Letras
Divanar

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Iba a la sesión de terapia en colectivo, y como el viaje era largo, llevé el libro que hacía tiempo tenía ganas de leer. Al comienzo de la historia el psicoanalista al que el narrador recurre para tratar de dejar de fumar lo incita a que escriba su vida con palabras parecidas a éstas: —¡Escriba!, ¡escriba!, verá cómo llega a verse entero.

Cuando llegué al consultorio, lo primero que hizo mi analista fue darme una lapicera que me había dejado olvidada en el diván, se me había caído del bolsillo durante la sesión anterior. Quedé muy sorprendido por la coincidencia y le conté lo que acababa de leer pero no hizo comentario alguno, creo que no conocía la novela ni el autor.

Más tarde la sesión nos llevó por otros rumbos y ella terminó proponiéndome que hiciera una lista, lo más larga posible, de las cosas que me disgustaban o molestaban de la vida cotidiana, de la gente, de la realidad, y se la llevara la próxima vez que nos viéramos. Le dije entonces que una de las cosas que más me molestaban era hacer listas, pero ella insistió, lo consideraba importante para que yo visualizara mis resistencias, inseguridades o fobias, no recuerdo bien. Pero escribí la lista. Todavía conservo el papel arrugado:

Las personas que hablan en voz muy alta

Las muletillas

El olor a humedad rancia

Creer que me saludan cuando están saludando a otra persona

El ruido

Los simpáticos compulsivos

Pisar azúcar

A la semana siguiente la llevé y la leí en voz alta. Me pareció raro, cuando me escuchaba sonaba como una declaración de principios (o de rechazos). Me pidió que hablara de cada una de las cosas argumentando los motivos por los cuales la había incluido en la lista. Me sirvió para aclararme algunas cuestiones, era un diagrama de mi relación con el mundo. También me mostró debilidades y zonas oscuras de mí mismo.

Y hablando de oscuridades, cuando me ponía a hablar casi siempre me distraía siguiendo con la mirada la luz que entraba por el ventanal y las sombras que esa luz generaba. En especial porque Alejandra, mi terapeuta, se sentaba detrás de mí, entre el diván y el balcón. Entonces su sombra se derramaba y crecía sobre mí, sobre mi cuerpo a medida que yo hablaba, ella me iba cubriendo de a poco con ese otro cuerpo suyo, un cuerpo sutil de bordes imprecisos que se fundían hasta desaparecer sobre el mío. Esa forma de intimidad estimulaba otra, la de las palabras. No sé si de no mediar la luz del balcón yo hubiera abierto mi mente de esa forma, pero es que me dejaba ir y mientras ella crecía sobre mí yo quería darle más. A veces la sesión terminaba cuando la sombra de su cabeza llegaba a mis rodillas, otras veces cuando estaba debajo de la cintura, depende de la época del año en que estuviéramos.

Antes iba a otro terapeuta, varón. No me gustaba mucho porque hablaba demasiado (él, no yo) y además el consultorio era un poco triste. Tenía colgado un cuadro muy feo, en una oportunidad me contó que se lo había regalado un paciente cuando logró salir de un estado depresivo. A mí, en cambio, me bastaba mirarlo para empezar a caer en uno. Una vez descubrí algo en la pared, como una sombra, no sabía bien qué era, estaba arriba del diván, durante dos o tres sesiones tuvo capturada mi atención hasta que un día me di cuenta. Algunos pacientes no se acostaban en el diván sino que hacían la sesión sentados, esa sombra era una mancha del roce de las cabezas en la pared, grasa del cuero cabelludo acumulada en el mismo lugar. Me dio mucho asco pero al poco tiempo dejé de atenderme con él.

Los animales que no tienen esqueleto

Las quejas y las personas que se quejan

Esperar

Los uniformes y los que los usan

Viajar en tren (en los destartalados trenes que tenemos acá)

Las arañas

El frío

A veces la sombra de Alejandra desaparecía de golpe de mi cuerpo porque ella se levantaba de su sillón, iba hasta el balcón y se ponía a mirar hacia abajo mientras yo seguía hablando. Cuando abandonaba de esa manera su posición habitual dejaba el cuaderno de notas en el sillón, yo deseaba leer lo que ella escribía en él acerca de mí y pensaba que en ese momento mis secretos, mis confesiones, mis sueños estaban abrigados, envueltos en el calor que ella había dejado en el sillón. También pensaba si ella se levantaba para estirar las piernas o sencillamente le aburría mi discurso, pero deseché enseguida mi ocurrencia de inventar sucesos más interesantes para cautivar su atención porque mi imaginación no daba para eso. De todos modos en esas ocasiones yo aprovechaba para darme vuelta y mirarla de espaldas.

Después ella volvía a su lugar y yo me tranquilizaba, era como si cuando se alejaba nuestra comunicación se estirara como una gomita y aumentara mucho la tensión, con el riesgo de romperse en cualquier momento y que el chicotazo que se produjera con la ruptura me pudiera lastimar más que algunas de las cuestiones que sacaba a la luz desde mi interior.

Así como olvidé la lapicera, a veces yo dejaba cosas en el diván cuando me iba, se me caían de los bolsillos, más bien se salían de ellos, se deslizaban. Cosas chiquitas: monedas, papelitos con teléfonos o frases anotadas, el encendedor, pavadas. Alejandra siempre me las devolvía. Pienso que eran como una especie de garantía de que yo iba a volver la semana siguiente.

Las palomas

Las personas que se acercan demasiado a tu cara para hablarte

Las amas de casa

Madrugar

Los libros a los que les faltan páginas

Los que sacan a pasear los perros y dejan los soretes tirados en la vereda

Los avaros

Cuando era chico me gustaba mucho escribir, lo disfrutaba. En el colegio nos daban como tarea redactar composiciones, teníamos un título como tema y debíamos escribir algo a partir de eso. A mí me gustaba especialmente ese vértigo que sentía ante la hoja de carpeta y los renglones vacíos debajo del título subrayado con doble línea. Me abstraía mirando muy de cerca la textura del papel con sus pelusitas y poros minúsculos y el color y trazo de los renglones y márgenes. De a poco empezaba a llenar renglones con palabras, las palabras iban formando frases y las frases párrafos. Y también tenía cuidado de no manchar la hoja o que se me corriera la tinta, sentía como una obligación estética con la composición. Siempre sacaba buenas notas en ellas y un par de veces tuve que leerlas en el frente en voz alta para mis compañeros.

En casa tenía un cuadernito en el que copiaba las composiciones de la escuela y escribía otras que inventaba para mí, como pequeños cuentos, era mi tesoro personal. Mi madre estaba orgullosa de eso y cuando venían visitas me obligaba a mostrarles la carpeta. A veces también el cuadernito. Fastidioso para ellas y para mí. Pero así era mi madre, autoritaria aun en su cariño. No teníamos una relación fácil, ella tenía mal genio y me castigaba muy duramente por mis travesuras, solía encerrarme con llave en un baño del fondo de casa y dejarme mucho rato ahí, a mí me daba miedo porque había arañas. Cuando hacía esas cosas yo la odiaba y quería vengarme pero no sabía cómo. Un día se me ocurrió que yo podía castigarla a ella, y la manera que elegí fue destruir algo que ella valorara mucho. Entonces fui hasta mi cajón secreto, saqué mi cuadernito y lo tiré a la chimenea del comedor para que se quemara, era una especie de sacrificio, pero también una manera de atacar a mi madre en un punto débil. Cuando se enteró de lo que había hecho me dio una bofetada y se puso a llorar, estuvo sin hablarme como dos días y después se olvidó. Yo estuve sin escribir como veinte años.

Las gallinas

La policía

Los perros pequeños, diminutos

Las corbatas

Las muchedumbres

Los profetas y predicadores

El olor a hospital

Cuando empecé a hacer análisis con Alejandra me sentaba en una silla frente a ella, empezamos así y me parecía natural, pero un día me comunicó que más adelante íbamos a hacer diván, así me dijo, me sonó raro el plural. Yo tenía cierta resistencia a acostarme para hablar, pero ella me dijo que eso favorecía la asociación libre. Para ser sincero, yo tenía miedo de quedarme dormido, nunca se sabe. Conocía el caso de una situación inversa. Una amiga iba a terapia con un analista de cierto prestigio, y en una sesión le llamó la atención el silencio prolongado del terapeuta, se dio vuelta y vio que estaba dormido. No lo podía creer, le dio tanta indignación que se levantó con mucho cuidado y salió del consultorio dejándolo solo para que tuviera un despertar inolvidable. Cuando me lo contó lo hizo con cierta angustia porque me decía que sus problemas o eran muy aburridos o al tipo le importaban un bledo, pero al final terminó riéndose al imaginar la sorpresa que se habrá llevado al abrir los ojos y la probable mella que eso le habrá hecho en su orgullo profesional.

La primera vez que me tendí en el diván para hablar pensaba que era una situación rara, estaba en una habitación solo con una mujer, yo estaba acostado pero ella no y además en algún sentido me iba a tener que desnudar para ella, me parecía demasiada entrega. Esto lo pensé pero no se lo dije, la interpretación que haría de eso era obvia. Parecía ser cierto que la asociación libre era más fluida en esa postura.

Lo encontraba parecido, y esto sí se lo dije, a flotar en el mar, hacer la plancha y ser mecido imperceptiblemente por el movimiento del agua, teniendo conciencia de que uno tiene debajo una masa líquida inmensa que lo puede sostener o devorar. Otra obviedad, pero fue lo que pensé. La técnica para permanecer flotando sin hundirse era hablar, y yo había estado sumergido en la angustia durante mucho tiempo, así que no hacía falta incentivarme demasiado, hablaba de todo lo que se me ocurría.

Vomitar

Los pedófilos

Los folkloristas que se visten con bombachas, botas, pañuelo y sombrero

Las veredas rotas

La gente que tira basura en la calle

Las personas que no saben escuchar

Los celos

Hablando de oralidad, recordé un episodio lejano y lo traje al diván para verlo de nuevo. Había conocido a una mujer que luego tendría cierta transcendencia en mi vida, era nuestra primera noche juntos y todo iba fantástico, después de la segunda vez que cogimos ella repetía con tono enfático: —¡El sexo es importantísimo, el sexo es importantísimo! Parecía haberlo descubierto en ese momento. La cosa es que al rato nos acurrucamos uno en el otro y entonces ella bajó y se puso mi pija en la boca, se la metió y le hacía cariños con la lengua, no para hacer una fellatio porque a esa altura no iba a tener respuesta, simplemente como si fuera una golosina. Desde ahí me hablaba, me decía cosas, pero como no se la sacaba de la boca yo no le entendía nada, de todas formas la sensación era para mí tan agradable que me relajé y la dejé hacer, parecía que tuviera un chupete. Así nos quedamos dormidos y pasó la noche entera con la pija metida en su boca. Cuando me desperté y la vi me llamó la atención que no nos hubiéramos movido en toda la noche, entonces me empecé a deslizar para sacarla, pero en ese momento ella hizo un movimiento reflejo y apretó los dientes sobre mí, es decir sobre la pija, como si quisiera evitar que saliera. Fue apenas una pequeña presión, pero el dolor me produjo una reacción de terror instantánea, mi mano se cerró de golpe como una garra sobre su brazo y apretó todo lo fuerte que le era posible, ella abrió la boca y los ojos a la vez y se puso a gritar porque yo le había clavado los dedos en la carne con muchísima violencia, yo retiré hacia atrás mi miembro y me alejé de la zona de peligro, recién ahí la solté. Ella no entendía qué había pasado y lloraba agarrándose el brazo con la otra mano. Mientras tanto yo evaluaba los daños en la zona atacada. Resultado: me quedó una pequeña marca cerca de la base del pene, como un collar, a ella le quedaron marcados cuatro círculos morados en la parte interna del brazo durante varios días. A mí además por un buen tiempo me quedó fijado un miedo que no me permitía disfrutar del sexo oral. Bastaba empezar a intentarlo para que se me bajara. Recién pude volver a hacerlo cuando me separé de ella y probé con otra mujer.

Las faltas de ortografía

Que me toquen cuando me hablan

Las extracciones de sangre

Las milanesas de soja

La gente que escupe en la calle cuando va caminando

Los sacerdotes

Las banderas, los escudos, los símbolos patrios en general

Yo me estaba haciendo el boludo pero la verdad era que Alejandra me gustaba mucho. No sé por qué se me ocurrió que ella se paraba a mirar por el balcón para llamar mi atención, para que yo la mirara de espaldas, para marcar un rumbo. Pero no era más que una sospecha. A veces pensaba que con mi juego de su sombra acostándose sobre mí yo estaba construyendo una situación ficticia, ratoneándome sin motivo.

Sin embargo se mostró muy interesada en la historia de la noche del chupete, quiso que le contara todos los detalles, hasta las más pequeñas sensaciones, cómo fue que me recompuse con el cambio de pareja y pude volver a tener relaciones normales, cómo era el sexo con esta otra mujer, todo. Siempre con su latiguillo: póngalo en palabras, póngalo en palabras. Y yo que trataba de escribir lo que me pasaba y no podía, y ella que me devolvía la lapicera perdida. Y el libro que me decía: —¡Escriba!, ¡escriba!, verá cómo llega a verse entero.

Sí, pero yo no podía escribir, y quería que Alejandra me ayudara, me salvara. Por eso hablaba, hablaba todo lo que podía, trataba de poner todo en palabras.

Los discursos

Que me señalen

Las colas en los bancos

Las ferias artesanales

La gente que me tutea sin conocerme

Los choferes de colectivos

Las flores artificiales

Ella también tenía un cuadernito donde escribía, tomaba notas, apuntaba cosas que yo le decía, anotaba sus interpretaciones, relacionaba lo que le contaba con algún sueño o con alguna experiencia del pasado. Me preguntaba si tendría un cuaderno para cada paciente, suponía que sí, no íbamos a estar todos mezclados ahí adentro en una promiscuidad psíquica tan inadecuada.

Yo escuchaba con atención sus comentarios, a veces me desorientaba algún término muy específico que ella usaba, como transferencia, proyectar, esas cosas, pero cuando me los explicaba no dejaba de reconocerle razón.

Ese cuaderno que yo quería leer y no podía me dio la idea de tener el mío propio, intentar escribir lo que pasaba en la sesión, igual que lo hacía ella pero al revés, contar mi versión. Así que me compré un cuaderno común, escolar, y lo tenía siempre a mano. A veces lo abría y me sentaba con él, pero no hacía más que mirar la hoja en blanco.

Un día descubrí en una librería de viejo un ejemplar de La conciencia de Zeno, una novela que hacía mucho tiempo quería leer, y lo compré sin dudarlo.

Al día siguiente tenía terapia y me fui con el libro, en el colectivo empecé a leerlo y al comienzo un psicoanalista al que el narrador acude le aconseja que escriba su vida, le dice que eso lo ayudará a conocerse, a traer a la memoria sucesos del pasado, a poner en palabras sus sentimientos. La novela misma es el resultado de la puesta en práctica de esa sugerencia.

Una vuelta de tuerca que tiene el relato es que la novela que resultó de las memorias del autor está presentada por el psicoanalista, que advierte al lector que la publica como venganza contra su paciente por haber abandonado el tratamiento, aunque está dispuesto a compartir con él los beneficios que el libro reporte.

Lo primero que hizo Alejandra cuando llegué fue darme una lapicera que yo me había olvidado en el diván la semana anterior. Mi sorpresa fue enorme, era como si ella me estuviera diciendo: —¡Escriba, escriba! Le conté lo que acababa de leer pero no hizo ningún comentario, no le dio mayor trascendencia. Bueno, ella no podía saber que yo había comprado un cuaderno con ese propósito, no se lo había dicho. Lo que sí hizo fue pedirme que hiciera una lista de cosas que me molestaran, que me disgustaran de la gente, de la vida, de la realidad.

Cuando salía de la sesión miré el diván para ver si se me había caído algo y me fui pensando en esa coincidencia tan sugerente.

De modo que esa noche, terminadas las actividades del día, me senté tranquilo con el cuadernito y me puse a escribir. Empecé por el comienzo como corresponde, a contar que esa mañana iba a la sesión de terapia en el colectivo, y como el viaje era largo, llevé el libro que hacía tiempo tenía ganas de leer.