Entrevistas
Con Roberto Sari Torres
Relato de un ex preso político

Roberto Sari Torres

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“Siempre fueron unos cobardes los milicos, mataban a gente inocente, atada de las manos, y todavía no se animan a dar la cara”.

“La dictadura me hizo combatiente, cuando yo no lo era”, comenzó diciendo Roberto Sari Torres. El escritor e investigador, integrante del Partido Comunista, relató a Letralia cómo fue apresado y torturado por las fuerzas represoras de la dictadura uruguaya, cuando simplemente era un trabajador, casi sin militancia política.

Torres fue detenido en Maldonado y torturado “a cielo abierto” junto a la laguna del Sauce, por cinco largos meses. “Durante muchos años creí que era gente que iba a pescar ahí”, comentó, porque periódicamente se veían fogatas junto al agua, al lado de un rancho viejo, pero después supo en carne propia que “cuando prendían fuego era porque estaban torturando prisioneros”. El 14 de enero de 1976, Roberto Sari Torres fue detenido por un comando militar frente a las oficinas de OSE de Maldonado. Tenía 31 años y su vinculación política con el Partido Comunista era escasa. En esos meses del verano de 1976 padeció incontables torturas, y por sus mentiras se ganó el mote de “Palito” por Palito Ortega, que cantaba “Changuito Cañero” y nunca estuvo en la cosecha de caña. Su caso, como el de incontables uruguayos, evidencia cómo la dictadura sembró el terror, torturó, y en algunos casos desapareció a personas por el simple hecho de pensar.

—¿A vos te fueron a buscar cuando estaban en las oficinas de OSE?

—Estaba leyendo el diario, sentado frente a la oficina de OSE. Veo que se detiene un Peugeot 304, con chapa del Chuy. La oficina estaba cerrada, pero adentro estaba el jefe conversando con el intendente militar de Maldonado. Probablemente no le avisaron que este operativo comando se iba a hacer. Noté que había gente extraña en la calle: tres o cuatro haciéndose los pelotudos, en la vereda de la OSE, dos en la otra esquina, gente parada en el lavadero de ropa de enfrente. Después me di cuenta de que todos estaban ahí apoyaban el operativo, haciéndose los chorizos. Se bajan dos tipos, uno flaquito, de remera de manga corta toda colorida, y un gordito panzón. El flaco me enfrenta: “Vos sos Sari Torres”. Le digo que sí, y da un paso atrás, se levanta la remera y saca un Colt 22, plateado, y me lo pone en la frente: “Estás detenido, bolche de mierda”. En ese momento me di cuenta de todo lo raro que había visto. Automáticamente me paré. Nunca había sentido eso, una rara furia, una cosa completamente irracional. Me fui parando lentamente pero con la intención de pelear. Le manoteo la muñeca. Él me apunta con la derecha. Con la zurda le pongo la mano en la muñeca, y con la derecha le tuerzo la mano del revólver; y con el codo le pegué en la garganta. Lo llevé tres metros reculando hasta que cayó sobre el capó del auto. El flaco primero era un matón y después gritaba, el gordito no sabía qué hacer. Yo estaba dispuesto a matarlo. Supe que me iban a torturar.

—¿A qué atribuís por qué te detuvieron?

—Una de las causas fue que a fines de diciembre, principio de enero, llevaron presos como a treinta y pico de compañeros. En ese verano en Punta del Este estuvieron reunidos Agosti, Massera y Videla planeando el golpe de Estado en Argentina. Entonces, para encubrir la actividad de estos generalotes, todo el mundo se distraía: “mira, metieron preso a fulano”, “algo pasó”. Todos los días había allanamientos. Te das cuenta de que en la Usina de Maldonado fue horrible, porque me habían llevado preso a mí, un tipo que era un trabajador, y nunca tuve siquiera una escopeta entre las manos.

Yo podía haber levantado los brazos y entregarme. No. Me resistía a ser llevado como una oveja. Peleé y le gatillé el revólver en la sien al flaquito. El chofer se tuvo que bajar y, junto con el gordito, me terminaron ganando. Capaz que en otro lado me hubieran matado, pero como estaba toda la gente mirando no pudieron hacerlo. Yo le apreté el revólver en la sien del flaco y el tipo gritaba. El gordito pone el dedo en la púa, y yo lo gatillé. Lógicamente el tiro no salió porque le agujereó la yema del dedo; entonces entre los tres me vencieron. Me ataron, me encapucharon y me tiraron dentro del auto. Yo escuchaba el murmullo de la gente, una cosa ahogada. Cuando sube el flaco arranca el auto, y el tipo se cagó en los pantalones. El hombre jedía a cosa podrida.

—¿A dónde te llevaron detenido?

—Al cuartel de Maldonado. Me trasladan a otro par de funcionarios, muy eficientes, que me quisieron cagar a patadas, pero me les tiro al suelo, entonces entre tres me alzaron y me llevaron a una sala pegada, donde me agarra un milico como de cien kilos. ¡Plantón conmigo! Pero yo seguía furioso con los milicos, los insultaba, y me negué al plantón. En los cinco meses que estuve me negué a hacer plantón. Me tenían que sostener uno de cada axila, para que me quedara, y como los milicos de la dictadura son atorrantes decían “deja al pichi este que nos quiere hacer trabajar”. Bueno, me torturan, día y noche, y me preguntan por las armas. En aquel tiempo estaba muy de moda acusar a los comunistas de tener las famosas AR 15, armas rusas creo que eran. Yo no sabía nada. “Allá vas a ver lo que es”, me dijo uno, y me llevan directo para el fondo de la laguna del Sauce. Tirado en el fondo de la camioneta uno piensa cualquier cosa. Creí que me iban a tirar al agua. Me desatan una mano para estaquearme de pies y manos en el suelo...

—¿A cielo abierto?

—Sí. Entonces me dan picana, y el famoso teléfono, un magneto que te daba la patada en el oído que es brutal. Bueno, la picana eléctrica en todos lados, en los testículos, en el ano, en la lengua es algo horrible; y submarino cuando no me terminaba de recuperar. Pero esa la aguantaba, como había aprendido a nadar de muy chiquito, tenía buena respiración, entonces pataleaba y largaba gorgoritos para que me sacaran. El problema era que te hacían submarino con capucha y todo, y cuando salías, un tipo te apretaba la nariz, y no podías respirar. Y así mojado peor, la picana eléctrica. El tipo tenía un guante, que supongo era de amianto, y un medio termo de plástico que le protegía la mano, como si fuera un estoque de espada. La tortura era preguntar dónde estaban las armas, y yo no tenía nada. “Dónde está el papel de la orga”, o sea la organización del Partido. “Quiénes son los del Partido”. Por suerte no conocía a nadie. Habíamos dicho que había que echarle la culpa al principal dirigente. Yo les decía “conozco a Arismendi, a Sócrates Martínez y al Pepe Frade”, el histórico dirigente de la 1001. ¡Qué vivo!, si estaban presos. Entonces me daban y me daban; y empecé a mentir. Pero como seguía caliente los puteaba todos los días. Les decía que eran maricas, nazis, cobardes, porque un solo hombre los había enfrentado y no se animaban a matarme. En realidad era un irresponsable con mi propia vida. Empiezo a mentir. Les dije “tengo enterrado unos rifles y un revólver en el parque de la OSE, al lado de mi casa. Van a ver que hay una lengua de pinos, y al lado de un pino grande tengo enterradas las armas”. Me daban unos picanazos para confirmar. De repente aparece uno y dice “basta”. Me llevan al rancho contra la laguna, me bañan. ¡Una satisfacción! Casi me quedo dormido abajo del chorro de agua. Vamos allá. Ese día Mirtha, mi mujer, con los tres gurises estaba en casa. Yo no podía ni moverme, porque estaba absolutamente descoyuntado de las colgadas. Ellos me daban agua porque no podía levantar los brazos, era un pedazo de carne; como si fuera el máximo jefe de la subversión. Llegué allá completamente desfigurado, y veo que un milico saca a Mirtha con los tres nenes apuntalada con una ametralladora en la espalda, como si mi mujer fuera lo más peligroso del mundo. Siempre fueron unos cobardes los milicos, mataban a gente inocente, atada de las manos, y todavía no se animan a dar la cara. No tengo ningún problema en enfrentarlos; lamentablemente nunca vi a los torturadores. Los otros son cómplices por omisión. El que se ganó la vida custodiando hombres inocentes que otros torturaban, es tan culpable como los que torturaban. No hay milicos inocentes en la dictadura...

—¿Por qué los llevaste a tu casa?

—Creí que no iban a agarrar viaje. Mi casa estaba como a treinta metros de ese pino grande. Los milicos empiezan a cavar. ¡Una calor!, y adentro de un bosque de pinos mucho más. Cavan y cavan, y yo echado en la pinocha, alegre, más allá de todo. Aunque te parezca mentira, nunca vamos a saber por qué, en ese momento tan dramático el hombre piensa en cosas bellas. Sabés lo que es estar acostado en la pinocha, sin capucha. Me tranquilicé, se me fueron los dolores, mirando la copa de los pinos. Y éstos cavaban y resoplaban. Me decían “pichi, vos estás seguro”, “si, denle para abajo”, les decía yo (se ríe). Cuando quedaron hundidos hasta la altura del pecho, sudando como locos, dicen “vámonos, este boche podrido nos quiere hacer trabajar”.

Después aprendí que hay 48 horas de respiro. Me dieron de comer, y durante dos días me trataron fenómeno. Después vienen y otra vez a preguntar si estuve en tal lado. Resistía una semana. Volvía a mentir otra vez. En la segunda mentira no agarraron viaje enseguida. Descansaron y vinieron a torturarme al otro día. Y allá los llevé, al Cerro de la Gloria. Otra vez tirado entre los pinos y estos cavando. Imaginate lo que es cavar en la ladera de un cerro, tuvieron que llevar barreta. Sacaban chispa, yo les decía que hacía unos años que había enterrado las armas. ¡Mentira! Cavaron una zanja como de dos o tres metros, y se encontraron con la roca sólida. Otra vez a la laguna del Sauce. Yo estaba desecho de las palizas. Venía el doctor, me revisaba y decía “denle, pero cuidado”. Estaba dispuesto a morir. Si hubiera tenido la oportunidad de manotear un revólver mataba al primero que se cruzara. Ahí es que me ponen el mote de Palito Ortega, porque decían que Palito era un mentiroso porque cantaba “Changuito Cañero” y nunca fue a cortar caña. La tercera vez los llevo a la misma Usina de OSE. Era fines de febrero o principios de marzo. Una bruta calor, a las tres de la tarde se les ocurre ir. Les dije que las armas estaban debajo de un muro de piedra, que es el linde del antiguo potrero de la Usina. Unas piedras que han de pesar más que una bolsa de portlan. Imaginate a estos dos milicos agarrando esas enormes piedras. Desarmaron un pilón...

Por supuesto que después me torturaron de nuevo, y al final me habían agarrado de experimento. Venían nuevos alumnos y los expertos les enseñaban cómo no pasarse en la picana, cuánto tener un tipo bajo el agua, cómo pegarle.

La cuarta vez ya no fue una mentira mía, se ve que un camarada adoptó la misma técnica. Me llevaron a Maldonado, no sé por qué, y me torturaron en una pieza que tenía un pocito con agua. Te paraban ahí y te daban picana. Yo buscaba que me desmayaran porque había aprendido que en el desmayo me aliviaba. Cada vez que me desmayaba tenía un día aliviado. Después venía el doctor, me auscultaba, y daba la orden de seguir. Cuando me llevan a la pieza con el charco de agua, el milico se descuidó, va todo campeón, me sostiene sin el guante, entonces lo tiro para adentro del charco y el picanazo lo recibió él. Seguro, después me dieron picanazos hasta desmayarme, y arrestaron a ese milico y a otro más.

Después me llevan para el Cementerio de Maldonado...

 

Acá estoy, hermano

—¿Porque vos les dijiste que las armas estaban ahí?

—No. Por una mentira de otro. Empecé a preocuparme, pensé estos tipos me fusilan y me tiran en una tumba. Me sientan en un nicho y me dicen “¿dónde está la tumba con las armas?”. Me di cuenta de que alguien había mentido, e instintivamente apoyo al compañero en la mentira. Supuse que él pensó como yo: el pino más grande, la piedra más grande; y apunté para la tumba más grande. La sepultura de un ricachón. El mármol de la tapa tendría una cuarta de espesor. Bajaron del auto con las barretas, y yo descansando al lado del nicho, y bromeando “acá estoy, hermano, capaz que te visito en un rato”, le decía al muerto de la tumba. Corrieron la tapa y empezaron a cavar. De entrada los milicos tendrían que haberse dado cuenta de que ahí no había nada, si había como un croché de raíces. Cavaron como medio metro y abandonaron. Me torturaron un tiempo más, porque hacían experimentos; y al final me largaron de aburridos.

—¿Vos pudiste identificar a los que te torturaron?

—No. Ese cuarteto de la muerte eran todos tenientes, yo les alcanzaba a ver el grado. No me acuerdo haber visto un capitán. Los que se mostraban eran los tipos que no torturaban. Yo me río pero es la única manera hoy de comentar el infierno que pasamos ahí.

—¿Pudiste identificar a otros presos?

—Sí. Cuando me llevan, después de torturarme unos días en una sala solitaria, me tiran en una pieza. Me recuesto, y al afirmar la cabeza contra la pared la venda se mueve. Disimuladamente veo los pies del milico que estaba haciendo puerta, y a uno de los históricos dirigentes del Partido: Sócrates Martínez. Cuando lo vi me propuse resistir. También estaba Julio Varona. Nos reconocimos mutuamente los tres y eso, en lo personal, me reconfortó. Muchos años después Julio me dijo que a él también lo había reconfortado reencontrarse con camaradas. También estuvo con nosotros Marco Zeida, miembro del Partido Comunista paraguayo, y que tiene el récord de haber sido preso político en cuatro dictaduras: Brasil, Paraguay, Argentina y Uruguay.

—¿Cómo fue que te liberaron?

—Me llevan al juzgado militar, que estaba por la calle Jaime Cibils, cerca del 8 de octubre (en Montevideo) y el juez me libera. Si yo no tenía nada. Un compañero que estaba esperando turno me dice “¿y Palito?”, porque ya era Palito Ortega. “En libertad”, le dijo, y vos sabés que se pone a llorar porque pensaba que me mandaban al Penal de Libertad. Me tenía que presentar dos veces por semana al Cuartel, a la segunda semana simplemente me expulsaron. Me dieron 48 horas para que dejara Maldonado. No pregunté por qué, lógicamente. Volvimos en tren con los gurises para Dolores.

El autor de esta entrevista, Aldo Roque Difilippo (izquierda) con el ex preso político Roberto Sari Torres