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El examen de historia

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Escucho tu voz distante e insistente, clamando o reclamando, llamándome o gritando mi nombre; exigiendo mi presencia en algún sitio, jadeando, como perseguida por alguien y luego los ladridos, alguien te persigue, dos o tres hombres, con varios perros. Despierto, cuando te veo en la mañana quiero contarte, pero no te cuento, pues sé que si te contara, un mar de nervios te anegaría hasta el ahogamiento. Y ver tu rostro, con esa sonrisa casi perfecta, con esa mirada perdida, me aplasta. ¿Cómo echaría a perder esa expresión de indefensión sin rasgar mi conciencia?

Lo primero que hago es introducir mi flaca mano derecha en el interior del bolsillo izquierdo de mi chaqueta jean Levis Strauss y sacar con mis dedos filosos un Marlboro que enciendo y fumo antes de besar su rostro.

—Ese maldito vicio acabará contigo —te dice ella con sus labios recién pintados y su pelo amarillo recogido en dos trenzas que la hacen parecer una niña voluptuosa y precoz. Te acercas, debes cruzar primero por la cortina de humo que has dejado y que te separa de ella y besas sus mejillas.

—Oye, te quería contar algo...

—¿Tiene que ser ahora? Estamos retrasados.

Paso seguido, entramos a la clase de historia, nos toca examen y no sé por qué en ningún momento puedo concentrarme.

¿Es el profesor con su montaña de años y su talento ancestral para dictar la misma cosa durante más de veinte años o es ese sueño maldito que me despierta a las cinco de la madrugada con tu voz distante e insistente, clamando o reclamando, llamándome o gritándome mi nombre?

 

No puedo entender esas que para un creyente son experiencias extrasensoriales, avisos de algo inminente que sucederá, pero yo nunca he sido un creyente, más bien he sido un escéptico, un tipo que sólo cree en las cosas que ve.

Es cuando enciendo el cigarrillo antes de besar tus mejillas y tus trenzas amarillas me atraen porque pareces una chiquilla, la misma chiquilla a quien hice el amor el mismo día que cumpliste los dieciocho años, en el cuarto de baño de visitas de la casa de tus viejos.

Lo celebramos en grande, porque el principal obstáculo que nos impedía consumar el acto sexual era fundamentalmente tu minoría de edad y mi temor de que salieras embarazada a los diecisiete.

El viejo encorvado, torcido sobre la montaña de sus años, recoge los exámenes y me miras contrariada porque no has podido responder las diez preguntas y temes lo peor, cuando el anciano de nariz curva y ojitos redondos, como los de los peces, sacude esa mano cadavérica y levanta el papel y antes de pasar por tu butaca escruta al ojo por ciento tu trabajo, menea la cabeza y hace un maldito rictus labial que te deja sin aliento.

Corres, escuchas los ladridos ensordecedores, las pisadas machacando los charcos, tu propia respiración que parece agitada, cansada, exhausta.

Y el sudor desciende en gotas gruesas por tu cuello de mujer blanca; entonces te pregunto qué harás este fin de semana y me explicas que lo normal, beberte unos tragos, sacarle la caspa del pelo a tu padre, llamarme por teléfono y meterte por el culo el examen de historia en el que el infeliz y jurásico profesor te achicharró hace unas horas.

 

Te pido que por una vez en la vida desoigas a tus padres y te quedes conmigo durante el fin de semana para hacer el amor y deshacerlo de inmediato y me dices que no puedes llevarles la contraria a los viejos; ellos han sido muy buenos conmigo, y no estoy preparada para amanecer fuera de la casa y enciendo el cigarrillo, lo apuro, aceleras las chupadas, porque en pocos minutos empezará el examen de historia.

—Oye, te quería contar algo...

—¿Tiene que ser ahora? Estamos retrasados.

Las calles están mojadas y los automóviles se desplazan a mil kilómetros por hora; por lo que percibo, es la medianoche y tres individuos, con igual número de perros amarrados de cadenas y con pistolas empuñadas, corren, es una persecución. Todo está relacionado con el vejete del profesor de historia que te quitó el examen antes de responder las preguntas más importantes. El muy tarado no pudo preparar una prueba de selección múltiple, es decir, con preguntas de verdadero y falso y esas pendejadas, en las que por simple impulso instintivo a veces se pegan las respuestas, se atinan las respuestas correctas; no, él quiso un temario de desarrollo, de argumentación y, si es posible, de juicios interpretativos.

Cuando se inician los disparos, despiertas sudoroso, asustado, con ganas de llamarla, de preguntarle si no ha sucedido algo fuera de lo común hoy, pero cuelgo porque es la voz cascosa y cavernaria de tu padre la que dice: —Aló, aló. Y ante el silencio cobarde del otro lado de la línea, lanza una adenda: maricón. Después el clic.

E intento dormir nuevamente. Lo primero que hago al verla es introducir la mano filosa entre los bolsillos de la chaqueta Levis Strauss, extraer un Marlboro y tratar de decirle que tiene un presentimiento extraño que le impide dormir en las noches y concentrarse en el trabajo y en la universidad; ella le pide que lo deje para después, que está hasta la coronilla con esto de los exámenes y que ni siquiera tuvo tiempo para estudiar historia.

—El maldito profesor nos dijo: estudien los capítulos cuatro, cinco y seis, porque de ahí saldrán las preguntas. Con esa decisión nos castró la posibilidad de fallar. ¿Cómo reprobar cuando el promontorio de años nos ha dicho los temas, de los cuales sacará diez preguntas?

Y se sentarán uno detrás del otro, pero desde ese momento no se conocen. El viejo esdrújulo los sitúa uno detrás del otro para descalificarlos ante el menor movimiento: una tos, un estornudo o una sílaba, mientras se desarrolla el examen y ambos estarán achicharrados, ipso facto. Automáticamente. Esas cosas no deben estar sucediéndome a mí, que ya tengo un buen empleo y con una maldita materia por superar para lograr la licenciatura.

Los callejones se estrechan cada vez más y los ladridos, las vociferaciones y los perros y los tres hombres se acercan cada vez más. En la siguiente esquina una patrulla policíaca persigue a un automóvil, de cuyo interior un grupo de delincuentes vomita disparos de sus armas de fuego y tú corres, intentas pedir ayuda, pero nadie se detiene y los que están en sus apartamentos, fundidos en esos sórdidos edificios pintados de grafiti, mugrientos, cierran sus puertas, cierran sus ventanas y ahora que se aproximan, que es imposible seguir la carrera, suena el timbre del teléfono y despiertas enloquecido y ella, que habla nerviosa del otro lado de la línea, te pide que vayas en su auxilio, que llama de un teléfono público.

Y sacas un cigarrillo para vestirte apresuradamente y desde tu casa escuchas las enloquecidas sirenas de las ambulancias nocturnas o las patrullas nocturnas de la policía y sales corriendo como alma que lleva el diablo; olvidas el jodido paraguas y la lluvia, una maldita lluvia que hace descender las aguas negras por los contenes y forman charcos profundos y hediondos, porque el malditísimo drenaje pluvial de la ciudad no sirve para nada, y la encuentras escondida, te silba, ven; agáchate, los he perdido, pero no será por mucho tiempo.

—Es lo que quería contarte —le dices empapado, con los labios amoratados y temblorosos...

—¿Qué quieres decir? —pregunta ella atemorizada...

—Antes, debemos ir a otro lugar. Esto es increíble. Soñé toda esta vaina, pero la novedad es que yo no aparecía en el sueño.

—Esto no es un sueño...

—Ya lo sé... vámonos.

El profesor se detiene como disfrutando una especie de victoria. Lleva más de 20 años impartiendo el mismo curso, incluso, el texto de historia fue escrito por él. Cada cierto tiempo lo revisa, lo somete a nuevas actualizaciones. Disfruta su victoria cuando recoge tu examen y prevé de antemano, prejuzga tu esfuerzo y no esconde el sarcasmo:

—Esto es una mierda —dice sin levantar la voz, sólo para que tú lo escuches.

Ese maldito dinosaurio es más malo que las ladillas. Me apena oírlo a mí también, pues me sabía el material de tanto leerlo. El viejo decrépito nos había recomendado estudiar tres capítulos y yo, que cuando me coge con una vaina no la suelto, leí el desgraciado libro completo, le llené la hoja del examen por los dos lados de la página, sin ninguna reflexión argumentativa adicional, sólo una repetición puntual, con las comas y los puntos incluidos, de lo que había escrito.

—Tanto que joden y fastidian juntos y no pueden hacer lo mismo con un puto examen —dijo, antes de seguir recogiendo los exámenes de butaca en butaca.

Quedamos solos en el aula. El viejo profesor de historia fue solidario a pesar de su maldad intrínseca:

—Te voy a dar la oportunidad de volver a llenar el examen... sola, e irás a mi casa a entregarlo esta noche.

Concluí que el anciano era un descarado:

—De cualquier modo estás jodida. Si lo vuelves a llenar y lo haces bien, no te dará crédito.

—Claro, si no pude hacerlo bien ahora, tampoco lo haré mejor más tarde... el muy imbécil.

—A lo mejor prueba tu honestidad...

—A lo mejor quiere que le haga cositas en su casa.

—Me parece muy extraño.

La lluvia sigue derramándose sobre la ciudad y corremos. Ella te explica que lo intentó. Trató de hacer el examen honestamente y no estaba lista para realizarlo. No había estudiado nada y para colmo de idioteces ni siquiera sabía la dirección del profesor. Intenté comunicarme con la facultad y allí no había nadie. Entonces recordé que el viejo iba a menudo a la tienda de comestibles vegetales de la calle nueve y, efectivamente, Sam, el dependiente, me dio la dirección.

—¿Y qué pasó después?

Nada, corrí en dirección a su apartamento.

El reloj despertador te despierta. Lo sujetas incómodo y lo lanzas hacia el cuarto de baño, donde cae destrozado con el impacto de la pared y te depositas nuevamente en el espaldar de la cama, para dormir, y principalmente, retomar el sueño en el lugar que estaba antes de que la maldita alarma del reloj te sacara de quicio.

Y la ves corriendo, saltando charcos en el preciso momento en que apareces y ambos se alejan de la caseta del teléfono público desde donde te llamó unos minutos antes.

Corren desorientados, sin saber por dónde aparecerán los asesinos que hace veinticinco o treinta minutos mataron al profesor de historia, en su apartamento de la calle diez y que ella, de intrusa perpleja, logró ver cuando consumaban la acción criminal.

Corría con miedo. Iba directo a la cita con su inigualable profesor a pedirle otra oportunidad para llenar el examen, porque no estaba preparada para hacerlo correctamente en esa ocasión. No lo engañaría. Ni se engañaría, pero vamos, que ese vejete sólo quiere que vayas a su santuario solitario para que le chupes la pinga caída o quizás para proponerte otras acciones lastimeras del pudor y lo ves entre los brazos de los asesinos que lo sostienen y lanzan su colección de huesos contra la pared, ensangrentado y despiertas. Sudas un caño pegajoso de sudor. La lengua amarga, la garganta seca, miras el jodido reloj intacto, aunque hace algunos minutos creíste haberlo destrozado, porque te había despertado e impedido que culminaras el sueño y por fin, por fin has logrado concluirlo y en él la tragedia; el profesor muerto a tiros por un grupo de asesinos que la descubrieron en el umbral de la puerta.

Son las ocho de la mañana, de la noche. Corres, corres sin dar tregua a la respiración, medianoche. Llegas a su casa, casi tumbas la puerta de la sala para avisarle, para ponerla al corriente, para no esperar mañana, para no verte impedido, para que ella no te diga estoy apremiada, estoy retrasada, debo tomar un maldito examen que no sé cómo superar.