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La broma

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A principios del siglo XX, los dueños de grandes haciendas eran personas poderosas que dominaban política y económicamente en regiones muy extensas, abarcando a muchos pequeños pueblos con su poder y sus influencias.

Las gentes de esos pueblos, generalmente de ser muy sencillo y de escasa cultura, tenían en las acciones y decisiones de esos hacendados no sólo ejemplos a seguir, sino también consecuencias directas en el transcurrir de sus vidas, por lo cual se mantenían al tanto, como si ello fuese lo más importante que pudiese acontecer, de todo lo que pasaba entre aquellas familias: sus amores, sus triunfos, sus pasiones y sus muertes.

No resultaba raro, entonces, que las gentes de aquel pueblo hubiesen seguido con tanto detalle los extraños sucesos que rodearon a la familia de los Berend desde que Anastasio Subeiro, un peón de hacienda, embarazó a Paulina, hija única de don Tomás Berend, viudo y dueño de cuanto se podía abarcar con la vista y con la imaginación por aquellos lugares, y tuvo que escapar tan lejos como pudo, como alma que el diablo llevase, de todas aquellas tierras, para salvar su vida.

La ira de don Tomás no se aplacó siquiera ante el martirizado rostro de su hija, ni hallaba alivio en el amor por ella; antes bien, viendo ajada su honra, arrastrada en aquella barriga que crecía, se encendía más en él el deseo de tomar con su mano una justicia a la que se sentía con derecho.

Y, no pudiendo, por más que lo intentaba por todos los medios y con todo su poder y sus hombres disponibles, encontrar al causante de aquella que él consideraba una gran ignominia, se veía tentado, a veces, a tomar tal justicia contra su propia sangre, y sólo lo detenía, en tales ocasiones, el miedo al castigo divino.

Pero quiso la fortuna, o la desventura, que don Tomás muriese de un infarto antes de que se decidiese a ejercer acción alguna y de llevar a último término un testamento que estaba preparando, en el que desheredaba a Paulina de sus bienes, sin saber exactamente aún a quién le heredaría todo y sin considerar siquiera al nieto bastardo que había nacido ya, y al que no había querido ver ni conocer.

Así que, sin testamento legal que dijese lo contrario, la muchacha quedó en posesión, por ley, de todas las propiedades; y cuando, casi se podría decir, no se había enfriado aún el cuerpo del viejo, regresó Anastasio que, tras las reanudadas promesas de amor y ante la evidencia del deseo, que no había arriado sus velas ni aminorado su poder con la forzosa separación, se casó con Paulina, convirtiéndose así en dueño y señor de la hacienda de la que antes había salido huyendo.

Sin embargo, fue muy corta su felicidad, porque a los pocos meses una mordedura de serpiente acabó en unas cuantas horas con su vida y dejó a Paulina con el hijo de ambos, enfrentada a la hacienda y a los negocios que pronto aprendió a manejar, para mantener y aumentar, incluso, el patrimonio heredado de su padre.

Paulina, agobiada con tantos quehaceres, no quiso nunca darse tiempo para considerar las pretensiones de muchos que se le acercaban. Primero, porque el amor del difunto Anastasio aún estaba prendido en su corazón, y luego, porque pensaba, no sin algo de acierto, que todos lo hacían atraídos por su fortuna, negando así la posibilidad a algunos que realmente estaban interesados en ella por su belleza, que no era escasa en esos años de su juventud.

Su hijo, que creció para ser un bueno para nada, se casó y le dio tres nietos: Hermesindo, Pablo y una niña a la que llamaron Anastasia, en memoria del abuelo, y de cuyo parto murió la madre.

Este suceso aceleró el transitar del hijo de Paulina hacia la vida disoluta; su tiempo transcurría entre las farras y el juego, por el que, tras una disputa por un asunto de unos naipes, fue seguido, emboscado y asesinado.

Así, doña Paulina quedó sin más familiares en este mundo que aquellos niños completamente huérfanos. Hermesindo, que de los dos varones era el más inteligente, fue enviado a la ciudad para continuar el bachillerato y luego la universidad. Cuando venía a casa, en los períodos de vacaciones, asombraba a todos con las cosas que traía aprendidas.

Después de terminar sus estudios regresó definitivamente al pueblo y doña Paulina, con gran dedicación y empeño, lo fue entrenando y empapando en el funcionamiento de los negocios.

Los Berend, a diferencia de otros hacendados que vivían en grandes caserones dentro de sus extensas propiedades, tenían situada su casa en el centro del pueblo. En los aldeanos, esta cercanía con ellos no derribaba, sin embargo, las barreras del respeto que les profesaban, y evitaban mantener puntos de honor en cualquier discusión, o abandonarse a esas confianzas que se tienen entre sí los hombres y las mujeres de los pueblos.

Parte de la influencia que los Berend tenían allí era que, siendo dueños de las tierras y de la mayor parte de los negocios importantes, empleaban a muchos en diversos oficios, ya fuese como dependientes, sirvientes o peones.

A esto hay que añadir que su palabra tenía gran peso en las jefaturas de policía o en cualquier oficina del gobierno, en los contados casos en que aquellas humildes gentes debían hacer alguna diligencia.

Hermesindo era afectuoso con su abuela y tenía tal facilidad de expresión y tal gracia, que encantaba enseguida a quien lo conociese.

Poco a poco, doña Paulina fue entregándole las riendas del negocio y ya no salía de la casa sino esporádicamente, para hacer algunas visitas, actos de firmas de documentos que requerían su presencia, y los domingos para ir a la iglesia.

Pero su mente estaba completamente lúcida y, fuera de sus creencias religiosas, de cuyos fetiches se había rodeado en su encierro, no había en ella ningún signo de senilidad, de falta de memoria o de incompetencia para tomar decisiones y, aunque había dado a Hermesindo plenos poderes de discernimiento y ejecución y nunca le contradecía frente a otros, en las discusiones sobre diferencias de opiniones que se ventilaban en la intimidad del despacho familiar ella mantenía autoridad, y su palabra era ley por encima de la de su nieto.

Esta religiosidad de la anciana no era una excepción en aquellos lugares. La gente mezclaba en su mente creencias y supersticiones, creían en las cosas del más allá, tanto de Dios como del Diablo, a uno y otro le rendían sus ofrendas, sus tributos y oraciones.

Cuando Hermesindo cumplía los veintiocho años, hacía tiempo ya que todos lo respetaban y reconocían como el representante legítimo de la familia en cualquier negocio o transacción. Tenía el don de mando y había manejado con responsabilidad y ecuanimidad los diversos negocios familiares, las empresas, las haciendas, e incluso el banco, del que era socio mayoritario, de tal manera que se fue convirtiendo en el hombre más poderoso y más importante de aquella región, querido por muchos, envidiado por unos pocos y codiciado por las mujeres jóvenes y las no tanto.

Por su parte, Anastasia, aunque era también muy inteligente, no había tenido acceso a estudios superiores y sólo había sido preparada en la religión y en saber atender una casa, como toda señorita decente de la época.

No le faltaba belleza ni pretendientes, pero era estrechamente vigilada por doña Paulina y pobre de ella como diese un paso en falso. Era dulce, mansa y callada, buena anfitriona en las escasas reuniones que se hacían en la casa, la cual mantenía impecable. Esto ya lo hacía cuando Hermesindo había venido de vacaciones, queriendo encargarse de todo a pesar de tener a varias mujeres a su servicio; y ahora lo atendía aun con más solicitud y dedicación. Ello no era mal visto por Pablo, que también admiraba a su hermano, y lo quería.

Pablo era un ser retraído y taciturno, de gran corazón aunque algo enfermizo, pero muy hábil sin embargo para los quehaceres domésticos y encargarse de los asuntos de los empleados. Así, se había quedado toda su vida en el pueblo al amparo de la abuela, y de la vida sin muchas responsabilidades.

También era un hombre místico que creía en cuanto le predicaban, y cuando no estaba encerrado en su cuarto o con el médico, se le podía encontrar en la iglesia, o en asuntos de santería. Creía en el cielo y el infierno y leía cualquier libro que de estos temas cayese en sus manos, dándole diversas interpretaciones según las elucubraciones de su mente.

Hermesindo, que al principio sólo había regresado al pueblo por encargarse de las propiedades, pero que siempre tenía entre sus pensamientos el regresar a la ciudad en donde había conocido otro tipo de vida, no creía en aquellas cuestiones religiosas y catalogaba como obtusos e ignorantes a quienes las tenían.

Pero a la abuela no podía contradecirla, y se abstenía de hacer cualquier comentario que pudiese herir su susceptibilidad cuando, al entrar a su habitación, debía toparse siempre con aquellas imágenes de los santos de su devoción y con aquella otra más grande, que representaba al diablo en una figura de ángel con cuernos y tridente, rodeada de unas luces rojas que siempre estaban encendidas.

Con el tiempo, enterradas las botas en la hacienda y amañado al poder que poseía, se sentía con derecho a mandar y ordenar en todo y pensaba que todo le pertenecía, pues en los últimos años había logrado reunir una fortuna que duplicaba, por poco decir, lo que había encontrado a su regreso de la universidad.

Así que no le parecía correcto tener que compartirla algún día con un hermano al que consideraba trastornado, y con una hermana que, aunque mucho la quería, era solamente una mujer, y un extraño vendría alguna vez, como vino su abuelo Anastasio, y se llevaría, muy a su pesar, gran parte de lo que tanto le había costado construir.

De esto ya había tenido una prueba hacía corto tiempo, cuando un desarrapado, un joven moreno, fornido, de ojos oscuros y dientes blancos como la leche, un advenedizo buscador de fáciles fortunas, la abrazaba en el patio, y ella, niña inocente que nada había conocido, estaba allí, vencida, gimiendo como una boba, a punto de entregar su candidez a aquel bellaco, lo que hubiese ocurrido si él no hubiese llegado a tiempo para impedirlo.

Él lo corrió de allí con la promesa de matarlo si lo volvía a ver frente a sus ojos, y el asustado muchacho se fue muy lejos, pues era sabido que la palabra de Hermesindo era ley que se cumplía al pie de la letra.

Y Anastasia tuvo, a partir de aquel día y hasta nueva orden, la casa por claustro, dando por muy bondadosa la decisión de su hermano, que muy bien pudo haber matado en el acto al enamorado, pues estaba dentro de su propiedad, y haberla mandado a ella a un convento para el resto de su vida.

 

2

La idea de que Satanás lo perseguía comenzó a meterse en la mente de Pablo. Oía voces de ultratumba, ruidos desconocidos y sobrecogedores durante las noches, y la figura diabólica comenzó a aparecérsele de improviso en las calles solitarias, a través de las ventanas e, incluso, dentro de su propio cuarto.

Pablo estaba totalmente seguro de que era el diablo el que se le aparecía, el que hacía ruidos infernales, el mismo que había dibujado con tinta roja aquellos temibles e incomprensibles signos sobre la cabecera de su cama.

Entonces, convencido de la imperdonabilidad de sus pecados, seguro del infierno a que estaba destinado, enloqueció hasta el extremo de ver al maligno en cualquier parte a donde iba.

Durante todo este tiempo, Pablo contaba de estas apariciones a quien lo quisiera oír. En la casa, los empleados, las cocineras, la servidumbre toda, conocían hasta la saciedad las características de las mismas. Cuando Hermesindo lo encontraba, en las pocas ocasiones en que le prestaba algo de su tiempo, le escuchaba contar sus sueños y alimentaba sus temores con expresión de sorpresa y de credibilidad ante la descripción de la luzbélica presencia.

Así que, en el punto más álgido de aquella locura, atrapado en el callejón sin salida de la desesperanza, se dirigió a la iglesia, se confesó y, acto seguido, se dio un tiro en la cabeza.

El suicidio de Pablo hizo mella en la salud de doña Paulina, que ya no salía de la casa, y en las pocas ocasiones en que se aventuraba por el pueblo se la veía abarrotada de tristeza y de vejez.

Poco a poco, su vida se fue encerrando entre las paredes de su cuarto, y permanecía ajena a casi todo lo que en la casa sucedía y a lo que en la calle se comentaba.

Comenzó a despertarse por las noches, sobresaltada por sueños extraños; la gente que pasaba cerca de la casa a ciertas horas, oía cosas. Comenzaron a tejerse historias... Unos decían que la oían llorar, otros oían gritos y, algunos, decían que se escuchaban voces, hablando en idiomas desconocidos para ellos.

Hermesindo no escatimó esfuerzos, ni gastos, ni tiempo, en procurar una cura para sus males, eso saltaba a la vista de todos. Unos elogiaban su encomiable actitud y su dedicación, otros eran incrédulos y hablaban, con sorna, de que algo no andaba bien. Se llamó a los mejores médicos de unas y otras especialidades, recetaban hierbas, pastillas, pero la abuela no mejoraba.

En unos días se sintió mejor, hasta se la vio en la iglesia, aunque demacrada y acabada. Entonces la gente comentaba: “Todo el que va a morir...”.

También hablaban en el pueblo de la gran herencia que recibirían Hermesindo y Anastasia, y a propósito de la muchacha, que dónde estaría... Que si el hermano la tenía encerrada... Que si la había mandado al extranjero... Que si estaba loca, en fin, todo lo que se les ocurría.

Todo esto lo decían a espaldas de Hermesindo, porque nadie se atrevía a comentar nada en su presencia.

La anciana, inducida en sus sentimientos por todos los cuidados que Hermesindo le había prodigado, le firmó poderes especiales que le permitían hacer y deshacer cuanto quisiese y, no contenta con eso, dictó un nuevo testamento, repartiendo todo lo que tenía entre los dos hermanos, pero lo nombraba a él albacea de la parte de Anastasia hasta que ella se casase, y aun esto estaba sujeto al consentimiento de su hermano, pues si ella se casaba con alguien sin dicho consentimiento perdería la mayor parte de la herencia que le correspondía.

Decía también el testamento que, si uno de los dos muriese, todo pasaría a las manos del otro. Anastasia estaba presente y lo leyó; con infinita dulzura y no disimulada inocencia, besó a la abuela y abrazó a su hermano mientras le juraba amor para siempre y, pidiéndole perdón por cualquier falta que pudiese haber cometido, le aseguraba que jamás lo contradiría y que sólo viviría para cuidarlo y atenderlo y que, por supuesto, no dejaría que algún hombre entrase en su vida sin su consentimiento. En su lecho de enferma, la abuela estaba feliz de ser testigo de aquel amor fraternal.

Pero, a partir de ese día, fatal casualidad, su salud fue empeorando paulatinamente. Sus malos sueños y sus visiones se hicieron más frecuentes.

Una noche vio aparecer ante ella la imagen del ángel demoníaco dibujando la sombra de una figura infernal, a la parpadeante luz de las velas, sobre las paredes de aquel cuarto lleno de estampas de santos, encima de las que danzaba con todo su sacrílego irrespeto.

La palidez de la muerte se fue apoderando de la anciana a medida que el diablo se acercaba y retrocedía hasta el umbral, para acercársele de nuevo en actitud amenazante. En el aterrorizado y viejo rostro, los ojos parecían querer salirse de sus órbitas.

Hermesindo cimbreaba su cuerpo, manteniendo en alto el tridente, de cuyas puntas la imaginación enferma de la anciana hacía brotar rayos de fuego, rojos como sangre, que bañaban todo aquel recinto, escenario de un desesperante, lento, pero efectivo asesinato.

Se acercó a ella y entonces, en el gélido semblante, descubrió la prueba acusadora que la anciana llevaría hasta la tumba, porque allí se veía claramente que en el último instante, cuando ya cualquier esfuerzo por regresar la vida a su cuerpo sería vano, descubrió el macabro juego de su nieto, y Hermesindo Subeiro lo sabía, porque ella murió con su nombre entre los labios.

 

3

Hermesindo Subeiro se había adueñado de la casa, de las tierras, de las empresas, de toda la fortuna de los Berend. Se hacía llamar Don y se fue haciendo terrible en su forma de hacer negocios.

Anastasia, silenciosa y cándida, lo atendía en sus necesidades y lo acompañaba en las tardes a tomar una taza de té en aquel jardín con su gran filtro de piedra, en donde jugaban cuando eran niños; un té al que él no era adicto, pero al que se había acostumbrado por ese sabor especial que Anastasia le ponía, con una hierba que, según ella, recientemente había descubierto.

No sospechaba Hermesindo que aquella droga administrada día a día con el amor fraterno, liberaría en él los demonios del remordimiento.

Así, entre las piedras de molino que los días van moviendo, se fueron desgranando sus recuerdos y, en algún momento, por alguna razón desconocida, un temor a lo del más allá comenzó a abrirse espacios en los intrincados y obscuros laberintos de su mente.

Recordaba con horror la mirada de la abuela en su último instante de agonía, y ahora, más que nunca, recordaba también cómo había acelerado la locura en la mente de su hermano.

La muerte de Pablo había sido comidilla de todas las conversaciones y como él sabía muy bien lo que estaba haciendo, pues para eso había estudiado y se sentía más inteligente que todos ellos, había comenzado a decir que también a él le estaba saliendo el diablo.

Lo había contado así porque la gente andaba hablando mucho, y pensaba que, apoyándose en sus supersticiones, desviaría la atención y, a todo lo que había ocurrido y estaba por ocurrir, le daría una connotación mágica, un origen lúdico, una causa creíble para las mentes de aquellas personas, incultas e ignorantes.

Después de la muerte de doña Paulina, todos comenzaron a creer que en verdad estaba el diablo metido en aquella casa, y sentían lástima por él. No sospechaban siquiera que había sido él mismo que, disfrazado de demonio, había conspirado para deshacerse de su familia.

El asesino lloraba, a veces, en su habitación, de la que salía cada vez con menos frecuencia. El hombre sociable fue desapareciendo, dándole paso a uno reservado y huraño.

Antes, cuando la avaricia no había soltado sobre él, aún, sus huestes de gusanos, era un hombre alegre, divertido y con muchos amigos. Muchas veces se le veía en el bar, en el billar, en reuniones a las que todos lo invitaban, en bailes...

Mas ahora no frecuentaba ninguno de estos sitios, había rendido el espíritu y su fuerza ante el oleaje gris de su conciencia.

¡Y nunca deja de hablar la gente de los pueblos! “¡Cómo ha cambiado!”... “¡Algo le pasó que se ha vuelto así!”... “¡Pobre Anastasia, tan bonita, y encerrada en aquella casa!”...

Los negocios los había ido abandonando. Una y otra vez venían encargados y gerentes con algún asunto urgente y él estaba indispuesto; entonces era Anastasia quien los atendía. Otras veces le traían papeles para firmar y lo hacía distraídamente, sin poner atención a lo escrito en ellos. Su mente no estaba en donde había estado siempre y no sabía lo que le pasaba. Sentía ahogos, desesperanzas, miedo de sí mismo, dormía con las luces encendidas, se arropaba hasta la cabeza...

El cuarto de Anastasia se iluminaba a veces en la madrugada... Él no se enteraba, porque vivía al margen, si se puede decir, de todo cuanto lo rodeaba. Un día ella salió a caminar por el pueblo y todos la saludaban con reverencia, se ofrecían a su mandar... Él no se enteraba de nada, porque andaba en sus asuntos, en los de su conciencia.

Anastasia seguía saliendo, primero a escondidas y luego ya, sin poner reparo ni sentir temor, porque su hermano no estaba pendiente de ella ni de cosas de este mundo, sino de sus fantasmas interiores. Comenzaron a tratarla de doña y asistía a reuniones de las que él nada sabía.

En el cuarto de la abuela, las estampas de los santos, testigos de la muerte, aún colgaban de las paredes; los cabos de vela en el altar improvisado, con la punta de mecha ennegrecida, permanecían vigilantes del recuerdo, como si estuviesen esperando que la arrugada y temblorosa mano viniese a encenderlos de nuevo.

Hermesindo Subeiro había sido incapaz de tocar alguna cosa, devorado por un súbito miedo de que ella pudiese regresar a tomar venganza, y se sentía atrapado, cada vez más, en una red que él conocía pero que no había tendido.

Pensó que la única salida sería ir junto a la anciana, hasta su propia tumba, una y otra vez, en constante peregrinaje, hasta sentir que su pecado le había sido perdonado.

La gente seguía comentando muchas cosas, ¡nunca deja de hablar la gente de los pueblos! Lo miraban de reojo y, cuando entraba a algún lugar, cambiaban la conversación. Decían que ahora le había dado por andar rondando el cementerio... ¡Comentarios!... ¡Comentarios!

 

4

Hermesindo Subeiro caminaba lentamente sobre las hojas secas, a la par del muro de la iglesia, cubierto de un musgo que formaba caprichosos contornos, a veces en retazos de fina y delicada tela, demarcada por otro más tosco y salvaje, como si fuese un muestrario de almas en donde quisiesen reflejarse todos los pecados de quienes descansaban en el silencio del sacrosanto recinto.

Respiraba entrecortadamente, se sentía como un extraño que, entrometiéndose a deshora, corrompiese la paz de aquel lugar. Su mirada resbaló desde lo alto de una cruz hasta la losa en la que se leía el nombre de la abuela: “Paulina Berend de Subeiro”.

Se quedó un tiempo inmóvil, contemplando las letras de molde. El canto de los grillos penetraba por sus oídos con un “cri-cri” monótono que se hacía punzante, angustioso, desesperante. Hermesindo miraba la losa sobre la que la luna dejaba caer sus reflejos como si fuesen rayos de plata, iluminando el nombre de la abuela.

Este reflejo le recordaba el de las máscaras en las noches del carnaval, años atrás, cuando daba rienda suelta a sus instintos, amparado en el anonimato, irrespetando las creencias y burlándose del diablo, en el cual no creía, porque aún no había sentido en carne propia la angustia de su presencia espeluznante.

Le pareció ver a su hermano disfrazado de demonio, bailando sobre las tumbas con el tridente en alto, y a la abuela, con su rostro frío sobre la losa, llamándolo por su nombre.

Un fino sudor rezumaba de su cuerpo, como rezumaba el agua del viejo filtro de piedra, en el jardín de la casa. Sentía un eco lejano que desembocaba en sus oídos, uno que venía lleno de reproches que agitaban su conciencia, desesperándolo.

Cerró y abrió los ojos una y otra vez, sin dar crédito a lo que ahora veía, sin atinar a comprenderlo completamente. Pensó que estaba soñando, que deliraba o que eran cosas de su imaginación, pero rápidamente se dio cuenta de la realidad.

Quiso correr, levantarse de aquel sitio y marcharse lejos, pero sus piernas se negaban a obedecerlo y sus rodillas seguían clavadas en la tierra.

Una procesión venía encabezada por el Diablo, uno como no había soñado jamás, un diablo verdadero, envuelto en llamas, con la cara ensangrentada y las manos como garras; sus piernas eran peludas como las patas de un macho cabrío; de su frente salían dos grandes cuernos que parecían no tener fin, pues sus puntas aguzadas se perdían en la obscuridad circundante.

Detrás de él venía un cortejo de ánimas, espectros blancos que refulgían en la oscuridad como si tuviesen luz propia; llevaban en las manos cirios encendidos que parpadeaban en todas direcciones, iluminando el camino de aquella comitiva que se acercaba para —imaginaba él— llevárselo al infierno.

Ruidos ensordecedores surgieron de pronto entre el silencio de la noche, carcajadas grotescas, rumores de misa negra, oraciones al señor de las tinieblas.

Dentro de su pecho se aceleraban los latidos como golpes de tambor, a medida que el desfile se acercaba. Un escalofrío recorrió todo su cuerpo; las ánimas reían. Reían con una risa estrepitosa, cada vez más cerca de él, cada vez más penetrante...

Comenzó a temblar con pequeños espasmos, y un gemido casi inaudible se escapó de su garganta. El diablo abrió los brazos peludos y ensangrentados y, para Hermesindo Subeiro, todo volvió a quedar en silencio.

Su cabeza cayó sobre la lápida y su cuerpo se deshizo, como un saco vacío, sobre la tierra.

“El Diablo” se acercó, se quitó los guantes, que asemejaban garras y, con el borde de la capa, se limpió un poco la pintura fosforescente que tenía en la cara. Los demás se acercaron también, apagaron los cirios y se quitaron las sábanas y capuchas con que estaban cubiertos.

Se inclinaron sobre Hermesindo, y al ver que estaba muerto, se miraron unos a otros con desconcierto. En verdad, la gente del pueblo sólo había querido hacerle una broma.

En la casa, Anastasia le abría la puerta a un joven moreno, alto y fornido, de ojos profundos como la noche, en la que brillaban sus dientes, blancos como la leche.