Sala de ensayo
João Guimarães RosaLas horitas del descuido
Guimarães Rosa o escribir es muy peligroso

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Felicidade se acha em horinhas de descuido

G.R.

I

Escribir sobre autores muy, muy grandes, implica, quiero pensar, un ejercicio de concentración y afinación que, en este caso, falta. Puedo escribir de muchos autores que admiro o de los que reconozco su importancia. Hablar de Guimarães Rosa, en cambio, es decir, necesariamente, asuntos personalísimos, vastos asuntos del corazón, de la cabeza, de esta cosa indefinida, peligrosa, llamada alma o inquietud. Hay, aquí, cierto menoscabo de certezas, un sentimiento peculiar de no sentir la escritura de este brasileño intrusa o ajena. Uno vive en sus relatos y novelas una vida tan singular, tan íntima podríamos decir, en la que se es de tal manera como las palabras simples; a la que nos referimos y que somos porque habla de cosas inmediatas y comprensibles, y de otras, las más, obstruidas o sinuosas como un camino de tierra, espinoso, a mitad de la noche. Si esto es capaz de hacer un escritor tan solo, vale mucho la pena darlo al otro: hacer de esto un acompañamiento.

No se trata de hacer una marialuisa imponente al retrato de un hombre que escribe esto que parece tan complejo y entramado, sino invitar a entrar a un mundo que sí puede ser comprendido, abrazado e incluyente, él mismo dice en Gran Sertón: Veredas, su gran obra, que “Mantener firme una opinión en el deseo del hombre, en un mundo extraviable tan grande, es dificultoso. Viajes inmensos. Haga usted lo que quiera o lo que no quiera; en toda la vida podrá usted sacar los pies: que ha de estar siempre encima del sertón. No crea usted en la quietud del aire. Porque el sertón sólo se conoce por encima”. En este sentido su obra es el sertón. Su lenguaje este paisaje árido y su invención una planicie con puestas de sol y una sed amplia. Un mundo que se desborda en sus orillas. Su escritura es un camino de difícil acceso, atrabancado y hondo, pero, una vez ahí, la descripción no tiene nombre.

Guimarães Rosa, por su tamaño, intimida al lector nuevo. Se dice de él que es uno de los escritores más importantes de la literatura universal, comparándolo con Joyce, Proust, Kafka y Borges. Un escritor que logra del habla mezclada entre lo popular y lo culto un habla única y compleja, que lleva a significados de misticismo inexplicable o sentidos de conocimiento espiritual sobre los seres humanos, sobre la complejidad del hombre; su fragilidad, su entereza, sus motivos para dejarse llevar por lo que no comprende pero, que, de alguna manera, no puede evitar que suceda. El sino no es el sino trágico sino el hado de una revelación y una pasión.

 

II

Hay autores que leemos para comprender el tiempo que no vivimos, para aproximarnos a mundos que no conocemos, para imaginar, para aprisionar o representar, autores que nos hacen sentido, que tienen su lugar en el mundo porque seguimos encontrando cosas en ellos, algunas plausibles, otras cuestionables, pero hay algo que une, que cuestiona, que seduce. Y hay autores que no pueden ser de otra forma que personales. Los leemos para vivir. Como viejos sabios que cuentan verdades, que ven más allá. Que comparten. Que no tienen que ser verdaderos para traer verdades. Y su poder es ése: que no hay presunción sino una realidad falaz. “Si las personas se parasen a pensar —¡hay una cosa!—: lo que yo veo es el puro tiempo viniendo de abajo, quieto, blando, como la crecida de un agua...”.

En una foto que llega con su nostalgia del siglo pasado, tan dejado apenas, está un hombre de anteojos de pasta y sombrero, sonríe como saludándonos desde ese espacio que ya no es, imaginamos el paisaje que sale de los bordes de la foto; lleva un traje con corbata de moño, se ve formal pero la sonrisa es cordial, seguro conoce y hasta aprecia al que tomó esa misma foto que nos llega ahora. Lo imaginamos recorriendo a caballo la inmensidad del sertón, la pequeñez del mundo; lo imaginamos perderse en llanuras interminables aprendiendo nuevas palabras y viejas expresiones lingüísticas, entre arcaísmos y palabras en desuso, entre palabras nuevas o de otros idiomas él logra un proyecto descomunal: un lenguaje tan propio que alude al lenguaje antiguo, comunitario, como ese ideal de lenguaje perseguido por Benjamin, el lenguaje que teníamos antes de caer, antes de perder el sentido y la orientación humana, en la incomunicación.

¿Por qué leer literatura brasileña? ¿Dónde está la promesa de la diferencia? ¿Dónde su localidad o su sentido del mundo? Guimarães Rosa, aun con su dificultad, involucra una escritura apasionada para explorar páginas que son difíciles de atravesar, como paisajes agrestes, y uno se ve alejado de la penumbra multitudinaria de la ciudad, de cualquier ciudad; ya pronto estamos en el campo, en las haciendas, en el desierto, en la tierra que se cosecha, en la vida lenta de las provincias y del campo: leer a Guimarães Rosa, pues, no es una tarea simple, el escritor demanda, exige que el lector se ponga como interlocutor, un interlocutor exigente, así la correspondencia es equivalente que no igual. Levinas, el filósofo lituano-francés, viene a mi mente también —con su ética humanista— cuando leo en Guimarães que “sólo se puede vivir cerca de otro, y conocer a otra persona, sin peligro de odio, si uno tiene amor. Cualquier amor ya es un poquito de salud, un descanso en la locura”.

En La tercera orilla del río, cuento correspondiente a Primeras historias, Guimarães plantea un narrador que va a decir del padre ausente, que, un día, se mandó hacer una canoa y se metió en el río sin ninguna explicación. El hijo no comprende, y el misterio que suponemos será revelado al final del relato queda inconcluso:

Mi hermana se mudó, con el marido, lejos. Mi hermano se decidió y se fue para una ciudad. Los tiempos cambian en la lenta prisa del tiempo. Nuestra madre acabó yéndose también, para siempre, a residir con mi hermana. Había envejecido. Yo me quedé aquí, el único. Nunca podría casarme. Yo permanecí, con los bagajes de la vida. Nuestro padre me necesitaba, lo sé —en su vagar por el río por el yermo—, sin dar razón de su actitud. Cuando yo quise saber, y, resuelto, indagué, me dijeron lo que se decía: nuestro padre, alguna vez, había revelado la explicación al hombre que le preparó la canoa. Pero ahora, ese hombre ya había muerto, nadie que supiese, que hiciese memoria de nada. Sólo las habladurías, sin sentido, como aconteció, en el comienzo, con las primeras crecientes del río, con las lluvias que nos escampan, todos temieron el fin del mundo, decían: que nuestro padre había sido elegido como Noé, y que, por lo tanto, con la canoa se había anticipado; pues ahora medio lo recuerdo. Mi padre, yo no podía condenarlo. Y apuntaban ya en mí las primeras canas.

Soy hombre de tristes palabras. ¿De qué tenía yo tanta, tanta culpa? Si mi padre siempre ponía ausencia: y el río —río-río, el río— ponía perpetuidad. Yo sufría ya el comienzo de la vejez —esta vida era sólo demorarse. Yo mismo tenía achaques, ansias, cansancios, torpezas del reumatismo. ¿Y él? ¿Por qué? Debía padecer demasiado. Por más avejentado, no iba día más, día menos, a flaquear en su vigor, a dejar que la canoa se volcase o flotase sin pulso, en el andar del río, para despeñarse, horas abajo en el estruendo y en la caída de la cascada brava con hervor y muerte. Apretaba el corazón. Él estaba allá, sin mi tranquilidad. Soy inculpado de lo que no sé, con herida abierta dentro. Sabría, si las cosas fueran distintas. Y fui madurando una idea.1

Esta reiteración de que es el padre que carece de él cuando es él mismo quien echa de menos su ausencia: la orfandad no tiene explicación. La referencia bíblica es lo que podemos suponer como un hilito insuficiente de intertextualidad. Luego, al final, también lo que no se comprende: el hijo decide tomar el papel del padre en esta unión que pretende de continuidad de una labor misteriosa; el padre, por fin, se acerca a la orilla donde está el hijo pero lo que él ve es un hombre que no es ya de este mundo, se desmaya y cuando despierta, el padre ha desaparecido para siempre.

En esta narrativa tan única, el hombre ocupa su espacio de manera distinta, en lo agreste y en lo generoso de la naturaleza. El mundo es uno solo y hay tanta cosa a la que le falta nombre como insiste en Gran Sertón. Lo que no tiene nombre puede ser esa tercera orilla imposible, lo denso, lo místico, lo sobrenatural.

La escritura de Guimarães Rosa es una escritura que se resiste a la teoría. Porque la teoría ayuda a esclarecer, afinar, constreñir, pero el sertón que es la escritura de Guimarães se escapa en su campo abierto, a galope tendido. “El sertón es donde el pensamiento de uno se forma más fuerte que el poder de lugar. Vivir es muy peligroso...”.

“Gran Sertón: Veredas”, de João Guimarães RosaGran Sertón: Veredas, que se publica en 1956 y se da a conocer al lector de habla hispana hasta 1999 en la traducción de Ángel Crespo, es una novela como un animal salvaje: fiera al primer contacto pero luego —si uno conserva la calma— puede que exista una conexión ingénita, indisoluble pero que no permanece estática. Leerla es acordar una relación de por vida. No es un libro vacío (léase aquí la obvia alusión a Vicens) es un libro lleno de tanta cosa que no tiene nombre que pareciera que ése es precisamente el énfasis: lo importante en estas 600 páginas (cerca de 800 si se apuntan a leerlo en portugués en la página de eSnips.com) es que se puede hablar de muchas cosas fundamentales pero aquello que el hombre atesora en su centro es indescriptible. Si lo pensamos, la novela de la escritora mexicana también plantea esto: la imposibilidad de hablar de lo que en verdad importa y perturba, y ella, como Guimarães, queriendo encontrar eso mismo se encuentran con todo lo demás; o quizá, y es lo más probable, escribir es un juego de elusión y ahí, en ese evitar está el meollo del sistema emocional que nos contiene.

El personaje de Gran Sertón: Veredas, Riobaldo, es un viejo que cuenta su historia como un ex jefe de yagunzos (hombres de armas del sertón) y reflexiona sobre su propia vida en tres días en los que toma lugar su monólogo: sabemos que hay un interlocutor por las alocuciones hechas pero no lo escuchamos nunca. Digamos, en términos cinematográficos, que la cámara no lo enfoca y nos imaginamos una escena de un viejo en su casa con un antropólogo del National Geographic donde lo que importa es el testimonio, aunque aquí no hay voz en off que aclare notas de cultura local para los extranjeros. Este interlocutor es un hombre que pasó por la región a tomar medidas de algo y fue tomado, por decirlo así, por este narrador de historias que prefiere hablar con él, un extraño, que con alguien más cercano: “El diablo, ¿existe y no existe? Doy mi palabra. Abrenuncio. Estas melancolías. Pero, una cascada es un barranco de tierra y agua cayendo por él, retumbando; usted consume esa agua o deshace el barranco, ¿queda algo de la cascada? Vivir es un negocio muy peligroso...”.

También dirá que “El diablo campea dentro del hombre, en los repliegues del hombre; o es el hombre arruinado o el hombre hecho al revés”.

El monólogo que habla de dónde se desarrollan el bien y el mal sirven como marco a las acciones que no parecen comprenderse, entre ellas las propias: tener habitados en uno mismo las contradicciones que pugnan y que nos bordean para llevarnos a algún destino involuntario: “Joven: Dios es paciencia. Lo contrario, es el Diablo. Se desbasta. Usted aprieta una faca contra otra —y afila— que se rozan. Hasta las piedras del fondo, una da en la otra, se van arredondicando lisas, que el riachuelo rueda”.

Un destino que en su caso tiene que ver con el amor porque decide un día seguir a Diadorín en una venganza que no comparte, en una decisión de vida que no lamenta: “El corazón es esto, todos estos pormenores. Fue una explicación. El amor, ya de por sí, es un algo de arrepentimiento”. O más adelante: “¿El amor? Pájaro que pone huevos de hierro”.

Entre las historias que cuenta, mezcladas con la suya, habla de un hombre con educación que inventa una historia sobre algo que pasó en verdad y la reflexión sobre esa ficción queda metida dentro de una disertación sobre la idea misma de la creación: “Aprecié demasiado aquella continuación inventada. ¡Cuánta cosa limpia verdadera no concibe una persona de alta instrucción! Entonces pueden llenar este mundo de otros movimientos sin los errores y volteos de la vida en su necesidad de chapucear. ¿La vida disfraza?”. Esta pregunta queda sin resolverse, especialmente si consideramos que el mismo narrador está contando su vida que en muchos sentidos se une a la invención de su propia historia y de los que conoció; y con todo esto, a su vez, el narrador disfraza y desvía la historia con recursos de cortar y enfilar por un lado para luego regresar por una historia menor, aparentemente menor: las cosas que parecen, diría él mismo, nonadas, son las que encierran asuntos fundamentales de la existencia: vivir entre el bien y el mal, en el espíritu voraz que quiere todo y vive la indecisión.

Riobaldo es un sujeto que ama y entrega el amor como una decisión de vida: seguir a Diadorín a una guerra de la que no está plenamente convencido y que lo hace por un amor que sabe único. Debatido entre el amor y su libertad, o la construcción de la idea de la libertad, el conflicto es este amor prohibido de un hombre a otro hombre de armas. Se conocen a los trece o catorce años y Riobaldo quedaría marcado para siempre por esa conexión entre ambos: por él cruza un río enorme aunque no sabe nadar, por él tiene que ser valiente aunque no lo sea; años después, cuando lo vuelva a ver, ése será el comportamiento que tendrá hacia él: un sentido de la amistad y la valentía.

Ya viejo, Riobaldo se concentrará en su familia y en las religiones (muchas religiones porque lo importante es rezar) y ve desde un tiempo presente su juventud, sus desatinos y sus filosofías sobre el mundo, la naturaleza y sí mismo.

Le refiero a usted: otro doctor, doctor rapaz, que explotaba las piedras turmalinas en el valle de Arasuauí, discurrió diciéndome que la vida de la gente encarna y reencarna, por progreso propio, pero que Dios no hay. Estremezco. ¡¿Cómo no haber Dios?! Con Dios existiendo, todo da esperanza: siempre un milagro es posible, el mundo se resuelve. Pero, si no hay Dios, estamos perdidos en el vaivén, y la vida es burra. Es el abierto peligro de las grandes y pequeñas horas, no pudiendo facilitarse, es todos contra los acasos. Habiendo Dios, es menos grave descuidarse un poquito, pues al final sale bien. Pero, si no hay Dios, entonces, ¡uno no tiene licencia de cosa ninguna! Porque existe el dolor. (...) ¿No lo ve usted? Lo que no es Dios es estado del demonio. Dios existe hasta cuando no hay. Pero el demonio no hace falta que exista para que lo haya; sabiendo uno que no existe, entonces es cuando toma cuenta de todo.2

Esta disertación sobre el bien y el mal, entre lo que está permitido y no en términos de una ética religiosa, permeará la concepción del amor en la novela: Riobaldo está dividido entre lo que se considera válido y no, aun cuando sabe que ama a Diadorín, y confía en el amor que va en correspondencia, en la prohibición está el encuentro amoroso que no se concreta. Aun sin la revelación entre ambos, el amor entre los dos está ahí, en la reflexión sobre la misma naturaleza, en medio de la guerra y los bandoleros, en medio de las armas está este amor puro que Riobaldo compara con el amor a Dios, porque Dios hace a los hombres para que se dejen llevar por él. Y Riobaldo se deja llevar por Diadorín.

 

III

Despedirse da fiebre. El pobre tiene que tener un triste amor a la honestidad. Son árboles que cogen polvo. María Zambrano hablaba que los dichos y refranes hacen alusión a un saber comunitario: el reflejo de la experiencia de la comunidad, que no sólo hablan de un sinsentido sino que hacen hincapié en la vida familiar, en la experiencia que se comparte: así, cuando escuchamos decir “nadie escarmienta en cabeza ajena” sabemos lo que se guarda dentro de eso. Lo fantástico de los refranes y los dichos populares es que su creación anónima y de tradición oral, principalmente, no se explican mayormente. La alusión es sobre un saber mayor que la experiencia única de un solo hombre: “¿quién es quien dice que en la vida todo se escoge? El que castiga también cumple”. O, hablando de una mujer: “Ah, la mangaba buena sólo se coge ya caída del suelo, de abajo...”. o la metáfora de la vejez: “He visto muchas nubes”. Eso está plenamente en la narrativa de Guimarães, el habla local, campesina, distante del habla culta de la ciudad; la caracterización del mundo animal, la inclusión del comportamiento animal a la vida humana, pero, al contrario de la etología, el mundo animal de Rosa se estudia en su medio ambiente, en su relación verdadera. Por eso su novela pareciera de pronto un hombre sabio que viene y habla para que aprendamos su historia. Recordemos que uno de los fines de la tragedia era la didáctica, aunque en Rosa abundará más este respeto a la libertad de hombre por elegir su sino sin afanes didácticos o moralizantes.

Guimarães Rosa desde niño era amante de las lenguas, hablaba y entendía más de veinte idiomas, de allí la riqueza plurilingüística de sus obras. Cuando le preguntaron si Gran Sertón: Veredas, en la que danza la oralidad, era su autobiografía, el escritor respondió: “Es desde que no se considere lo autobiográfico como algo excesivamente lógico. Es una autobiografía irracional o mejor, mi autorreflexión sobre el Brasil. Riobaldo es mi hermano. Riobaldo y sus hermanos son un cosmos que es Brasil”.

Me gustaría terminar diciendo que Gran Sertón: Veredas es una novela paseo, fácil de disfrutar como esas novelas del XIX profusas en detalles del terciopelo de las cortinas y los ademanes correctos, la alta clase social europea literalizada, pero no, esta ruptura en el siglo XX que es la cerradez de la sintaxis de Guimarães está lejos de esa recomendación, lo que sí, y aunque a veces me pesa esa expresión de Lezama de que sólo lo difícil es estimulante (y pese a eso yo no acabo el Paradiso, quizá por eso lo dijo), aquí se aplica en todo su esplendor: la novela estimula, apasiona... es una instalación de la épica y del amor trágico en un contexto muy inusual, sin hacer uso de la imagen de postal de una América Latina en pleno Boom, o exotismos fáciles. Su reto fue el lenguaje: la transformación de un lenguaje, de un habla colocada a un nivel mayor que la escritura, un regreso pues a lo primigenio de las referencias. Así que esto que llamamos corazón, y esto que llamamos criterio para ver y oír, se asombran, y eso es lo que quisiera compartir. El asombro. La búsqueda del asombro en las horitas del descuido.

(Texto leído en el homenaje a Guimarães Rosa organizado por la Coordinación de Letras Hispánicas de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México, Unam, el 5 de noviembre de 2008).

 

Notas

  1. Primeras historias, João Guimarães Rosa, traducción de Virginia Fagnani Wey. Seix Barral, Barcelona, 1982. pp. 67—68.
  2. Gran Sertón: Veredas, João Guimarães Rosa, traducción de Ángel Crespo, Alianza Editorial, Madrid, 1999. p. 74.