Artículos y reportajes
La escritura es lo que me permite saber que existo, es la constancia
La vida privada de las palabras

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Mucho antes de decidirme a escribir profesionalmente, y esto sólo es una manera de decir, porque profesionalmente implica recibir una retribución que compense las horas de esfuerzo, las noches de insomnio, la dedicación a una tarea que, como dice García Márquez, “...al fin y al cabo, si bien se mira, no sirve para nada”; ya tenía por costumbre leer entrevistas de escritores. Nunca he sabido por qué, pero necesitaba tener algún acercamiento a la persona física, al carácter, a la persona congruente en que nos convertimos los escritores sólo por los escasos instantes en que dura una entrevista. Tenía que identificarme con alguno de sus gestos, con algún acontecimiento de su pasado, con algún pensamiento, para decidir después ir a su obra.

Y esto me sucedía con todos, era mi manera de saber a qué pasillo dirigirme más tarde en la librería. De lo contario me sentía perdida en esa madeja de títulos y reseñas que, al guiarme por ellos, muchas veces me decepcionaban. Ya sé que no es justo el método, porque no hay nada más estresante ni más descolocante para un escritor que una entrevista, que por lo general ocurre en días en que se encuentran muy poco iluminados frente al crítico que, con el diente afilado, se empeña en extraer las respuestas más brillantes para los grandes problemas que azotan al universo, o como mínimo a la literatura. Así hablan de giros lingüísticos, de programas estéticos, de modelos narratológicos, de generaciones o de guiños intertextuales, dejando al escritor prácticamente mudo en un terreno que sólo les compete a ellos. ¿Por qué no hablamos de mi escritura?, suele decir la mayoría. Soy consciente de que las entrevistas no son reveladoras de nada, el propio García Márquez reconoce: “...hoy es incontable el número de entrevistas de que he sido víctima. La inmensa mayoría de las que no he podido evitar deberán considerarse como parte importante de mis obras de ficción, porque son sólo eso: fantasías sobre mi vida”. Sin embargo siempre encontraba una respuesta, más bien relacionada con el proceso creativo, que me atrapaba, y decidía ir a ver entonces cómo funcionaba ese concepto, ese amuleto, ese hábito, ese ritual, ese levantarse un ocho de enero y empezar a escribir una carta rodeada de palos de incienso.

Hace poco leí de un escritor ecuatoriano, Leonardo Valencia, que a eso de los quince años leyó por primera vez La metamorfosis de Kafka, y como no podía creer el final y no sabía qué hacer con él, en las páginas en blanco que hay casi siempre al final de todos los libros, escribió otro final, y ahí, inmediatamente surgió el escritor.

Un escritor español que ganó el Premio Planeta 2007, Juan José Millás, dice que tiene por costumbre, antes de empezar a escribir, iluminarse con otras lecturas; entre ellas echa mano de unas historias clínicas que colecciona y que conserva en su mesa de trabajo. Así suele apoderarse de las propiedades del paciente sobre el que está leyendo, y muchas veces se queda con los síntomas. Una vez leyó una que terminaba en fallecimiento y se quedó como dos días recorriendo la casa como él imagina que caminaría un difunto. Cuando su mujer le preguntó qué le pasaba, le dijo: “Es que estoy haciéndome el muerto”.

Ese mundo privado de los escritores, esos actos disparadores, esos arrebatos, nos ocurren a todos de modo muy singular. Sus confesiones sólo confirman que escribimos para no volvernos locos. “Siempre digo que para mí la escritura es un ejercicio de sobrevivencia. Es lo que me salva a veces de la locura, a veces de la depresión, a veces del suicidio”, dijo Isabel Allende.

A mí particularmente, la realidad suele dejarme con ciertas obsesiones que cuando las cuento son literatura. Escribo justamente para entender lo que está pasando, muchas veces me pasa que escribo las cosas, y entonces, después de escribirlas, es que me entero de ellas.

Para otros la escritura es la única forma de existir que conocen, Vargas Llosa. Y es cierto, cuando hablamos, cuando caminamos, cuando tomamos café, no estamos haciendo tales cosas, estamos escribiendo. Y es que dicen que escribir se trata de eso, de mirar con asombro la vida. Escribir tanto como leer son, en cierta forma, actos de voyeurismo que revelan a ese voyeurista que todos llevamos dentro, porque, en definitiva, se trata de espiar hasta en el inconsciente de nosotros mismos, o del escritor que leemos, quien en ese momento está llevando a cabo un acto profundamente íntimo, está desentrañando los recovecos de su memoria, hurgando como un espéculo en las cicatrices del alma, y sintiendo el mismo placer o más que se siente cuando se hace el amor. Estamos escudriñando por entresijos, dejándonos llevar a ciegas de la mano de alguien que no conocemos y dirigiéndonos a un lugar inesperado, con ese privilegio de mirar por la rendija, de asomarnos por entretelones. Es por ello que el mejor escritor es el que juega el juego limpio, el que escribe sin hipocresía y revela todo lo que ve, hasta los más inoportunos fluidos vaginales.

La escritura es estocada final con la que embestimos, los que podemos empuñar estas armas, los que queremos mirar a los ojos al enemigo después que se ha tragado el veneno, conscientes de la fuerza de la palabra escrita, que es más fuerte que la de la fuerza bruta, es un acto de soberbia que nos libera de esos egos y tribulaciones que nos empeñamos en domesticar escribiendo, y lo hacemos muchas veces tan magistralmente que en vez de tirarlos a la basura decidimos exhibirlos con impunidad acompañándolos de un discurso torpe, haciendo creer a todos que no nos importa, que andamos al margen de la fama y del aplauso, ausentes de toda gloria.