, el uso de caligrafía antigua en una producción histórica, etc.). Igualmente, el uso de referencias literarias en general, y de poesía en particular, se ve restringido, como es predecible, a contextos biográficos y a producciones cinematográficas de obras teatrales, contenidos en los que el recurso literario configura la estructura de la trama. Así ocurre en películas acerca de escritores y poetas (Shakespeare enamorado), maestros y discípulos (Mentes peligrosas, La sociedad de los poetas muertos) o actores (Mi año favorito).

Sin embargo, ¿qué sucede cuando se añade un poema, o un fragmento de él, al conjunto de códigos que conforman el lenguaje cinematográfico? Y más aun: ¿qué sucede con la “sustancia poética” del material una vez alejado de su contexto literario e inmerso en un contexto audiovisual?

Esta última pregunta puede responderse considerando el nivel de significación del poema, el cual hace un trasvase semántico de un ámbito de significación pura e intrínseca a un ámbito en el cual la significación se deriva de una síntesis entre discursos artísticos readaptados (entre ellos, según el caso presente, el discurso lírico aportado por el poema). Luego, el valor, rango y significación del poema empleado en el filme dependerá del contexto estético y diegético de éste; así se activa un mecanismo que irá generando los diversos sentidos de comprensión e interpretación del poema.

Un ejemplo concreto para ilustrar el argumento: la película 21 gramos del director mexicano Alejandro González Iñárritu. El empleo de una forma narrativa no lineal, constante en su obra antes y después de 21 gramos, se presta adecuadamente para la explotación del recurso poético. Así, aunque la estética de González Iñárritu no equivale al “lirismo”de un Tarkovsky, el intercalar delicadamente historias paralelas hasta convertirlas en una misma placa narrativa, sí sugiere al espectador un tono de ambigüedad meditativa, casi “literaria”. Ángulos obtusos, efectos granulados, perspectivas distorsionadas son todos parte de los elementos estéticos de los que González Iñárritu se sirve para crear una experiencia visual que sea coherente con el curso narrativo de la película. Éste, a su vez, retorna de una manera prácticamente obsesiva al leitmotiv de “la vida continúa”, el cual se ve reforzado por una postura ético-filosófica que sostiene que “todo sucede por un motivo”.

Ya avanzada 21 gramos, el director hace uso pleno del artificio poético al poner en boca de su protagonista, Paul Rivers (Sean Penn), los primeros tres versos de un poema de Eugenio Montejo (quien permanece anónimo). Rivers ofrece a su amante Cristina Peck (Naomi Watts), a su vez viuda del hombre cuyo corazón ahora reside en el cuerpo de Rivers, unos versos a mitad de camino entre la justificación y el consuelo: “La tierra giró para acercarnos, / giró sobre sí misma y en nosotros / hasta juntarnos por fin en este sueño”. Cristina, atónita, sólo puede romper un breve silencio afirmando “Eso es hermoso”. Es ésta, precisamente, la reacción que González Iñárritu pretende conseguir en el espectador (cómplice y copartícipe) —una sensación de sobrecogimiento provocada por la belleza de un poema que, además, dibuja y esclarece el tema central del filme.

Inmerso en esta red de elementos dinámicos que va excitando el interés de quien ve, el poema pierde su autonomía y se convierte en un vehículo diseminador del concepto que se maneja en la producción. El primer plano de Sean Penn, su tono de voz y la reacción de Naomi Watts, son todos recursos fílmicos inmediatos que pretenden proyectar la significación del poema en una dirección deliberada. Todos ellos se combinan en la construcción de un mensaje que ya no guarda relación alguna con el mensaje original del poema y que, además, debe ser lo suficientemente impactante como para alejar la atención del espectador de cuestiones relativas a verosimilitud y probabilidad, irrelevantes para efectos de tal mensaje. Por lo tanto, sería quizás pedante el preguntarse cómo llega un profesor de matemáticas norteamericano a conocer la obra poética de un escritor venezolano. Más interesante, aunque igualmente inocuo, es el hecho de que en 2003, cuando 21 gramos fue estrenada, aún no existía una traducción al inglés de los poemas de Montejo. Con lo cual, la “apropiación” de “La tierra giró para acercarnos” por parte de González Iñárritu y Fernando Arriaga (guionista) es total, al utilizar una traducción que en su momento era única y original.

Así, el hecho de que en esta instancia específica el contenido del poema sea compatible con el mensaje del filme es una circunstancia, al menos, feliz, y no acarrea mayores consecuencias. En otros casos, los discursos —y recursos— estético, narrativo y semántico (en síntesis, los códigos) de la película podrían apuntar en otras direcciones, y así satirizar, banalizar, tergiversar o hacer uso humorístico del texto poético. Sin embargo, una vez incluido el poema en un contexto audiovisual, éste “muta” y se transforma en código fílmico al servicio de los creadores, en su lance por conseguir efectos específicos. Ya en esta situación, el poema se vuelve tan válido como otros recursos para funcionar como ardid fílmico, y su efectividad dependerá en buena medida del director y su arte para manipularlo convincente y asertivamente.

Lo cual no implica que exista, en efecto, un punto medio entre cine y poesía. Sin embargo, lo que sí implica es que al menos dentro del código cinematográfico existe la posibilidad de hacer de la literatura, de la poesía, un recurso más creativo, aunque complementario, de la producción.