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Diego Armando MaradonaVivir el fútbol desde este lado de la pasión

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El genio, por cierto, es permanente fuente de inspiración, tanto para el propio genio como para el hombre común Así, si aquella maravillosa observación que Flaubert vertió en su correspondencia: Cuando los dioses ya no existían y Cristo no había aparecido aún, hubo un momento único, desde Cicerón hasta Marco Aurelio, en que sólo estuvo el hombre, le hizo a Marguerite Yourcenar el don de las Memorias de Adriano, también resulta servicial para el perplejo puesto a describir un sentimiento entrañable. Y le sugiere que hubo un tiempo, cuando la pasión por el descubrimiento del mundo ya no era y eran inimaginables las del amor y la política, en que sólo hubo la pasión por el fútbol.

Se verificaban entonces ciertas condiciones en la topografía de las ciudades, en la estructura demográfica de la población y aun en la distribución de la riqueza del país. La movilidad social permitía el establecimiento de muchísimas parejas jóvenes que levantaban sus casas en las barriadas nuevas de los pueblos, cribados de lotes baldíos, y los llenaban de pibes y pibas pagando esperanzado tributo a la escuela pública.

Eso debió ser promediando el siglo que pasó, entre los seis y los doce años de nuestra edad.

Quiero recordar ciertos ritos, ciertos conjuros y ciertos artículos de fe que nos unían. Por ejemplo, son ciertas las rodillas y codos percudidos, los partidos prolongados hasta la caída del sol en las tardes de verano, la rivalidad contra los otros “barrios”, que no abarcarían más de cuatro manzanas cada uno. Es cierto que las “viejas” (mujeres entre veinticinco y treinta años) habían implementado una suerte de telégrafo que funcionaba a la perfección así: pegaban el grito desde la puerta de su casa: “¡Gustavo, vení a tomar la leche!”; la demanda era recogida y repetida a la cuadra por otra “vieja”, con las correcciones del caso: “Díganle a Gustavo que lo llama la madre”, y así hasta que la voz llegaba al campito donde peloteaba el requerido.

Es cierto también que los domingos, después del almuerzo y antes de las transmisiones radiales de los partidos, un solitario se instalaba en cualquier esquina y empezaba a botar una pelota —generalmente de goma porque el cuero era para ocasiones señaladas— y el sonido convocaba a sus coetáneos de una cuadra a la redonda con la misma eficacia del hipnótico son de Carmina Burana.

A falta de televisaciones obstinadas de cuanto partido de fútbol hubiera, y como los estadios eran todavía lugares de espaciada concurrencia para los provincianos, la verdad revelada nos venía por El Gráfico recién a partir del martes. Empero, la supremacía de ese texto sagrado no era óbice para que algunas sectas más o menos heterodoxas se atrevieran a cuestionar algunos puntos de doctrina con sus respectivos escritos apócrifos, que se llamaban: Así es Boca, River, ¡Racing!, ¡Dale Rojo!, El Ciclón.

Por último, que nadie crea que los rudimentos de la táctica nos eran ajenos, ya que al “pressing” de años venideros se le decía “¡No lo dejés salir”, la incorporación al ataque del marcador lateral se hacía saber con un “¡Por la misma!”y hasta alguna novedosa regla de la FIFA, como el llamado “gol de oro”, había sido prefigurada como solución para la falta de luz natural: la consigna ”¡El último gol gana!”, único fin posible para los picados interminables.

En aquel tiempo, la creencia en la superioridad del fútbol argentino era incuestionable: éramos los mejores por más que no hubiésemos ganado nada. Era claro que la final del 30 nos había sido robada por los uruguayos, lo mismo que el Mundial de Inglaterra por un pérfido referí alemán. ¿Qué argumentos sustentaban esa sedicente superioridad? Pues, sencillamente, el saber de los mayores, para quienes Italia había sido campeón en el 34 y el 38 gracias a Monti y a Orsi, “La máquina” de River había practicado un fútbol insuperable, porque los campeonatos sudamericanos demostraban a cabalidad la primacía nacional por sobre orientales y brasileños, porque sólo aquí hubo tercetos de lujo como “Farro-Pontoni-Martino” y “Sastre Erico-De la Mata” —¿acaso “Capote” no se había gambeteado a cinco en la cancha de River en su gol memorable?—, Vicente Zito era nada menos que “La Bordadora”, Alfredo di Stefano (furor en Europa) acá había sido nada más que un wing rápido y —dígase de una vez— el “Charro” Moreno había sido mejor que Pelé.

Pelé.

¡Ay! ¿Cómo sobreponerse a semejante golpe al orgullo nacional, si nada menos que El Gráfico había saludado su aparición deslumbrante en el Mundial de Suecia como la Navidad del Fútbol?

(El mundo era otro, y las parsimoniosas comunicaciones nos privaron del consuelo de saber que, en otras partes del mundo, se compartía nuestro parecer por lo menos en algo: nadie jugaba al fútbol con la belleza y destreza de los argentinos. Como ejemplo vaya este anacronismo que recojo de la edición del Corriere dello Sport del 21 de abril de 1976. Traduzco: “Insólito testimonio del árbitro romano que dirigió Hungría-Argentina en Budapest”, dice la volanta. Luego, el título: “Menegali: he visto perder a un equipo que puede convertirse en campeón mundial”. Y la bajada: “Impresionado por la velocidad de juego de los sudamericanos. Scotta, fortísimo; el arquero, débil”. Y esta declaración, que se daba por evidente, y que nos hubiera sabido a gloria en aquella niñez azorada por tener que contemplar la apoteosis brasileña de 1970 por televisión, ausentes de aquel mundial: “Desde el punto de vista de la estética y de la técnica pura, el fútbol argentino no ha tenido ni tiene igual en el mundo”.)

Pero El Gráfico era la Biblia y hubo que tascar el freno y seguir, flaqueando en la fe, al borde de la herejía.

Eso, se sabe, hasta que un luminoso mediodía de 1986, en el mismo templo en que había sido ungido el desde ese momento apenas profeta de Villa Belmiro, cien mil asombros y millones más en todo el mundo reconocieron la señal de la dimensión mágica de este juego, tal y como lo concebimos los argentinos desde chicos: recibir la pelota en campo propio, gambetear a medio equipo y meterse en el arco con pelota y todo. Si, como quiere Jung, existe una conciencia que trasciende a la del individuo comprendiendo las sensaciones, memorias y pensamientos compartidos con los demás; si existe, digo, el inconsciente colectivo, aquel día Diego Armando Maradona encarnó como nadie el arquetipo del héroe para los que nacimos y nos criamos en esta parte del mundo corriendo detrás de una pelota.

El mismo héroe sencillo y popular del que hablaba la radio, a través de los versos mondos y lirondos de toda pretensión poética, pero que rezuman profundamente el alma del potrero:

Faltando un minuto están cero a cero
Tomó la pelota, sereno en su acción
Gambeteando a todos se enfrentó al arquero
Y con fuerte tiro quebró el marcador

(Reinaldo Yiso, “El sueño del pibe”, 1945)

El Mesías verdadero había llegado, y todos hicimos del viejo evangelio jubilosa apostasía.

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La pasión, como todo sentimiento humano, puede desbordarse. Y aunque es difícil hablar de mesura en estos temas, elegimos entre las acepciones que el vocablo tiene, a los efectos de este artículo, la que la define como “apetito o afición vehemente a algo”. El complemento negativo de esta afección es el que describe una conducta intolerante para con los demás, y así decimos que tal sucede cuando hay una “perturbación o afecto desordenado del ánimo”.

¿Cuándo perdimos el rumbo? ¿Qué llevó al bello juego a convertirse en terreno propicio para el negociado, la violencia y la muerte? Creo que si dejamos de lado el aspecto económico, que constituye una perversión universal que no se nos puede atribuir con exclusividad, debemos reconocer que el desmadre no es nuevo. Por el contrario, ha de reconocerse que es casi coetáneo con la consolidación técnica del juego así como que, desde el punto de vista sociológico, muchos de nuestros peores defectos se reflejan en la práctica del fútbol: irresponsabilidad, trampa disfrazada de “viveza criolla”, falta de objetivos comunes, el terror al ridículo y no saber perder, son los primeros que nos vienen a la mente. Aquel comentario elogioso de la prensa italiana, hay que decirlo, se enturbiaba con esta pregunta: “¿Y son siempre tan indisciplinados en el campo estos argentinos?”.

Dante Panzeri señaló sin disimulos esta forma de ser que nos avergüenza, en su memorable y —no podía ser de otro modo— apasionado libro Burguesía y “gangsterismo” en el deporte (Ed. Libera, Buenos Aires, 1974), titulando un capítulo con la opinión que en España se tenía de nuestros jugadores: “Los mejores futbolistas y los peores deportistas” (págs. 201 y 206). Para agregar, lapidario, a propósito de la invasión por el público de la cancha de Sportivo Barracas que impidió la realización del partido de la selección nacional con los campeones olímpicos uruguayos, en 1924:

...las autoridades decidieron postergarlo por 48 horas para dar tiempo a la colocación de lo que tomaría por nombre alambrado olímpico (...) por la condición olímpica de los ilustres visitantes.

Desde entonces, el “alambrado olímpico” fue una necesidad de toda cancha donde se realizara un partido de cierta importancia, hubiera o no mucho público en ella. Porque desde entonces recrudecieron las invasiones del campo... pero no como aquella de corte pacífico, de Sportivo Barracas, sino las de franca agresividad que el público consideró un derecho cuando fallos de los jueces o malas acciones de los jugadores lo llevaron al enardecimiento y descontrol de su pasionismo (pág. 203).

...como índice de la propagación de la barbarie en el fútbol, es oportuno recordar que en 1929 jugó en Buenos Aires el equipo inglés de Chelsea y regresó a su país mostrando allá una pieza de museo: una piedra que fue arrojada al campo de juego durante uno de sus partidos en la Argentina (...).

Pero los jugadores del Chelsea no solamente narraron en Inglaterra el episodio de aquella pedrada, sino, también, relataron como hecho curiosísimo que en la Argentina las canchas tienen “jaulas” (pág. 205).

Es fácil culpar a la hiperprofesionalización de todos los males del fútbol pero, como queda demostrado en el relato de Panzeri, mucho antes de que ello ocurriera (1933 en nuestro país), ya el juego se mostraba capaz de descubrir virtudes y desnudar defectos.

Pasatiempo democrático por excelencia, ya que con un solo implemento pueden jugar hasta veintidós personas, ocasión inmejorable para el ascenso social de los más desfavorecidos, fuente de prestigio del sentir popular en todos los estamentos de la sociedad; pero también refugio de inescrupulosos, pasión aglutinada fácil de manipular por los políticos, sedante capaz de ocultar el fracaso individual detrás de la alegría colectiva. ¿Qué tiene o qué esconde el fútbol para ser tan importante en nuestras vidas?

Roger Caillois, hombre de Sur y traductor de Borges al francés, que se destacó en el campo literario por su producción ensayística, trató de sistematizar una teoría del juego. En su libro Los juegos y los hombres (1958) señaló como condición para que una actividad humana sea considerada juego el hecho de que cumpla con los siguientes requisitos: ha de ser libre, separada, incierta, improductiva, reglamentada y ficticia. De tal modo circunscripto su campo de estudio, estableció cuatro tipos de juego, a saber:

Agón: juegos de competencia en los que los antagonistas se encuentran en condiciones de relativa igualdad y cada cual busca demostrar su superioridad. Ejemplo: deportes en general.

Alea: juegos basados en una decisión que no depende del jugador, el que busca imponerse al destino con renuncia de la voluntad. Ejemplo: juegos de azar.

Mimicry: estos son aquellos juegos en los que no predominan las reglas sino la ficción de una segunda realidad. El jugador escapa del mundo convirtiéndose en otro. Ejemplo: la mímica y el disfraz.

Ilinx: son los juegos que buscan satisfacción en el vértigo mediante la destrucción temporal de la estabilidad de la percepción, sometiendo a la conciencia lúcida a una especie de pánico voluptuoso. De lo que se trata en ellos es de alcanzar una suerte de espasmo, trance o aturdimiento que provoque bruscamente la aniquilación de la realidad. Ejemplo: la montaña rusa.

Examinando las categorías de Caillois advertimos rápidamente que el fútbol profesional ha dejado de ser un juego en tanto no es libre ni improductivo. Quien juega el fútbol por dinero, ciertamente, no está jugando, y este pecado original es posible que se transmita a todos los que participan de él en forma pasiva. Ahora bien, la pregunta es: estos últimos, ¿están jugando, de acuerdo con los parámetros teóricos antedichos? La respuesta, me parece, debe ser afirmativa, y tal vez nos ayude a echar un poco de luz en nuestra inquietud por saber algo más sobre el juego más bello del mundo.

Los espectadores de un partido de fútbol, en primer lugar, llevan consigo su experiencia personal del juego que tanto disfrutan (agon); se entregan gustosos a una decisión que no depende de ellos, sino de otros, o, lo que es lo mismo, del destino (alea); participan del espectáculo creando la ficción de ser protagonistas y, así, dicen, hoy jugamos contra tal o cual rival (mimicry); finalmente, el festejo del gol se materializa en una descarga física individual y colectiva voluptuosa, pletórica a veces de riesgo y confusión (ilinx).

Si nuestro análisis es correcto, no habría manifestación del juego más plena que la de participar como espectador de un partido de fútbol. Por eso, al titular esta nota hablamos de este lado de la pasión. Es la pasión que la infancia pone cuando juega: absoluta, inocente, más real que ninguna realidad a fuerza de ejercer concienzudamente la irrealidad. Por eso el fútbol es derivativo de la vida, vital, tan humano. Por eso, no extraña que grandes creadores de la literatura argentina le hayan dedicado páginas de gran calidad literaria, muchas de las cuales engalanan esta edición de Proa: la lista va desde los que lo aman, como Osvaldo Soriano, Roberto Fontanarrosa y Alejandro Dolina, hasta los que lo desprecian, como Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares, que en Esse est perrcipi, de las Crónicas de Bustos Domecq (1967), pusieron de manifiesto su contacto con la cotidianeidad social argentina aunque fuera por la vía del absurdo.

Johan Huizinga, otro gran estudioso del tema, llegó a confesar: “Hace tiempo que ha ido cuajando en mí la convicción de que la cultura humana brota del juego —como juego— y en él se desarrolla”.

Con un antecedente como estos, de artistas y estudiosos ya no debiera sorprender la confesión del gran historiador del arte Arnold Hauser cuando le pidieron precisiones sobre la dialéctica y, más aun, sobre la noción “adorniana” de la dialéctica negativa:

En el contexto de la discusión, cuyo objeto es más bien la historia de las influencias que me han hecho ser lo que soy, que la de los extravíos potenciales, puede ser más apremiante cuestionar cómo llegué a la dialéctica. Si mal no recuerdo, se debió, entre otras cosas, a un suceso raro; sí, se podría decir, si eso existe, a un suceso desproporcionado. Yo no soy deportista, ni tengo las aptitudes ni el interés necesario para ello. En una ocasión, cuando vivía en Viena, vino un famoso equipo de fútbol. Acudí al estadio, quizá por primera o segunda vez en mi vida, para presenciar esa broma. Iba acompañado de un compatriota que entendía mucho de deporte. En el intermedio dije ingenuamente: “Pues no juegan demasiado bien”. Su respuesta fue el primer paso en la comprensión de la dialéctica. “Cada equipo —dijo— juega tan bien como el otro le deja jugar”. Mi acompañante tenía tan poco de filósofo como yo de deportista; sin embargo, yo no podía enseñarle nada; él, no obstante, me hizo comprender que la filosofía dialéctica es concebible sin el correspondiente conocimiento: cada producción depende de la resistencia con la cual tropieza y queda pendiente de ella. En otras palabras: el mismo equipo, sin contar factores imponderables, juega mejor contra un contrario más fuerte que contra otro débil. A eso se añadieron otras experiencias más inmediatas como pensador y escritor, que contribuyeron como motivos, aunque no siempre tan contundentes pero sí igual de evidentes para evocar la idea de la dialéctica y la fe en la fecundidad de su método.

(Arnold Hauser, Conversaciones con Lukács, Ed. Guadarrama-Punto Omega, Barcelona, 1979, pág. 35).

Veo venir la objeción, pero la acepto gustoso: “¡Ah..! Este articulista, poco fiado en la autoridad de sus argumentos, acude para el cierre de su nota a los argumentos de autoridad. Quiere lucirse, quiere florearse”. En otras palabras, se puso “tribunero”.

¿Y qué esperaban de mí? Estoy haciendo dos de las cosas que más me gustan; estoy escribiendo... sobre fútbol...

Señores, estoy jugando.