Artículos y reportajes
Literatura y violencia
Algunas reflexiones desde los ojos de un niño

Masacre en Colombia, Fernando Botero (2000)

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Conferencia dictada en el Colegio Mayor Penyafort de la Universidad de Barcelona el día 20 de abril de 2009, en el marco del evento “Miradas: arte y violencia en Colombia”.

I

Veo el problema de la violencia en Colombia y el mundo hoy, con esos mismos ojos de estupor del niño anonadado que vio los cadáveres mutilados de las 39 víctimas de la famosa masacre de La Italia, ocurrida en Marquetalia (Caldas) a mediados de los años 60. Perpetrada por el famoso “Capitán Desquite”, ella tuvo móviles eminentemente políticos, y su objetivo era cobrar venganza contra la fanáticamente conservadora Marquetalia de ese entonces en la que había sido asesinado un funcionario liberal.

Tal vez la cifra de muertos ahora no resulte tan escalofriante como en aquellos tiempos, es cierto. Desafortunadamente el país se ve sacudido en la actualidad, con dolorosa frecuencia, por horripilantes matanzas que lo tienen anestesiado. Pero eran otros tiempos, y el hecho de que las víctimas fueran ajusticiadas a “garrote vil”, rematadas a machete y puñal, siendo liquidadas algunas de ellas con el fatídico “corte de franela”, no dejó de producir su doloroso impacto en la población y el país, hasta el punto de que La Patria la calificó como “una masacre sin antecedentes en la historia colombiana”. Por supuesto, ante mis inocentes ojos infantiles, aquel hecho, aparte de impactarme, me dejaría marcado para siempre. Véase en el poema “La Italia”, del libro El poeta en su estatura, mi desgarrada visión de aquel hecho:

    Por aquellos tiempos de la infancia
las montañas milenarias de mi pueblo
acogieron dócilmente las semillas
de los sembradores de odio,
escondidos bajo los guaduales sombríos
a la espera de la hora escrita
en sus ojos somnolientos.
Fue al alba,
                    al borde del camino,
como en un sueño podrido de serpiente
mordiéndose la cola envenenada.
Su canto de fusiles y machetes
fue la cosecha
de mi niñez de asombro
en La Italia cenicienta de agosto.
La muerte por el suelo
y la sangre coagulada
en el polvo de la mañana.
...
         No,
nunca podré olvidar,
el dolor de los huérfanos
y de las viudas,
el sinsentido del odio,
y el pasmo del tiempo ausente
en mis pequeños huesos
                          de poeta herido
creciendo
                hasta su estatura plena
de cordillera rota.

Y esos hechos me dejaron señalado perennemente, porque desde ese momento entendí que esa —la violencia, la barbarie— no era, ni es, la mejor vía para la solución de los problemas entre las personas, sea cual sea la causa del diferendo o la disputa.

Pocos meses después de aquel espeluznante hecho, Desquite fue abatido en una emboscada en Venadillo (Tolima), y Gonzalo Arango, el poeta nadaísta, a raíz de ello, escribiría en La Nueva Prensa un deslumbrante texto del que extraigo unos fragmentos:

Lo mataron porque era un bandido y tenía que morir. Merecía morir, sin duda, pero no más que los bandidos del poder.

Con un ideal, esa fuerza cósmica invertida en el crimen se habría podido encarnar en un profeta, en un santo o en un líder...

Sin ningún ideal, no pudo ser sino un asesino que mata por matar. Destruir era su misión creadora.

Se había hecho guerrillero siendo casi un niño: no para matar sino para que no lo mataran, para defender su derecho a vivir...

En adelante... este niño no tendrá más ley que el asesinato. Su patria, su gobierno lo vuelve asesino, le da una sicología de asesino. Seguirá matando porque es lo único que sabe hacer: matar para vivir (no vivir para matar).

Y concluía con un suplicante llamado a la dignidad, a la vida, pero también con una estremecedora amenaza, que por desfortuna se sigue haciendo realidad:

¿No habrá manera de que Colombia en lugar de matar a sus hijos los haga dignos de vivir?

Si Colombia no puede responder a esta pregunta, entonces profetizo una tragedia: “Desquite” resucitará, y la tierra volverá a ser regada de sangre, dolor y lágrimas.

Hasta mediados de los años 70, la “violencia” colombiana tenía un significado causal y temporal preciso: era “el conjunto de actos de fuerza, generalmente atroces, cometidos al amparo de motivaciones predominantemente políticas y partidistas”. Sin embargo, el incremento de la violencia en los años 80 y 90, en todas sus formas, hizo pensar en una “nueva violencia”, que fue entendida como una “forma anómala de establecer las relaciones y de afrontar los conflictos recurriendo a la fuerza, a la agresión sicológica o al abandono, todo ello con el ánimo de debilitar o destruir a los demás, dando como resultado la muerte, la disminución de la capacidad física, del desarrollo humano o de toma de decisiones de la víctima”.

 

II

Vemos así cómo el homicidio es la primera causa de mortalidad en Colombia, suponiendo el 24,6% de toda la carga de enfermedad y muerte (ocho veces más que en América Latina y 19 veces más que en el resto del mundo).

En la década del noventa del siglo pasado hubo en Colombia más de 200.000 homicidios, cifra igual a la total de los años 40 y 50 juntos. Entre 1999 y 2005 hubo 162.153 homicidios. Del 2005 al 2008, se han contabilizado cerca de 45.000.

En 1994 ocurrieron en el país, en promedio cada día, 73 homicidios, 4 suicidios y 4 secuestros, llamando la atención el aumento en el número de homicidios y la sevicia con que se ejecutan muchos de ellos.

En 1997 los datos no eran menos escalofriantes: a esos 31.806 homicidios ya señalados, se sumaron 46.367 lesiones personales, 74.550 hurtos simples, 29.089 hurtos de automotores, 674 hurtos a entidades financieras, 2.939 actos de piratería terrestre, 1.537 acciones terroristas, 1.986 secuestros y 363 asaltos subversivos. En el año 2000, aparte de los 26.540 homicidios comunes registrados, debemos consignar 33.135 hurtos de vehículos, 412 hurtos a entidades financieras y 18.329 hurtos a las personas.

La Policía Nacional registró en 1975: 5.788 asesinatos; en 1991: 28.284, en 1996: 26.664, en 1997: 31.806 víctimas, y en el año 2000: 26.540 homicidios comunes. Estos datos suben en el 2002 hasta 28.534 y desde ahí empiezan a descender paulatinamente hasta los 18.888 de 2004, los 17.331 de 2005, los 14.787 de 2007 y los 14.138 de 2008. Lo preocupante es que los homicidios significan el 47% del total de muertes en el país en el 2007 y el 48% en el 2008, y que el porcentaje de muertes por causa del conflicto armado ha pasado del 7,5% del año 1999 al 19,16% del 2008.

Pero lo más preocupante aun es que los hombres jóvenes son las víctimas más frecuentes de esta forma de violencia. En 1995, el 34,6% de los homicidios fueron de personas de 15 a 24 años; el 32,7% lo fueron en personas de 25 a 34 años, con un total de 67,3%. En el 2000 esas cifras se mantenían constantes, al igual que en el 2008.

 

III

Considero que el fenómeno de la violencia en Colombia no es sólo un problema de política, de economía o de salud pública, es un hecho que trasciende la dimensión social del sujeto, es un conjunto de hechos que afectan la congruencia de la acción del sujeto con la naturaleza de su condición humana. Tampoco podríamos decir que sea un problema de estética, o que afecte a la obligación del creador en su condición de tal. No, en fin, pienso que es más bien un problema de ética, de responsabilidad positiva en el accionar del sujeto, de actitud ante la vida, de respeto a sí mismo y a los demás. Pero, además, hay que reconocer que entre los seres humanos hay más similitudes que diferencias, muchas más de las que pudieran señalar los seudonacionalismos recalcitrantes y que hay una serie de valores positivos y universales que están por encima de los diferendos étnicos y los distintos enfoques culturalistas.

Decía que esto es más un problema de ética que de estética, y voy a explicar un poco por qué. Es claro que los seres humanos somos violentos y lo hemos sido desde siempre porque esto ha estado ligado a la lucha por la supervivencia individual y de la especie. No nos engañemos, no pensemos que esto es sólo de ahora. Como decía Fernando Savater: “La violencia es un medio y también una forma de expresión”. Esto último sería “la afirmación de un grupo y de una forma de vida. Si fuera simplemente un medio se podría arreglar; cuando la violencia es puramente instrumental; cuando sirve para llegar a algo, de algún modo o de otro es controlable. El problema es cuando la persona se realiza en la expresión de la violencia, cuando pone una bomba para demostrar que él ama mucho a su patria, el matar gente es el testimonio de la importancia, de la seriedad con que tomo las cosas”.

Y agrega más el filósofo vasco: “Este tipo de terrorismo que utiliza la violencia como medio expresivo, como medio de autoafirmación, etc., y que no quiere nada concreto o imaginable, o que quiere cosas que pertenecen al reino de la utopía tan remota que verdaderamente es como si no quisiera nada, esta violencia es la más difícil de controlar porque no hay nada que darle, no se sabe qué darle a esa persona, qué se le puede dar para que deje de hacer algo que le hace sentir vivo”.

En ese sentido es que debemos recurrir a la ética, pero el problema es que es muy difícil que ella nos señale otra cosa diferente a “que lo humano reconozca lo humano, de que el hombre, cada individuo —como dice Savater— sea tratado como un fin en sí mismo, no como un instrumento, que se respete la autonomía de los otros, que se respeten los planes de vida de los demás, que sea mejor la veracidad que la mentira, la solidaridad que la exclusión”.

A raíz de los atentados sobre Nueva York y Washington del 11 de septiembre de 2001 muchas son las reflexiones y opiniones que se suscitaron en todo el mundo sobre las causas de estas bárbaras expresiones del terrorismo globalizado. Para el periodista Toni Negri “el terrorismo es una enfermedad esencial del sistema”, un sistema caracterizado por una visión mercantilista del mundo, maniqueo, que valora más lo material que lo espiritual, donde lo que prima es la tiranía de los mercados. “El capitalismo globalizado está enfermo de la violencia y la miseria que genera”, es más, abunda Negri, “Bin Laden y compañía, así pues son unas criaturas o más bien una enfermedad esencial del sistema”.

Pero, ¿desde cuándo y de dónde viene esto? Osvaldo Bayer dice que “todo es muy irracional. ¿Cuántos siglos necesitó el hombre para llegar a esto? Acompañado por sus religiones. Una que les metió el miedo y les hizo arrodillar y adorar a madres vírgenes mientras quemaba en hogueras a hombres y mujeres incoercibles y enviaba tropas cruzadas a quien no creía en lo que dictaban sus evangelios. La otra, que retiene al ser humano con aquello que ya todo está escrito y aun hoy sigue humillando a la mujer hasta el extremo de esconderla y reducirla a la oscuridad”.

El profesor John Hoffman, maestro de teoría política en la Universidad de Leicester y autor de Beyond the State: An Introductory Critique, y citado por la mexicana Adriana Díaz Enciso, hace una distinción entre violencia política y terrorismo. Mientras que la primera le parece aceptable cuando la libertad de un pueblo está comprometida, el terrorismo, en su opinión, de hecho, debilita los procesos de liberación. “Fundamentalmente, el terrorismo surge cuando la gente es incapaz de ponerse en el lugar del otro”, afirma y añade que es más probable que esto suceda cuando el mundo vive en sociedades tan distintas, donde la desigualdad marca divisiones tan profundas que resulta prácticamente imposible imaginar cómo puede ser la vida del otro. “La diferencia es parte de la sociedad y debe ser celebrada. Pero hay que evitar que la diferencia se convierta en división”. Sin embargo, para Samuel Huntington, el mundo no está progresando hacia un sistema global único, sino que está atascado en un “choque de civilizaciones”, es decir que la violencia, el terrorismo, en el mundo contemporáneo, se explican no sólo por las desigualdades sociales y económicas, sino también, y sustancialmente, por esa confrontación de culturas, por esa falta de diálogo y de ignorarse mutuamente las civilizaciones prevalentes en el mundo de hoy.

Pero a eso, además, para tener una visión más completa, hay que agregarle la perspectiva de Michael Clare, quien afirma que la nueva geografía de los conflictos internacionales está organizada en función de la preocupación que tienen las grandes potencias por el acceso a los recursos globales, por la adquisición o la protección de suministros de energía. Esa reconfiguración de la cartografía de los conflictos con base en la localización de las principales fuentes energéticas y de riqueza, también está influyendo en la geografía de los conflictos actuales y próximos futuros. La lucha por el control del petróleo, del gas, del carbón, del oro, los diamantes y las esmeraldas, de las zonas boscosas y del agua, serán la razón de ser de muchas de las expresiones de poder y de violencia inmediatos.

 

IV

No es, pues, un problema meramente de estética de lo que tratamos. Pero una cosa es el terrorismo, la violencia, y otro asunto es la literatura, las artes en general. Quiero decir, que no pienso que desde las artes se pueda solucionar este asunto, ni instrumentalizar la literatura para estos fines. No creo en la militancia artística. No creo, ni comparto el arte sometido ideológicamente, sin que eso no me permita valorar y apreciar algunos logros obtenidos al calor del compromiso político del artista, valorado por su calidad, por sus aportes al progreso estético de la humanidad, lo que llamaría Seamus Heaney como “la relación entre el impulso lírico y la responsabilidad social”, pero no por los beneficios que pueda generarle a una causa política, o social, o religiosa, o del tipo que sea.

En ese sentido comparto con el catedrático de filosofía de la Universidad de Extremadura Isidoro Reguera, su posición de que el intelectual, el creador, no tiene (ni debe tener) un compromiso ante la violencia diferente al del ciudadano común. “El intelectual de los compromisos especiales, del sentido del deber heroico y privilegiado, es el intelectual de otra época de revoluciones e ideologías, que creía —incluso sinceramente— que tenía algo que decir, y a quien seguía la gente. Las grandes razones y principios —éticos, políticos o como fuera—, que entonces invocaba y parecía encarnar, y con los que podía servir de ejemplo y conmover al público, pertenecen a la ficción del paraíso perdido. Hoy nadie puede creer en ellos, ni en nada de eso, por suerte... Hoy no hay principios universales, sino intereses personales o de grupo, a la hora de establecer valores...”.

Fernando Aramburu, el escritor vasco afincado en Alemania y reciente premio de la Academia Española de la Lengua por su libro Los peces de la amargura, en su discurso de recepción del galardón, afirmó sobre la obra que ella supuso para sí, “no sólo una opción moral asumida voluntariamente, sino también y sobre todo una opción artística. Soy poco inclinado a tratar de conducir al prójimo, mediante artefactos verbales, por la senda de la santidad. No me consta la existencia de un código moral al que hayan de sujetarse los escritores en el desempeño de su labor literaria. Dicho de otro modo, la circunstancia de que un escritor sea un hombre de paz, respetuoso con sus congéneres, no garantiza la excelencia artística de sus obras, como tampoco la excluye el hecho de que él vaya por ahí cometiendo ruindades. Nadie está legitimado para exigir al escritor una conducta determinada, no digamos una determinada fe”.

No obstante, el creador, pero siendo considerado como un individuo perteneciente a un conglomerado social, la persona como tal, sí que puede hacer algún aporte, contribuir con algunas de sus actitudes vitales, con sus reflexiones, a que la gente sea crítica, tome conciencia, cambie de actitud. No obstante, Aramburu, en el discurso que antes mencionábamos, va un poco más allá y señala que “...un escritor no es, se diga lo que se diga, un ciudadano común y corriente, o al menos no lo es a la manera como sabemos que son los otros profesionales:... Para empezar, emplea un instrumento, la lengua, de propiedad colectiva... El hombre no sabe ser sin lenguaje, una característica suya que lo hace desde la infancia vulnerable a la manipulación y el adoctrinamiento”. Y dice más sobre esa responsabilidad del artista, “También el escritor... interviene en los hábitos lingüísticos y en los modos de pensar de los ciudadanos de su época y acaso de los del porvenir. Poco puede en apariencia hacer un escritor, con el solo ejercicio de la palabra escrita, para introducir cambios y mejoras en la realidad; pero en su mano está, no obstante, analizarla y reproducirla en sus libros, dejando de ella su descripción particular, sazonada de palabras más o menos perdurables, de pensamientos, de refutaciones, de imágenes y de todos esos recursos con que él elabora comúnmente su arte cuando no le falla el talento”.

Sin embargo, lo que es la solución de los problemas de fondo no está en manos del artista, del literato, del intelectual, está en buena medida en las manos de los que detentan el poder, de los que manejan los resortes de las decisiones políticas, sociales, económicas. Alejandro Jodorowsky, el insigne creador chileno afincado en Francia, en una entrevista concedida a la revista Número (Nº 23), afirmaba que “La violencia es esencial para el arte. En el mundo hay mucha violencia, pero la gente no puede atacar al mundo en sí, y entonces va al cine y critica el contenido violento de las películas. No entiende que la violencia del cine es una catarsis de la violencia mundial, y que si el arte no es fuerte, no es arte. Y hay otra cosa: no hay que confundir la violencia con la fuerza del universo”. Idea que comparte de alguna manera el poeta argentino Jorge Boccanera al afirmar que “La época determina una estética; se escribe sobre lo que pasa, pero más que nada se escribe desde un lugar que es alternativamente la bronca y la impotencia, la indignación y el miedo, la calle y el papel, la confianza y la incertidumbre”.

Yo no pienso tanto que la violencia sea esencial para el arte, más bien considero que desde la violencia se puede hacer, eso sí, literatura, arte, y de altísima calidad. Y los ejemplos en la historia de la humanidad son abundantes y harto elocuentes. No es sino señalar el Guernica de Picasso, Guerra y paz de Tolstoi, y los miles de otras obras creadas en distintas épocas y países, sobre ese tema recurrente, consustancial al ser humano. Y en Colombia también tenemos nuestros ejemplos señeros: esa magna obra pictórica que es La violencia, de Alejandro Obregón, la última serie del pintor Fernando Botero sobre Abu Ghraib; buena parte del cine de Sergio Cabrera o de Víctor Gaviria; igualmente, algunas de las más importantes novelas colombianas del siglo XX, muchas de ellas tocan el tema de la violencia: La vorágine, de José Eustasio Rivera; La casa grande, de Álvaro Cepeda; El día señalado, de Manuel Mejía Vallejo; Cóndores no entierran todos los días, de Gustavo Álvarez Gardeazábal; Un leopardo al sol, de Laura Restrepo; La Virgen de los Sicarios, de Fernando Vallejo; Rosario Tijeras, de Jorge Franco; Saide, de Octavio Escobar; Toque de queda, de Adalberto Agudelo; Pensamientos de guerra, de Orlando Mejía; Los ejércitos, de Evelio José Rosero, sin olvidar buena parte de la cenital obra de García Márquez, desde Cien años de soledad a Diario de un secuestro. También mi obra se ha visto impregnada por el tema (El poeta en su estatura o Desplazados del paraíso), pero, insisto, la obra de arte surge por ese hecho o de ese hecho, la violencia, mas no es esencial ese suceso para que surja la obra de arte, que está sometida a otras variables y condicionantes.

 

V

En su ensayo Lo que está en juego en Colombia, el polémico intelectual de Padua, William Ospina, reflexiona sobre el origen y sentido de nuestras guerras actuales de Colombia y concluye que “Colombia sigue siendo una sociedad llena de riquezas pero llena de exclusiones y de privilegios, que posterga siempre a sus ciudadanos, donde se gobierna siempre en función de unos cuantos caballeros de industria pero se espera que sólo el pueblo dé la vida por las instituciones, donde falta un orden de prioridades en el cual lo primero sea la educación y la dignificación de la comunidad, donde falta un esfuerzo de cohesión y de equilibrio social que permita aprovechar esas riquezas en función de su propia gente, donde se siente cada vez más dramáticamente la falta de una nueva dirigencia orgullosa y generosa que sepa inscribir a su país en el mundo sin servilismo y sin simulación, sin las postergaciones de la mentalidad colonial, conociendo el país y valorando sus singularidades y su indudable originalidad”. Y sigue, más abajo, reflexionando sobre nuestro papel como individuos en el devenir futuro de nuestra nación en función de nuestra relación con los demás y nuestra visión de nosotros mismos: “Nuestro mundo parece más amplio, pero no somos capaces de entender a nuestros vecinos. Tal vez las guerras también se deban a eso, y en la transformación de nuestro destino no todo depende de negociaciones políticas y de las constituciones; tal vez llegue a tener algún peso la mirada que arrojamos sobre nosotros mismos, el pequeño pero hondamente significativo giro de dejar de sentirnos en la periferia y en un tiempo rezagado, de empezar a sentirnos en el misterioso y apasionante centro del mundo, en el urgente y decisivo corazón de la historia”.

Pero el papel del intelectual, del creador, en este caso concreto, del literato, pasa también por el objeto en el que cobra sustancia su obra: el libro. En él se vierte buena parte del deseo del lector de seguir conspirando, donde puede expresar sus sentimientos y pensamientos sin miedo al ridículo y “una meditada lección de experiencia histórica”, según el poeta granadino Luis García Montero.

Dice Juan Luis Mejía que la solución a los problemas que sufre el país no es la vía armada, que se niega a aceptar esa vía como la solución a los conflictos sociales, a la injusticia que vive el país. En ese sentido comparto su posición y me adhiero a su afirmación de que: “La cultura puede ser un punto de convergencia, tal vez el único neutral en donde en este momento Colombia puede empezar a buscar un nuevo camino. Su gran reto es contribuir a resolver civilizadamente el conflicto”. Más que en modelos, como él, creo en actitudes. Y si no cambiamos en esto, si no asumimos la vida con un claro compromiso ético, de respeto a los demás, seguramente seguiremos sufriendo el flagelo de la violencia y se seguirá cumpliendo la dura y desgarrante premonición de Gonzalo Arango: “ ‘Desquite’ resucitará, y la tierra volverá a ser regada de sangre, dolor y lágrimas”.

 

Algunos textos consultados

  • Flórez, A. Antes del regreso. Poemas. Fondo Editorial Delegación de Cultura Ayuntamiento Don Benito. Don Benito, 1996.
  • Arango, G. “Desquite”. La Nueva Prensa, 14 de abril. Bogotá, 1964.
  • Ministerio de Salud, Corporación Salud y Desarrollo. Violencia en Colombia: retos y propuestas desde el sector salud”. Dirección de Promoción y Prevención Minsalud. Santafé de Bogotá, 1997.
  • Savater, F.; Mejía, J.L.; Gaviria, D. Ciudadanos para el próximo milenio (memorias seminario). Ateneo Fondo Editorial, Medellín, 1998.
  • Fundación Seguridad y Democracia. Balance de la confrontación armada en Colombia 2002-2008. Documento PDF en la red. Bogotá, 2008.
  • Instituto Nacional de Medicina Legal. Informe anual 2008. Bogotá, 2009.
  • Negri, T. Europa y el Imperio, 2005.
  • Bayer, Osvaldo. Declaraciones de prensa.
  • Hoffman, J. Beyond the State: An Introductory Critique, 1995.
  • Huntington, S. El choque de civilizaciones y la reconfiguración del orden mundial, 1996.
  • Reguera, I. Documentos del Congreso de Filosofía Joven de Cáceres.
  • Aramburu, F. Discurso para la Real Academia de la Lengua Española, 2009.
  • Jodorowsky, A. Revista Número. Nº 23.
  • Ospina, W. Lo que está en juego en Colombia.