Letras
Dos cuentos

Comparte este contenido con tus amigos

El jugador

Regresaba tras quince días de ausencia. En Roulettenbourg, madame Blanche había dispuesto una recepción donde amigos y familiares aguardaban su llegada; todos se hallaban a la espera del joven tutor. Algunos hacían uso de las mesas de juego mientras otros conversaban y departían plácidamente.

En una esquina del salón el joven Antón se notaba algo perturbado y miraba con displicencia los movimientos circulares de la roulette donde jugaba Fedor, hombre estimado por su galantería y gran habilidad en el juego. Luego de haber logrado una cantidad considerable de kopeks, Fedor se retiraba de la mesa y se dirigía hacia el lugar donde se encontraba el joven practicante.

—Sabe usted: pienso que es un joven afortunado. Sin mucho esfuerzo cuando termine su carrera será el médico que tenga la exclusividad en Roulettenbourg de atender a madame Blanche, a Antonia y a la bella Katerinna —dijo el letrado pronunciando el nombre de Katerinna mientras le guiñaba el ojo.

—Qué quiere decir.

—He notado cómo dirige sus miradas hacia usted.

—¿Cree usted que ella se fijaría en mí? —dijo tímidamente.

Fedor sonrió y se quedó pensativo mirando hacia donde se encontraba la princesa.

Katerinna se encontraba en la esquina opuesta del salón junto a la señorita Alexandrovna y su abuela. Las tres platicaban con agitación sobre la llegada del profesor y otros temas. En un momento la mirada de la abuela se dirigió al letrado asentando la cabeza como gesto de cortesía o complicidad.

—Te diré algo, mi estimado Antón —dijo Fedor mientras le rodeaba los hombros con el brazo—. En los juegos de azar como en el amor la suerte es un factor determinante para el éxito, sin embargo la paciencia, la prudencia, el tacto y la inteligencia permiten que salgas con la mirada en tus zapatos o te alejes con una sonrisa.

El letrado hizo una pausa, miró alrededor y continuó mirando fijamente a su improvisado aprendiz.

—Para ser un buen jugador como un buen amante debes tener en cuenta que el egoísmo con que asumas cada partida es indispensable —decía mientras procuraba infundir coraje y decisión.

—Cree usted que sea correcto arriesgarse —dijo Antón correspondiéndole al letrado con el juego de insinuaciones mientras señalaba a Katy con una tímida mirada.

—Hijo mío... —suspiró—. Siempre es bueno el arriesgarse, pero antes de emprender carrera en artes tan efímeras, debes estar dispuesto tan sólo a ganar, ganar experiencia y únicamente con la idea de perder el miedo. En principio una mujer es tan importante como una ficha en la ruleta, es importante tener en cuenta que los valores de cada ficha dan mérito al acto de arriesgarse. Todas las mujeres no tienen el mismo valor.

El joven Antón parecía no perder detalle y atender a cada ampuloso gesto.

—No obstante debes asumir con la misma intensidad y mesura cualquier revolcón con una cortesana o una princesa. La indiferencia total ante la pérdida de un millón de florines o de unos kopeks debe ser igual a la que te motiva una plantada en un café o al de una cachetada a pocos centímetros de las sabanas de su cama. Me entiendes, verdad.

Antón prácticamente tuvo que contener una carcajada con las manos. El semblante del joven había cambiado por completo. Asentaba con la cabeza mientras sonreía mirando alternadamente a Katy, a Fedor y a la mesa de juego. Fedor se divertía viendo al joven estudiante disfrutar de su discurso.

—En el proceso de experimentación no hay ningún tipo de piedad. Menos por un croupier, o por tu compañero de mesa, o por dinero, o por amigos, mujeres o trabajos. Lo que se pierde se castiga con el dolor de la ausencia. Instantes. Recuerda: tan sólo mo-men-tos fu-ga-ces. No más.

Fedor no dejó oportunidad a Antón de responder cosa alguna. Le palmoteó la espalda como animándolo a dejar la silla y se alejó lentamente. Sin decir nada Antón se levantó y, sin dejar de mirar a su improvisado consejero con una pequeña sonrisa, sacó de su chaleco algunos billetes y se dirigió hacia la roulette. Apostó la mitad de su cambio a distintos números y cruzó sus brazos mientras se daba el cese. Miró por un momento a Fedor, quien le guiñó el ojo desde donde se hallaba, y esperó el tac-tac del pequeño esférico que determinaría la fortuna.

—Negro el ocho —dijo el croupier.

Antón revisó el número notando que no había fichas de su color allí. Empuñó con emoción su mano mordiéndose los labios y miró nuevamente hacia la silla donde se encontraba el ilustrado sin encontrarlo con la mirada.

Sin mucho afán volvió a cubrir los mismos números con sus fichas de color azul sobre el paño verde. Además destinó otras para el número ganador anteriormente.

—No va más, señores, no va más, por favor.

Tac, tac, tac, tac... tac, tac... tac.

—Negro el ocho —anunció nuevamente el croupier.

Con una expresión de gran satisfacción levantó la mirada para corresponderle al veterano Fedor en algún lugar del salón, ahora acompañado por la señorita Paulina.

Luego de pensar unos instantes, Anton tomó la totalidad de las fichas, las cambió y se dirigió con decisión hacia el balcón donde la princesa Katy disfrutaba del estrellado panorama de la noche.

Fedor sintió una palmada en el hombro y percibió con rapidez el guiño que Antón le hizo sin detenerse.

—¿Disfruta usted de la pintura? —preguntó Fedor a Paulina—. Este es de los pintores más controvertidos últimamente en París.

—Es poco convencional pero me agrada. Pero bueno, en realidad no sé de pintura contemporánea. Me creerá usted que tan sólo he estado una vez en París y ni siquiera tuve la oportunidad de asistir a exposición alguna. A decir verdad más bien fue un descuido.

—Imperdonable —decía Fedor mientras parodiaba la voz del profesor Alexis.

—Por cierto, es extraño, el profesor Alexis no ha llegado aún.

—Bueno, verdaderamente sería terrible que llegara en estos momentos. Creo que me privaría del privilegio de su atención.

—Está usted burlándome, monsieur —dijo sonrojada Alexandrovna—, además hace unos minutos era usted el motivo de cautivación de jugadores, y la roulette estaba rendida frente a usted. Mi atención no es demasiada junto a la que usted provoca en el público.

—En lo más mínimo. En verdad no podría permitirme burlarla. No se imagina usted lo insoportable que era la agonía de no poder compartir mi suerte en el juego con una encantadora presencia como la suya. Además su atención tiene toda mi estima.

Paulina y Fedor se miraron en silencio por unos instantes. Paulina bajó la mirada y cambió el tema de la conversación con particular encanto. Tomó de gancho a Fedor y caminaron alrededor de la casa por largo rato.

La ausencia del profesor Alexander dejó inquieta toda la recepción. Al final de la jornada se habló de una comisión de búsqueda que partiría en las horas de la madrugada.

 

Un telegrama del profesor pidiendo disculpas por su ausencia y explicando que de improviso se había visto obligado a partir hacia New Orleans provocó gran extrañeza y descontento. Al parecer Alexis se vio forzado a decidir por un trabajo de tutor excelentemente remunerado en el estado de Louisiana. Este hecho, y la falta definitiva de correspondencia por parte del profesor; sumado a uno que otro obsequio acompañado de una visita del letrado Fedor a la señorita Alexdrandrovna, dieron pie para que la hermosa Paulina decidiera finalmente acceder a las insinuaciones del carismático escritor.

Fedor caminaba las calles de San Pedro sin rumbo fijo. Reposó aquella noche en casa de un pariente lejano y salió en la mañana muy temprano, casi completamente desvelado. Cabizbajo, Fedor se sentó en un banco de la plaza mientras con desolación contemplaba a los ancianos alimentando las palomas. Duró horas y horas sin moverse de aquel banco, como un ente.

Calculada la hora de su cita con Paulina, se levantó, caminó unos pasos y estiró su cuello para mirar la hora en el obelisco.

—Cuatro cuarenta y cinco —murmuró.

Minutos más tarde Alexandrovna entró al Café Blanché, se sentó en una de las mesas cerca de la ventana y sin hacer pedido alguno se dispuso a esperar. Luego de reconocer el panorama tras el ventanal del Café y de observar con detalle la decoración del lugar, Paulina tomó con delicadeza el reloj de cadena que reposaba sobre su pecho y miró la hora que ya pasaba de las cinco y media. Con gesto de extrañeza pidió una taza de té y abrió las páginas de algún pequeño folletín con la idea de distraerse en la lectura.

Varios minutos más tarde, con sumo desconsuelo, la señorita Paulina Alexandrovna dejó unos kopeks sobre la mesa, cerró el folletín y sin mirar más su reloj de relicario se levantó y salió del lugar sin mucho afán.

 

Algunas calles hacia el oriente del Café Blanché, Fedor se encontraba sentado en el banco de la plaza; se levantó y sin dejar de mirar a las palomas recordó con sus manos, mientras tanteaba cada uno de sus bolsillos, que no tenía kopek alguno. Con los ojos perdidos en el picotear de las aves se acarició fuertemente los cabellos hacía atrás y se sentó de nuevo en la banca hasta el anochecer.

 

Dealer

Casi no puedo evitar sonrojarme al sentir el roce de sus dedos y encontrar su mirada frente a la mía a través del caos entre colores, humo, manos, números y fichas.

No hay más que tres jugadores frente a mí. Una anciana impávida, casi inerte, que apuesta tan sólo cinco fichas en cada tiro; un escandaloso coreano que frecuenta el salón con regularidad y suele fastidiar a los clientes con sus chillidos; y él, siempre luchando por evitar que sus mechones rubios le caigan sobre su cara.

El esférico de marfil truena por el metal circular negrirrojo mientras sus ojos intentan cubrir toda la mesa con infantil desesperación. La anciana apuesta al 35, al 12, al 9, al 25 y al 30, el oriental ubica montañas de fichas en casi todos los números mientras ríe, chilla o reniega sin que nadie le entienda. El rubio evita cualquier contacto visual, manteniendo su mirada fija en el movimiento de la bola.

Mi actitud de seriedad es implacable ante la bullaranga del sitio. Los colores, las luces de los candiles, la música, las maldiciones y festejos, y hasta la melodiosa voz de Yira, la estrella de la noche, son ajenos. Para el chico rubio todo es parte del escenario donde se enfrenta con su suerte. Pareciera que yo no valgo más que una ficha.

El chambelán de la anciana permanece tras de ella sosteniendo su bastón. Otros chicos de la misma edad que el caballero rubio están tras él y comentan sobre mí, no deseo mirarlos así que me concentro en el movimiento del esférico y por ratos logro olvidarme de que alguien apuesta sobre el tapiz.

Lleva tiempo jugando y sus rasgos de cansancio y desespero ya se dejan notar. En algunos tiros ha ganado pero a simple vista se ve que su cantidad de fichas se reduce, obligándole a pedir más crédito para volver a cambiar por fichas. Noto lo fastidiado que está por el sudoroso coreano siempre tan cerca de él. Algo de pena me provoca la situación.

—No va más —digo mientras paso la mano sobre los números y el tapete verde como anuncio de cierre de apuestas. Mientras la bola de marfil salta de un número a otro se escucha la voz de Yira, una andaluza que se roba buena parte de las miradas, entonando la melodía que sin duda inspiró su nombre artístico. Yo la alcanzo a divisar desde mi mesa a través de decenas de personas que fuman, ríen y se lamentan.

Reviso las posturas. Miro hacia el gran ojo deseando que el balín se detenga. —El veinte —pienso—. El veinte.

Sin otra opción digo:

—Negro el dos. Número libre.

Con exagerada firmeza, una de sus manos plancha su cabello hacia atrás. Me doy cuenta de que sus fichas se agotaron de nuevo entre el veinte y el diecisiete.

Se levanta y, sin regresarme la mirada, se marcha.

Mientras ordeno la veintena de fichas en columnas simétricas lo observo. Lentamente toma su sombrero del guardarropa y se dirige hacia la salida cruzando un par de palabras con De Ors, el jefe de mesas, quien le acompaña y le despide con aguzada amabilidad.

Mi turno se hace largo. El coreano se ha cambiado tres o cuatro veces de la ruleta al póker y al baccarat espantando a los últimos clientes que la brumosa mañana ha dejado. La anciana es la última en retirarse de la mesa. Finalmente se ha logrado ir con una buena cantidad de dinero acompañada por su camarlengo.

Tan sólo unas horas han pasado y el chico rubio ya se anuncia en la entrada. Deja su sombrero y abrigo a la entrada. Tiene el cabello húmedo, una leve cortada en su barbilla, la piel pálida, que devela dos medias lunas moradas bajo sus ojos, trae un vestido planchado y limpio y una seriedad implacable. No dejo ocultar una nueva sonrisa para darle confianza.

Me sonríe y firma de nuevo la libreta de De Ors. Éste le entrega nuevas fichas de valor. Me da un par de ellas y yo le entrego tres columnas más de fichas rojas. Poso mi mirada sobre el esférico, lo impulso y lo pongo a rodar mientras él, cuidadosamente, deja sobre el tapiz algunas de las fichas en números distintos. Entre ellos, y como de costumbre, siempre el veinte y el diecisiete.

Cuando mis ojos retan los suyos, me evita.

Parece concentrado y únicamente observa mientras acaricia su pequeña cicatriz con uno de sus dedos. Mis manos buscan encontrarse de manera accidental con las suyas y pienso en lo inevitable de esta escena repitiéndose por centenas.

La ruleta y el balín han girado varias veces. Su aspecto parece deteriorarse en menos de una hora como si hubieran pasado semanas. Su cabello peinado es ahora un desorden entre laca y mechones que le caen sobre su frente. El nudo de su corbata está más cerca del estómago que de su cuello y sus dedos, cada vez con más frecuencia, se encuentran con los míos tan sólo por la casualidad que la desesperación de cubrir la mesa con las fichas le provoca.

Una serie de miradas que salen de su rostro situadas entre la tristeza y la rabia me hacen sonreír. Pienso en el fin de mi turno tan sólo unos minutos más tarde.

—No va más.

Paso la mano como es lo acostumbrado. El bullicio ha disminuido considerablemente y Yira ya se ha ido a descansar como muchos de los jugadores. Reviso las apuestas. Sólo fichas rojas sobre el tapete verde en algunos números. Siempre el veinte y el diecisiete. Imagino las calles de la ciudad y pienso en mi regreso a casa. El carrerista es un peligro a esa hora de la mañana. Lleva horas trabajando y por momentos no puede evitar quedarse dormido con las riendas en la mano.

Estoy exhausta. Lo miro y pienso que desearía que él me mirara y me dijera que sólo viene a apostar para verme. Imagino que me mira a los ojos, que me entrega las fichas para el cambio y que me invita a pasar el resto del día a su lado. Lo miro de nuevo y en sus ojos sólo está el tictaqueo a través del circular. Ahora miro el gran ojo en el retrato del emperador y pienso en cada uno de los números que no ha apostado. Ahora quiero que llegue mi remplazo y deseo que él se quede ahí de manera perpetua.