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Daniel tiene una memoria envidiable y le gusta alardear con pruebas a las que la somete a diario: Kierkegaard y la ironía, la ironía y sus trampas.

Ella no se queda atrás (cuando Daniel no está), porque basta que él se le acerque, para que ella tartamudee o se olvide, en fin, hasta de lo que enseña.

—¿Todavía no aprendiste que lo del saber operativo es palabra santa de Greimas? —Daniel la desafía, antes de que pueda contestarle durante un asado de amigos.

Claro que es Greimas —querría contestarle—, pero mejor se calla, no vaya a ser le demuestre que sabe lo mismo. Durante el asado que organizó un colega de cátedra de la Facultad, nadie habla de Greimas (sólo Daniel).

Daniel necesita que todo esté en su lugar. Ella está en su lugar, aunque no sabe si a su marido le interese. Cuida del jardín y lustra los bronces. Para la cena, de vez en cuando, prepara callos a la madrileña, como a él le gustan. No importa a qué hora llegue, ni cuánto haya trabajado, en casa o en la Facultad.

—¿Dejaste vencer el millaje? Y yo que pensaba darte la sorpresa de irnos a Bahía —vuelve a atacar en el asado, y se queda mirándola con una sonrisa ancha y sardónica. Se calla nuevamente, preferible dejar que su torpeza, o mejor dicho, que su olvido se trasforme en el blanco de los sermones de Daniel. Es que a él le encanta contrariarla, y como acaba de hacerlo, va adonde sus amigos para charlar como si nada.

No hay que alentar la furia de Daniel. Por eso, cuando él tira del pelo de ella, como si fuera a decapitarla y le lame el cuello para que abra las piernas y se le clava como la invasión bárbara, evita susurrar (a él nunca le gusta que susurre).

Aunque trata de evitar discusiones, no le es fácil, porque Daniel se fija hasta en la canilla de la ducha que quedó sin lustrar y en las prímulas, que acaso no se regaron lo suficiente. Cada noche se avivan los mismos fantasmas. El ruido del ascensor y de las puertas que se abren es el tránsito forzoso a algo que parece irreparable, como la otra noche, cuando se enojó porque ella no lo recibió con un beso.

 

Aceptaron al fin la invitación al asado porque a Daniel le encanta disfrutar de la vida, acompañado de sus amigos y colegas. Kierkegaard y Greimas para él suenan distinto al aire libre. Un vacío jugoso y achuras al vino blanco. Si ella pudiera sobreponerse, demostrarle que no es mentecata, idiota, que hasta él se equivoca.

—¿Qué decís? —Daniel se le acerca y vuelve con el dardo, como si hubiera podido oír los pensamientos de su mujer.

—No dije nada, ¿o sí? —le contesta, en voz baja para evitar escándalos—. Ahora de qué cosas me olvidé, decíme, Daniel —se anima.

Él, después de recordarle el incidente de la falta del beso y, en fin, de reducir su cerebro al tamaño de una esponja con reproches, le da un pellizco fuerte en el brazo y regresa, tranquilo. La mancha roja en el brazo de ella se hace cada vez más grande, como esas otras manchas que recuerda, resultado de pleitos anteriores.

Ella trata de secar algunas lágrimas que podrían desembocar en un llanto inoportuno. Lo hace con torpeza, porque la ven. Así como está (o como es): obediente y silenciosa. No podrá aguantar más a Daniel, suficientes años ya de andar quemándose en la hoguera.

Daniel le está dando la espalda. Le gustaría golpearlo, que cayera al suelo en su peso muerto. Se lo imagina en el césped. Todo llega a su fin, hasta lo malo. Baja la cabeza y fija sus ojos en el césped, verde. Húmedo, tal vez.

Daniel la llama, vení, no te quedés solita. —Ahí voy —le contesta. Y se une al grupo para comer el postre.