Letras
Lo impredecible

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El once de septiembre de 2008 se llevó a cabo en una base militar ubicada frente al mar Mediterráneo un congreso interdisciplinario que se propuso indagar las relaciones entre el acto de aprender y las teorías de la complejidad (o teorías del caos, como también se las llama). Estas teorías tratan de destacar la falta de linealidad entre las redes de interdependencia de los fenómenos, la casualidad y la organización ad hoc y personal, como factores que inciden en la configuración de un mundo que nos parece ordenado, claro y distinto. Estas teorías que en un principio se aplicaron a la comprensión del mundo físico como la lógica de los cambios atmosféricos y la epidemiología, pasaron luego a usarse en el ámbito de las ciencias sociales como la administración, la asesoría y la educación. El hecho de que un halo esotérico formase parte de las explicaciones que este conjunto de teorías propone, no incide en su creciente popularidad en los medios científicos.

La fecha elegida para el congreso fue producto más bien del azar que de asociaciones simbólicas y cálculos apocalípticos, y sin embargo, incidió claramente en la configuración metodológica del encuentro, que estuvo marcado por la interdependencia impredecible de los fenómenos humanos.

Los organizadores del congreso determinaron que al llegar a la base militar, una vez cumplidas las formalidades de la inscripción, cada participante entablaría una conversación informal con algún desconocido, con la finalidad de descubrir algún tipo de relación casual y no lineal que los vinculase. Es decir, era necesario poner en “marcha atrás” los vectores que unían presente y pasado, o mejor, “destejer” la situación actual de modo tal que permitiese llegar a un punto pretérito de conexión entre dos extraños actuales. Reconstrucción de una red no visible pero existente, en fin, la base para una posible novela. Las preguntas básicas en este tipo de búsqueda permiten sondear en forma sincrónica y diacrónica interrelaciones sociales: ¿dónde vive usted?, ¿cuál es su oficio?, ¿en dónde trabaja?, ¿en qué otros congresos estuvo anteriormente?, ¿quiénes constituyen su familia?, y así, en forma recursiva, hasta llegar a los bisabuelos que fueron vecinos en un mismo pueblito de Besarabia o de Marruecos, o estudiaron juntos en Verona, o compartieron un paseo en las sierras de La Ventana. Todo es posible.

La primera señora con la que hablé me contó de sus cinco hijos y de su trabajo como directora de una escuela. Sonreía, era de enfoque positivo, y llegaba al congreso por su propia voluntad. Rápidamente se hizo evidente que ella había leído algunos artículos míos acerca de la lectura y la creatividad, por lo que enseguida me di cuenta de que se trataba de una relación unívoca, desequilibrada, pegajosa, que de inmediato me ponía en una posición de inferioridad. Me apresuré a abandonar la conversación, antes de que pudiéramos seguir buscando conocidos comunes por otras ramas genealógicas.

Me paré a un costado con una taza de café entre las manos, y me puse a mirar con intensidad las baldosas del piso. Las masitas de colores que estaban sobre la mesa para acompañar el café, entraban también en mi campo visual. Estaban ordenadas en filas, según el color del dulce: rojas, amarillas y anaranjadas. En el centro había rosquitas con almendras. No podía decidirme si comer una o no, hasta que alguien me hizo notar lo que yo ya sabía, que yo no estaba cumpliendo con las reglas del juego de la presentación. Me invitó a iniciar una conversación con él. Lo eludí graciosamente con una mentira: le dije que estaba esperando a mi compañera de diálogo, que había ido al baño.

Salí al breve jardín donde estaban ubicadas, al sol, las mesas con los formularios de inscripción, las tarjetas identificatorias y los materiales de lectura. También estaban allí, sonrientes, los organizadores del evento, de los cuales yo era parte.

Una cierta inquietud me oprimía, en ese ambiente liberado, calmo, distendido. En estos momentos iniciales, el congreso interdisciplinario parecía una fiesta frente al mar.

Se me acercó un señor que vestía traje. Él también parecía extranjero. Nos sonreímos y nos vimos involucrados en la consigna de búsqueda de lazos comunes, algo que yo mismo había contribuido a enunciar. Por suerte, y a primera vista, no nos conocíamos de eventos anteriores ni tampoco de lugares de trabajo. Sin embargo, él se empecinaba en que mis rasgos le resultaban conocidos. Empezamos a rasgar las capas de pátina y rutina que podían oscurecer algún contacto familiar en tiempos pasados, del otro lado del océano, en ciudades de nombres murmurados. Preguntas insidiosas comenzaron a aparecer: ¿dónde viví durante mi niñez?, ¿quiénes fueron mis padres? Yo trataba de evitar las respuestas, pero los hilos del juego de presentación nos iban atrapando, y así fue como en el fondo de la conversación inocente y amena, resplandeció un dato que puso en contacto todas las piezas del rompecabezas.

—Usted es el hijo del doctor Glantz, ¿no? Al que llamaban “el mago”.

No supe si me estaba preguntando algo y esperando que mi respuesta lo confirmara y diera consistencia empírica a los recuerdos esponjosos alzados del viscoso lodazal del olvido, o si estaba afirmando pragmáticamente una relación filial que recreaba y daba densidad a hechos desparramados en la estela iridiscente del pasado, hechos con los que yo no quería tener relación.

No dije nada. Callé para ganar tiempo. La mirada humana crea la realidad, y yo quería evitar cualquier tipo de organización de moléculas que conllevase a la cristalización de un estado de realidad anterior. Enseguida él agregó:

—El doctor Glantz atendía a mi mamá. Gracias a él, volvió a caminar.

Yo esperé que dijese “fue un milagro”, o “el doctor era un mago de la medicina”, o “nadie reconocía sus méritos”, pero no lo hizo. Se contentó con alabar largamente a mi padre, y reconstruir las circunstancias en las que nos habíamos visto en forma brevísima, yo apenas un pibe, casi cincuenta años atrás, cuando fui a su casa, a hacerme cargo de ella, después de la muerte inesperada de quien fuera mi padre. Él me había visto para pedirme la receta de los medicamentos que mi padre le daba a Delfina Suárez de Otero. Pero mi padre nunca anotaba nada de medicina —eso lo aprendí al vaciar su casa: los secretos de sus curas prodigiosas quedaron con él. Ningún archivo, ningún cuaderno, ningún fichero alfabético. Hasta entonces, yo de él no sabía nada: nada. Sólo los escasos detalles de cómo mi madre había decidido casarse con un desconocido para así construir su vida. Y luego, decirse adiós. De ese equívoco quedé yo. Un encuentro breve de inesperadas consecuencias.

Yo le dije que no, claro que no, que se equivocaba, y sin esperar respuesta, comencé a invitar a los participantes a ingresar en el auditorio donde tendría lugar la conferencia inaugural. No les advertí que hasta que todos ocupasen su lugar, podrían apreciar en la pantalla del escenario una serie de imágenes que mostraban la presencia del caos en el epicentro mismo del orden cósmico –copos de nieve, nubes, arenas, mariposas, fractales de vertiginosa belleza. Yo había seleccionado las fotografías, y un concierto llamado “Metamorfosis” de Glen Glasser las acompañaba.

Algunos concurrentes se me acercaron para palmearme el hombro. Uno de ellos me comentó que tres de las personas con las que había conversado concurrirían a un casamiento después del congreso. Otro esbozó algún comentario acerca de la casualidad.

Yo recordé que me había olvidado de cerrar la ventana de mi escritorio. Un viento con polvo amarillo comenzaba a soplar, y seguramente al regresar, una capa de arenilla dorada cubriría mis papeles y los estantes de la biblioteca. También pensé que mi padre había muerto sin que yo lo conociese. Este y otros pensamientos inconexos, me impidieron seguir con la atención necesaria la conferencia acerca de lo impredecible y la conducción de organismos educativos en tiempos de incertidumbre. Fue una lástima.