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Los diarios de Lem
La perla de Córdoba

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I

¿Estaré condenado a vagar sin fin por este mundo extraño? Hasta ahora todos mis esfuerzos por encontrar una ruta de regreso han resultado vanos. Peor aun, creo que cada nuevo intento me aleja cada vez más de los míos.

Al menos, puedo asegurar que el lugar al que he venido a parar esta vez no tiene nada de inhóspito. Es una fértil llanura que se extiende hasta donde alcanza la visita, salpicada por cuadros de tierra roja y manchas verdes de vides y hortalizas. El agua borbotea en los canales que riegan las huertas y discurre entre árboles frutales y grandes palmeras. Aquí y allá se perfilan los contornos de pequeñas casas blancas junto a las que se levantan establos y graneros de adobe.

Llevo en un tiempo viviendo con Ahmed y su mujer Ummara. Me encontraron entre los juncos del río cuando apenas era capaz de moverme, aturdido aún por las secuelas del tránsito. No dudaron en llevarme a su casa y gracias a sus cuidados pude restablecerme en poco tiempo. Hablan una lengua extraña que al principio me desconcertó; es muy diferente a todas las que conozco y sólo después de no pocos esfuerzos he conseguido empezar a entenderla. Ahmed es un hombre fornido, tiene el rostro marcado por varias cicatrices y cojea de una pierna. Según he podido entender, antes de dedicarse a las faenas del campo llevaba una vida mucho más agitada, como oficial al mando de una sección de arqueros. Me ha contado algunas historias sobre las guerras que han sacudido estas tierras. Fue herido en el transcurso de una gran batalla y se vio forzado a dejar la milicia y buscar otro modo de ganarse la vida. Entonces, con algunos recursos de que disponía decidió establecerse con su mujer en una pequeña hacienda que explota con la ayuda de varios criados. Tiene viñas, en las que crecen grandes uvas rojas, olivos, limoneros y almendros. A veces, viaja a las ciudades vecinas buscando los mejores mercados para dar salida a sus cosechas.

Ayer tras terminar el almuerzo, me palmeó el hombro y dijo:

—Muchacho, creo que ya estás completamente restablecido. Debo ir a Córdoba para cerrar la venta de una partida de uvas y tal vez quieras acompañarme. No te veo aún en condiciones para trabajar en el campo y dudo que aquí puedas serme de mucha ayuda. Además, me parece que estás impaciente por levantar el vuelo. Eres decidido y tienes una inteligencia despierta; estoy seguro de que en una gran ciudad como Córdoba no te faltarán ocasiones para hacer fortuna.

—Ahmed, estoy en deuda con vosotros y siento dejaros, pero yo también creo que no debo permanecer aquí más tiempo —respondí.

—Cada hombre ha de encontrar su propio camino —dijo él—. Hace ya mucho tiempo, yo decidí cuál era el mío. Nací en Granada de padres cristianos y fui bautizado con el nombre de Joan. Mi padre tenía muchas bocas que alimentar; sólo a duras penas conseguía sacarnos adelante con su trabajo de alfarero. Con quince años me escapé de casa y decidí abrazar la fe del Profeta. Como tantos otros, lo hice por conveniencia; en aquel entonces yo era sólo un muchacho que soñaba con salir de la miseria y llegar a lo más alto. Pero cuando me hice hombre, vi con claridad que el dios de los musulmanes es el único verdadero.

—Lo mío es la acción —continuó Ahmed— y no estoy versado en cuestiones religiosas; aun así creo que ciertas verdades son evidentes. Ningún hombre de bien puede dudar de que Allah, en su misericordia infinita, nos ha mostrado a los mortales el verdadero camino al hablar por boca de hombres santos como el profeta Muhammad. Sólo aquellos que observan los preceptos del Corán pueden ser dignos de convertirse en instrumentos del Altísimo; por eso, los reinos cristianos están condenados a permanecer sumidos en la ignorancia y acabarán doblegándose ante nuestra fuerza.

—Pero alguna vez me has dicho que los cristianos han obtenido grandes victorias sobre vuestros ejércitos —dije yo.

—Es cierto —respondió Ahmed—. Mi abuelo me contó que siendo él un niño, Toledo fue conquistado por el rey Alfonso VI. Entonces, los musulmanes se vieron obligados a pagarle tributo y muchos debieron pensar que estas tierras jamás volverían a conocer un esplendor comparable al del califato omeya, cuando Córdoba rivalizaba en lujo y grandeza con Bizancio o Bagdad. Es triste reconocerlo, pero tras iluminar al mundo, el pueblo de los creyentes fue languideciendo bajo el reinado de reyezuelos que sólo destacaban por su codicia. Sin embargo, la torpeza de algunos hombres no basta para cambiar lo que está escrito.

—¿Lo que está escrito?, ¿qué quieres decir? —pregunté.

Ahmed se rascó la barba y quedó pensativo.

—Es voluntad de Allah que llevemos la verdad revelada hasta el último rincón de la Tierra —dijo al cabo—. Cuando al-Andalus estaba en peligro de sucumbir ante el empuje de los cristianos, nuestros hermanos de al Magrib atravesaron el estrecho e irrumpieron en nuestras ciudades como un huracán purificador, decididos a terminar con los indignos. Derrotaron a Alfonso y sembraron el desconcierto entre los príncipes cristianos, que a partir de entonces fueron incapaces de volver a recuperar la iniciativa. Muchos años después, un califa almohade se convirtió en señor de al-Andalus e hizo retroceder todavía más a los infieles. Su sucesor, Abu Yusuf Yaqub, es nuestro actual soberano, un hombre santo que hace poco más de dos años asestó en Alarcos el golpe definitivo a esos necios castellanos. Yo estuve allí y aún resuenan en mis oídos los gritos de los hombres y el relinchar enloquecido de los caballos.

Acababa de amanecer sobre la llanura y los caballeros cristianos se habían lanzado contra nuestra vanguardia, abatiendo a cientos de arqueros situados en primera línea. La confusión era terrible y apenas conseguíamos ver nada entre las nubes de polvo que nos envolvían. Recuerdo que sangraba por varias heridas, pero apenas sentía dolor; en aquel momento, sólo pensaba en mantener agrupados a mis hombres para evitar que perecieran bajo los cascos de los caballos. Nuestro señor Abu Yusuf, ¡las bendiciones de Allah se derramen sobre él!, había previsto la carga de los cristianos y ordenó que nuestras unidades de infantería abrieran las filas centrales y se reagruparan a ambos lados; entonces, la masa de los atacantes se precipitó como un torrente a través de la brecha y su tremendo impulso les forzó a dividirse en grupos desorganizados. Antes de que pudieran reagruparse, lanzamos contra ellos una lluvia de flechas; muchos jinetes fueron abatidos y otros cayeron de sus monturas, quedando aturdidos en el suelo a merced de nuestros hombres. Una segunda oleada de caballería cristiana cargó contra los Hintata, una fuerza de élite almohade que había pasado a situarse en vanguardia. Pero una vez más, nuestras filas se abrieron y el empuje de los atacantes volvió a perderse en el vacío. Los caballeros cristianos iban protegidos por pesadas cotas de malla que dificultaban sus movimientos, y quedaron trabados en combates cuerpo a cuerpo, incapaces de progresar en su avance. Aquel páramo se había convertido en un mar de cadáveres y ninguno de los dos bandos parecía dispuesto a ceder un solo palmo de terreno. Pudimos ver entonces cómo nuestra caballería, que hasta entonces había permanecido en los flancos sin intervenir en el combate, realizaba un rápido movimiento envolvente para caer sobre retaguardia enemiga; el pánico cundió entre los cristianos, que huyeron en el más absoluto desorden, y nos lanzamos en su persecución mientras miles de gargantas se fundían en un clamor de victoria.

Tras ese descalabro, los cristianos quedaron más desunidos que nunca. Ahora ya sólo es cuestión de tiempo... no me cabe la menor duda de que nuestros ejércitos terminarán por reconquistar todos los territorios perdidos, para luego proseguir su avance al otro lado de los Pirineos. ¡Créeme muchacho, nada puede detenernos!

 

Ahmed conoce a mucha gente en Córdoba. Al poco de llegar, me pidió que lo acompañara a casa de un buen amigo suyo, un tal Hafid, que trabaja desde hace años en el taller de un viejo maestro joyero muy apreciado en la ciudad. Hafid, un hombrecillo afable de voz aflautada y manos regordetas, es el oficial más antiguo del taller y dirige el trabajo de varios artesanos. Conoce a la perfección técnicas que pocos orfebres dominan y tiene una extraordinaria habilidad para combinar los metales preciosos con las gemas más diversas: lapislázuli, granates, marcasitas o rubíes. Desde hace muchos años, cuenta con la confianza del dueño para dirigir la fabricación de los encargos más importantes, casi siempre caprichos de grandes personajes que buscan distinguirse con muestras de su poderío económico. Por las manos expertas de Hafid pasan innumerables objetos de gran belleza, como brazaletes, ajorcas para los tobillos o empuñaduras de espadas.

Hasta hace poco, había en el taller un mozo que se ocupaba de las tareas más comunes, como encender y alimentar el horno de fundición y limpiar crisoles que emplean los artesanos para preparar sus aleaciones. Parece ser que era bastante gandul y descuidado, lo que creaba continuos retrasos en el trabajo. Terminaron por echarle y necesitaban con urgencia que alguien lo sustituyera. Al enterarme, no vacilé un momento: me ofrecí para realizar esas labores, pensando que así podría observar de cerca el trabajo del taller y llegar a conocer las técnicas que emplean. Hafid consintió en tomarme un tiempo a prueba; me dijo que a cambio podía compartir la comida de los operarios y dormir sobre un jergón de paja, en una pieza contigua, llena de grandes tinajas y herramientas de trabajo, que se utiliza como almacén.

El viejo orfebre que regenta el taller es un anciano alto y huesudo, de mirada ausente. Vive en una casa separada del taller por un jardín interior flanqueado por naranjos, donde mirtos y rosales rodean un pequeño estanque en el que flotan grandes nenúfares. Allí, en la quietud que sólo turba el murmullo del agua, pasa mucho tiempo absorto en sus pensamientos o enfrascado en la lectura. Hafid me ha contado que el viejo posee una gran biblioteca con obras muy antiguas, tratados de un arte milenario que muy pocos son capaces de descifrar. Si he entendido bien, en algunos de esos libros se encontrarían las claves para aislar un misterioso principio que constituye la quintaesencia de la materia. Ese principio, que se designa según asegura Hafid, con nombres tan extravagantes como agua de plata, tierra de estrella o piedra de los filósofos, permitiría obrar todo tipo de prodigios, desde transformar plomo en oro hasta eliminar enfermedades e incluso otorgar la inmortalidad a quien se somete a su poder ilimitado. En fin, no me cabe duda de que se trata sólo de fantasías, pero para estas gentes tan aficionadas a lo maravilloso, la frontera entre realidad y ficción parece ser muy tenue...

 

Ayer a mediodía se presentó en el taller una mujer deslumbrante acompañada por varias esclavas. Los operarios no dejaban de mirar a la dama con disimulo y hablaban por lo bajo entre ellos. Hafid les hizo callar dando unas palmadas y en seguida todos volvieron a afanarse en su trabajo. Yo estaba casi oculto tras el horno, cargando en un barril los residuos de la última fundición, y tuve ocasión de observar con detenimiento a la recién llegada. No recuerdo haber visto nunca a una mujer tan bella; sus ademanes eran distinguidos como los de una princesa y al moverse, su cuerpo parecía un junco mecido por la brisa. Comprobé con sorpresa que no llevaba el rostro cubierto por velo alguno; en su lugar, un tocado de seda rojo bordado con filigranas de oro y ceñido a la frente con una gran esmeralda, coronaba su larga cabellera negra, que caía ondulante entre los hombros hasta alcanzar la cintura.

Hafid se adelantó con paso inseguro para recibir a la dama y tras inclinarse tanto como le permitía su voluminosa barriga, le rogó que pasara al interior del taller. Después de mostrarle varias piezas de gran valor, sacó de un cofre una hermosa diadema de oro y rubíes que la visitante examinó con interés. Luego oí que ella preguntaba por el maestro y Hafid, tras una nueva reverencia, la acompañó al jardín para llevarla en presencia del anciano.

Al cabo de un rato, cuando la dama salía camino de la calle, miró hacia el horno y se detuvo. Tras dudar un instante, se acercó a donde yo estaba, y clavó en mí sus grandes ojos color de miel con tal fuerza, que me vi obligado a bajar la mirada.

—¿Eres extranjero? —preguntó.

—Así es, señora. Mi nombre es Lem —balbucí.

—¿De dónde vienes, Lem?, ¿acaso eres uno de esos esclavos llegados de Oriente? —añadió ella.

—Señora, procedo de un lugar muy lejano... ni siquiera sé cómo se nombra en vuestra lengua.

—Un buen amigo mío lo encontró medio muerto cerca de su casa y cuidó de él hasta que se recuperó —terció Hafid, mientras se atusaba la barba con gesto nervioso.

La dama quedó pensativa, mientras hacía girar una de las sortijas que adornaban sus bellas manos; luego dirigiéndose a Hafid dijo en tono autoritario: —Ocúpate de que este joven me traiga mañana las joyas que he adquirido.

Y sin esperar respuesta, salió del taller rodeada por sus esclavas.

Hafid me miró con malicia y dijo:

—Vaya, parece que has despertado el interés de la señora.

—¿Quién es? —dije yo, todavía aturdido por el encuentro.

—¿Que quién es? —respondió Hafid levantando los brazos— pues nada menos que Sehr-es-Krimm, una mujer verdaderamente extraordinaria. Según se dice, desciende de los príncipes omeyas que reinaron en al-Andalus hace ya muchos años. Nadie sabe a ciencia cierta desde cuándo está entre nosotros, pero se diría que su hermosura no se marchita con el paso del tiempo. Algunos aseguran que tiene poderes mágicos y su fama ha llegado hasta los reinos cristianos; allí es conocida como la perla de Córdoba.

 

Sehr-es-Krimm me recibió en una sala de su palacio, recostada entre almohadones de seda. Varias lámparas suspendidas por cadenas de plata iluminaban suavemente el lecho con sus llamas ondulantes, dejando en penumbra el resto de la estancia. A través de dos ventanas gemelas adornadas con esbeltas columnitas, llegaba el murmullo de un surtidor.

Sonrió al verme y me indicó que me sentara a su lado.

—Me alegro de que estés aquí, Lem —dijo con su voz cálida—. Supongo que habrás oído decir muchas cosas sobre mí. La gente de esta ciudad siempre está pendiente de lo que hago y nadie ignora que mi casa es frecuentada por filósofos y poetas venidos de todas partes. En su época de mayor esplendor, esta ciudad fue un modelo de tolerancia donde convivían creencias y doctrinas muy diversas, pero los tiempos han cambiado y ahora muchos no ven con buenos ojos que cualquiera exprese libremente sus opiniones. Y sobre todo, les parece intolerable que una mujer se meta en asuntos reservados a los hombres. Pero en realidad, nada de eso me inquieta. Lo importante es actuar con cautela y tener siempre presente que algunos conocimientos jamás deben ser divulgados... no quiero imaginar lo que podría ocurrir si los utilizara alguien sin escrúpulos, alguien como nuestro califa Abu Yusuf Yaqub, un tirano que ha amenazado con el destierro a Ibn Rushd.

—¿Quién es Ibn Rushd? —pregunté.

—¿Es posible que no hayas oído hablar de él? Los cristianos le llaman Averroes —respondió ella—. Es un sabio eminente, cuyo único delito consiste en defender el pensamiento de Aristóteles frente a quienes afirman que la filosofía está en contradicción con las enseñanzas del Islam.

La dama hizo una pausa y volvió a mirarme como lo había hecho en el taller. Yo, a costa de realizar un gran esfuerzo, conseguí sostener su mirada, pero empecé a sentir por todo el cuerpo un hormigueo que no presagiaba nada bueno.

—Sin duda querrás conocer el verdadero motivo por el qué te he hecho venir —prosiguió ella—. Necesito serte franca, Lem. No puedo dejar de pensar en ti. Son muchos los hombres que he conocido y acaso haya llegado a sentir verdadero amor por alguno. Pero, al verte, me invadieron sensaciones desconocidas. No sé cómo explicarlo, es como si al mirarte penetrara en un mundo extraño en el que nada parece imposible.

Se aproximó a mí y me acarició el rostro con sus manos delicadas. Sentí que me sumergía en una fragancia de jazmines.

—Lem, rodéame con tus brazos... —susurró.

Entonces, sin pensar en lo que hacía, la abracé con fuerza; nada más hacerlo, empecé a sentir un violento temblor que me sacudía de pies a cabeza. La aparté a un lado y traté de relajarme, pero fue en vano; mi cuerpo empezó a lanzar destellos que iluminaron la estancia, creando mil reflejos fugaces en las filigranas del techo.

Cuando recuperé mi apariencia habitual, vi a Sehr-es-Krimm de pie frente a las ventanas, con la mirada perdida en el vacío. La luz de la luna creaba un halo blanquecino en torno a su esbelta figura.

—Verdad es que no basta tener ojos para ver. Sólo quien ha alcanzado la sabiduría es capaz de rasgar el velo de las apariencias —murmuró con voz solemne, como quien recita una lección aprendida de memoria.

La situación no me hacía ni pizca de gracia. Aquella mujer parecía muy capaz de crearme serias complicaciones. ¿Qué iba a hacer con ella?

 

II

Esta ciudad me atrae de un modo extraño. He pensado en marcharme lejos, pero al final no me decido. Es como si una fuerza desconocida me retuviera aquí, algo indefinible que parece estar en todas partes. A veces, puedo sentirlo vibrar en el aire luminoso de la mañana, cuando sobre el rumor de sus fuentes se eleva la llamada a la oración de los muecines. Otras, lo veo brillar por un instante en los ojos negros de alguna muchacha, que me mira con curiosidad por encima del velo y luego se apresura a seguir su camino sin volver la vista.

Ninguna ciudad de las que he conocido se parece a ésta. Córdoba es muchas cosas a la vez. Encrucijada de caminos, lugar donde se encuentran viajeros venidos de tierras lejanas y fieles que se purifican antes de la oración, junto a los muros de su grandiosa mezquita. Es la quietud de mil rincones escondidos, donde el tiempo parece a punto de detenerse, pero también la animación de sus plazas y mercados. El bullicio del zoco es algo indescriptible; me gusta dejarme arrastrar por la multitud que va de un lado para otro como un enjambre ruidoso, deambular indolente entre mujeres, esclavos con grandes cestos, viejos desdentados que revuelven con descaro las baratijas expuestas por los artesanos. A veces, me detengo a escuchar los chismes que circulan por los corrillos y observo de reojo a mercaderes orondos de manos enjoyadas, y a esclavas que discuten a gritos con los vendedores, mientras manosean las aves colgadas de grandes ganchos o los higos y dátiles traídos de al Magrib.

Al anochecer, la ciudad me hace pensar en un laberinto misterioso donde nada es lo que parece. Las lámparas de aceite proyectan mil sombras extrañas por las esquinas, y las calles se enroscan a paredes y torrecillas blancas con ventanucos cubiertos de celosías.

 

Sehr-es-Krimm me ha enviado varios mensajes a los que no he contestado. Más de una vez me ha parecido que se encontraba muy cerca de mí, atenta a mis movimientos. Sé que está impaciente por volver a verme, pero yo prefiero ignorarla. Cuando nos conocimos aquella mañana en el taller de los orfebres, ella se dio cuenta enseguida de que mi aspecto vulgar era sólo una apariencia. Debo confesar que, en algún momento, sus grandes ojos me hicieron perder la cabeza y no supe resistirme al placer de abrazarla. Aún no he podido olvidar las sensaciones que me asaltaron mientras mis manos recorrían la tibia suavidad de su piel. Debía haber previsto lo que sucedió entonces. Comprendo que cometí una grave imprudencia al provocar una alteración tan visible en mi apariencia humana. Si los superiores llegaran a enterarse de lo ocurrido, no tengo la menor duda de que me expulsarían sin la menor contemplación, pero, ¿cómo van a saberlo? Llevo mucho tiempo perdido y las señales que consigo captar son ya muy débiles. En estas condiciones, tengo pocas probabilidades de encontrar alguna trayectoria segura. Lo curioso es que la idea de que quizá el regreso es imposible, me inquieta cada vez menos. Tal vez, este mundo extraño se está convirtiendo en algo mío.

 

Ayer, cuando volvía al taller después de cumplir unos encargos que me habían ordenado los artesanos, oí a alguien pedir auxilio. Apresuré el paso y, al doblar la esquina, vi al final de un callejón empinado a un hombre de baja estatura que gritaba, mientras dos individuos intentaban sujetarle. Aunque estaba mediado el día, no había nadie más en aquel lugar sombrío. Estaba pensando en irme de allí, cuando observé que uno de los hombres blandía un enorme cuchillo. No podía quedarme impasible presenciando aquello, pero me encontraba demasiado lejos para intervenir. Entonces, sin pensármelo dos veces, cogí impulso y me elevé por el aire, lanzándome calle arriba. Pero con la excitación del momento, calculé mal mis fuerzas y fui a caer sobre el grupo con tanta violencia, que todos rodamos por el suelo. El hombrecillo quedó tendido, mientras que sus asaltantes, dos individuos de tez tostada por el sol, cubiertos con túnicas llenas de mugre, no tardaron ni un momento en incorporarse y se quedaron observándome, como si no lograran entender de dónde diablos había salido yo. Pero en seguida, empuñaron sus dagas y saltaron sobre mí, gritando como salvajes. Entonces, su sorpresa debió superar todo lo imaginable cuando, con un simple empujón, los hice rodar de nuevo por el suelo. Se miraron entre ellos con gesto incrédulo y escaparon corriendo callejón arriba.

El hombrecillo recuperó el sentido cuando le empapé la cara en una fuente cercana. Abrió los ojos y me miró con sorpresa, mientras se palpaba el cuerpo como si quisiera asegurarse de que estaba entero. Luego, dijo con voz temblorosa: —¿Qué ha pasado? ¿Quién eres tú?

—Señor, estabais en un grave aprieto y pensé que debía ayudaros.

—¿Y dónde están los truhanes que querían robarme? —dijo él, mirando con inquietud a derecha e izquierda.

—Salieron huyendo —respondí.

—¿Tú solo pusiste en fuga a esos dos desalmados? Me has salvado la vida, muchacho. ¡Que el Cielo te colme de bendiciones! ¿Cuál es tu nombre?

—Me llamo Lem, señor; soy aprendiz del maestro joyero.

—Ah, sí... Creo que te he visto alguna vez en el taller. Yo soy Isaac Ben Guriol, un buen amigo del viejo maestro. Nos conocemos desde hace muchos años y le visito con cierta frecuencia.

—¿Estáis bien, señor? —pregunté.

—Bueno, al menos estoy vivo —respondió él, sacudiéndose el polvo de su túnica—, pero te ruego que me acompañes hasta mi casa. Gracias a tu intervención, esos dos se han quedado con las ganas de desplumarme, y no creo que vuelvan a intentarlo mientras te vean conmigo.

 

Después del incidente del callejón, he visto a Ben Guriol en varias ocasiones. Ayer me presenté en su casa, cuando la tarde empezaba a declinar, para entregarle un encargo del taller. Al verme aparecer en el zaguán, me cogió amablemente por el brazo y me condujo al interior. Está claro que me ha tomado afecto. Además, tengo la impresión de que le intrigo; seguro que le gustaría averiguar unas cuantas cosas sobre mí. Es un hombre a quien pesan ya los años, pero conserva en la mirada ese brillo propio de quienes sienten una gran curiosidad por todo cuanto les rodea.

Pasamos al patio de la casa y nos acomodamos junto a una gran higuera de tronco retorcido que crece cerca del pozo. Al poco, aparecieron varios criados llevando bandejas de plata repletas de manjares: pichones aderezados con hierbas aromáticas, pastelillos de calabaza y almendras, dulces de queso, frutos secos y cerezas traídas de Granada.

Mientras dábamos cuenta de aquel festín, Ben Guriol me preguntó si llevaba mucho tiempo trabajando con el maestro joyero, y se interesó por las razones que me habían llevado hasta Córdoba. A medida que hablábamos, pude percibir cómo su afán por hurgar en mis asuntos iba en aumento, así que opté por responderle con vaguedades. Eso tuvo el efecto de excitar más su curiosidad, pero al final se debió cansar del juego y terminó hablando de sí mismo. Me contó que en su juventud se dedicó al estudio del Talmud. Luego viajó sin rumbo fijo por varias ciudades de al-Andalus, trabajando en los oficios más dispares. Vivió algún tiempo en Almería, donde conoció a Maimónides, un joven filósofo, con quien llegó a trabar gran amistad. Años después, consiguió amasar una importante fortuna. Se estableció en Córdoba donde se casó y formó una familia.

Las sombras se iban alargando y los criados empezaron a encender lámparas de aceite. Ben Guriol llevaba un rato en silencio, con la mirada perdida en el vacío, cuando algo aleteó sobre nuestras cabezas. Mi anfitrión dio un respingo y estuvo a punto de caerse. A pocos pies de nosotros, un cuervo de gran tamaño agitaba las alas observándonos en actitud desafiante. Me levanté para ahuyentarle y el pajarraco alzó el vuelo, describió varios círculos en el aire y fue a posarse en una rama de la higuera mientras graznaba como un condenado. Ben Guriol había empalidecido. Se pasó una mano por la frente con gesto cansado mientras decía:

—Me he asustado de un simple pájaro. Debe ser que me estoy haciendo viejo. El tiempo pasa deprisa, muchacho, y el vigor de la juventud se escapa con él. Las ilusiones se van apagando y empezamos a sufrir el asedio de la soledad. Hace unos años murió Sara, mi esposa, y entonces sentí en mi interior un terrible vacío. Pasé días muy amargos, pero tuve la fortuna de contar con el apoyo de buenos amigos que me apreciaban, como el poeta Alfaraquí. Él me animó a que saliera del encierro, que yo mismo me había impuesto, y frecuentara su casa, donde solía reunirse con filósofos y artistas. Allí coincidí en varias ocasiones con Averroes, uno de los hombres más sabios que he conocido.

—Señor, se dice en la ciudad que Averroes fue recluido en Lucena por mandato del califa Abu Yusuf Yaqub. ¿Es eso cierto? —pregunté.

—Así es. Averroes es un profundo conocedor de la filosofía de Aristóteles, el más grande filósofo de la Antigüedad.

—¿Y sólo por eso fue desterrado? —respondí.

—Ya veo que no sabes nada de ese asunto, Lem. Las obras de Averroes contienen opiniones que algunos consideran una afrenta a las enseñanzas del Islam. Por eso sus libros han sido prohibidos. Intentaré explicártelo con un ejemplo: Averroes afirma, de acuerdo con la filosofía aristotélica, que Dios sólo conoce las formas universales, no a los individuos sensibles, por cuya suerte se desinteresa. Para los musulmanes, una afirmación como esa es inaceptable.

—Pero entonces, ¿Averroes reniega de su religión? —dije yo.

—Verás, Lem, él afirma que la filosofía no está en contradicción con la fe; sin embargo cada una se expresa por medio de lenguajes diferentes. Para que puedas entenderlo mejor: el Corán se dirige a todos los hombres, pero se pueden hacer de él distintas interpretaciones de acuerdo con la capacidad de cada cual. Así pues, las deducciones de los sabios, basadas en la demostración, no tienen por qué estar en contradicción con los argumentos de los teólogos ni con las creencias del vulgo. En fin, se ha hecho ya muy tarde y me siento fatigado. Vuelve por aquí otro día, muchacho, y si quieres, haré lo posible por aclararte más todo esto.

 

Esta mañana, la ciudad se despertó adornada con sus mejores galas y la gente se agolpaba en plazas y calles en medio de un gran alboroto. Se diría que no quedaba ni un alma en las casas, los baños, las mezquitas, los talleres de los artesanos... Nadie, ni los más ancianos querían dejar de presenciar la comitiva del califa Abu Yusuf Yaqub, quien se disponía a atravesar la ciudad de paso hacia su palacio de Sevilla. Contagiado por aquella explosión de júbilo, me dejé conducir por la muchedumbre hacía una de las plazas principales y, a eso del mediodía, en medio del retumbar ensordecedor de los tambores, vi pasar al califa rodeado de su guardia almohade. Abu Yusuf avanzaba con gran majestad a lomos de un soberbio caballo negro, cuya gualdrapa, reluciente como el oro, barría el suelo cubierto de flores. ¡Allah Akbar! ¡Dios es grande! —gritaba la multitud enfervorizada—. ¡Larga vida al vencedor de los infieles!

Cuando el ambiente se serenó y el gentío empezó a dispersarse, me fijé en una muchacha alta, situada al otro lado de la calle, que no dejaba de mirarme. La joven iba acompañada por una mujer entrada en años. Se acercó a mí y sonrió con timidez, mientras decía:

—Tú eres Lem, el extranjero que trabaja en el taller de orfebrería.

—¿Me conoces? —respondí asombrado.

—Soy hija de Isaac Ben Guriol y cuido de él desde que enviudó. Padre me ha hablado mucho de ti; dice que te debe la vida. Demostraste un gran valor al enfrentarte a esos hombres que querían robarle. Padre está siempre con la cabeza en otra parte, y ese día cometió el error de meterse por la parte más solitaria de la ciudad, sin pedir a ningún criado que lo acompañara. No sé qué habría sido de él, si tú no llegas a intervenir. Esos ladrones son gente sin escrúpulos, ¿no temes que vayan tras de ti para vengarse?

—Pues... la verdad, dudo mucho de que lo hagan y confío en que no vuelvan a molestar a tu padre —respondí—. Pero dime, ¿cómo me has reconocido? ¿Nos hemos visto alguna vez?

La joven se ruborizó. Bajo una cinta bordada con hilo de plata, sus ojos azules brillaban como dos zafiros. Iba vestida con una ligera túnica blanca ceñida a la cintura, que acentuaba la esbeltez de su cuerpo.

—Te vi la otra tarde desde una ventana, mientras hablabas con padre en el patio de casa —dijo en un susurro—. Y ahora debo marcharme.

—Espera, aún no me has dicho tu nombre.

—Me llamo Jezabel.

—Jezabel, yo quisiera... me gustaría que... ¿Cuándo puedo volver a verte?

Ella volvió a ruborizarse y bajó la mirada. La mujer que la acompañaba se acercó y me hizo un gesto de complicidad. Luego dijo:

—Vamos señora, se hace tarde, vuestro padre os espera.

 

Desde hace unas semanas, me ocurre algo extraño. Nunca había sentido nada igual. Siempre estoy distraído y no consigo centrarme en lo que hago. El otro día, mientras limpiaba el horno en el taller de los orfebres, rompí una vasija llena de un líquido corrosivo que emplean allí para dorar la plata. Al ver el estropicio, salí corriendo a coger una tinaja de agua para verterla sobre el líquido y, con la precipitación, tropecé y le eché el agua encima a Hafid, el oficial del taller, que se había acercado al oír el ruido de vidrios rotos. Hafid quedó empapado hasta los pies. Se puso como loco y me lanzó una retahíla de insultos, amenazándome con los puños.

Después de lo ocurrido, no puedo volver por el taller. Me paso el día vagando por ahí, sin rumbo fijo. Prefiero no pedir ayuda a Ben Guriol. Él ignora que me veo con su hija y es mejor no complicar las cosas, bastante confundido estoy ya con todo esto. La verdad es que yo mismo no consigo entender lo que me ocurre con Jezabel. En el fondo, ¿qué puede ella importarme? Sin embargo, sólo pienso en verla; me paso el día contando las horas que faltan para que anochezca y volvamos a encontrarnos. Lo más sorprendente, es que cuando la besé por primera vez no sentí ninguna alteración, ni la más mínima sacudida. Vamos, como si aquello que estaba haciendo fuera para mí lo más natural del mundo. Sin duda, ella debió creerlo así, porque se abrazó a mí con tanto ímpetu que casi no me dejaba respirar. Y eso que me había parecido tan tímida y pudorosa... pues de pudorosa nada, es ardiente como el viento del desierto.

 

Esto se está complicando más allá de lo imaginable. Ayer, cuando vi a Jezabel, todo estaba en calma. El sol se había ocultado ya tras las torres de Córdoba y, como otras veces, nos habíamos encontrado en secreto bajo los álamos, cerca del río. La brisa temblaba en las hojas de los árboles, y el bullicio alegre de los pájaros se imponía a los rumores lejanos. Entonces me pareció que Jezabel se estremecía.

—¿Qué te ocurre? —le pregunté.

—No lo sé, he sentido algo muy extraño, como si me rozara un soplo helado.

En ese momento se oyó muy cerca un graznido y ella se aferró a mí.

—¿Has oído eso, Lem?

—Sí, no temas, es sólo un cuervo. Parece que abundan en esta ciudad.

—¡Lem! —gritó ella— ¡Hay alguien detrás de los árboles!

Me volví y pude ver la silueta borrosa de una mujer que surgía entre los álamos y se aproximaba a nosotros. El velo negro que la cubría sólo dejaba al descubierto sus ojos.

—No esperabas verme aquí, ¿verdad? Supongo que soy inoportuna —dijo con sorna.

Aquella voz... no lo podía creer, ¡era Sehr-es-Krimm!

—Vaya, vaya, muchacho, por lo que veo ya eres capaz de abrazar a una mujer sin empezar a brillar como una luciérnaga. No se puede negar que aprendes muy deprisa —añadió, escupiendo las palabras.

—¿Pero... quién es esa mujer, Lem? ¿De qué está hablando? —balbució Jezabel, que se había quedado tan pálida como la manteca.

—¡Silencio, estúpida! —gritó la aparecida; y luego, clavando en mí sus grandes ojos, añadió en tono amenazador:—. Te lo advierto Lem: apártate de ella, o te juro que lo vas a lamentar.

Y dicho eso, dio media vuelta y desapareció entre la bruma.

 

Sehr-es-Krimm es capaz de todo si no me doblego a sus deseos. Desde luego, podría eliminarla; nada sería tan fácil, pero no sé... no me acaba de gustar la idea; bastante he transgredido ya el reglamento, como para saltarme ahora alegremente la norma más importante. Además, ya nada me retiene aquí, ¿para qué voy a complicar más las cosas?

Jezabel no es la misma de antes. Claro que, ¿a quién podría sorprenderle eso? Aquel encuentro junto al río, habría bastado para trastornar a cualquiera. A veces, me parece estar viendo otra vez lo que ocurrió cuando Sehr-es-Krimm se alejó de nosotros: Jezabel estaba junto a mí, rígida como una estatua, incapaz de pronunciar palabra. Pensé entonces que el terror se había adueñado de la pobre muchacha y cogí sus manos, deseoso de infundirle ánimo. Pero ella me apartó con brusquedad y se quedó mirándome de un modo extraño. Nunca la había visto así. Sus ojos azules fulguraban, lanzándome saetas envenenadas. Lo peor llegó cuando, por fin, recuperó el habla y comenzó a brotar de su boca un torrente de reproches. Dijo que yo no era más que un farsante, me acusó de engañarla, de ocultarle mi relación con aquella mujer... Hice lo posible por tranquilizarla, pero sólo conseguí enfurecerla aun más. Estalló en un mar de lágrimas y se alejó corriendo sin atender a mis razones. El lugar se quedó solitario y una gran luna amarilla empezó a elevarse sobre el ramaje, derramando su luz en las aguas tranquilas del río. Me recosté sobre el tronco seco de un álamo caído y permanecí allí hasta el amanecer, acompañado por el croar monótono de las ranas.

Esta ciudad ya no tiene poder sobre mí. Al fin se ha desvanecido su sortilegio y es tiempo de volver a emprender la marcha. Mañana mismo me voy de aquí para siempre; cuanto más lejos, mejor.