Artículos y reportajes
William ShakespeareLos pecados de un tal William Shakespeare

Comparte este contenido con tus amigos

Se supo frente a Dios y le dijo: Yo, que tantos hombres he sido en vano, quiero ser uno y yo. La voz de Dios le contestó desde un torbellino: Yo tampoco soy; yo soñé el mundo como tú soñaste tu obra, mi Shakespeare, y entre las formas de mi sueño estabas tú, que como yo eres muchos y nadie.

(Jorge Luis Borges: Everything and Nothing).

Desde algún tiempo después de su muerte hasta la presente fecha, la figura de William Shakespeare ha sido objeto de una de las mayores ignominias en la historia de la literatura, igual o quizá superado, en mi apreciación, por el destierro, encarcelamiento y censura que se le infringiera a Oscar Wilde en la Inglaterra victoriana: al bardo de Stratford-Upon-Avon se le niega la autoría de sus piezas teatrales y poéticas, atribuyéndoselas a otros de sus contemporáneos, por lo general al también dramaturgo Christopher Marlowe. La explicación de dicha infamia se traza en dos vertientes, la primera responde a un criterio textual mientras que la segunda (la que me parece la verdadera razón) es una afectación de relaciones de poder. A ambas paso a reseñar.

Harold Bloom, el casi indiscutido mayor estudioso de Shakespeare después del doctor Johnson y Samuel Taylor Coleridge, ofrece un comentario iluminador en ¿Dónde se encuentra la sabiduría?: “En las obras de Shakespeare él no aparece, ni siquiera en sus sonetos. Es su casi invisibilidad lo que anima a los fanáticos que creen que cualquiera menos Shakespeare escribió las obras de Shakespeare”. De esta manera, el dramaturgo inglés se distancia del otro autor citado por Bloom en el mismo capítulo de su libro, Miguel de Cervantes. Es difícil separar la historia del caballero de la triste figura del manco de Lepanto. En Don Quijote de La Mancha, desde una mirada acuciosa, se hace patente la presencia de Cervantes. Bloom cita el pasaje de la biblia española (como Unamuno llamó a la obra cervantina) en el cual Cervantes ataca a su rival en la dramaturgia, Lope de Vega: “Deténgase vuestra merced, señor don Quijote, y advierta que esto que derriba, destroza y mata no son verdaderos moros, sino unas figurillas de pasta. Mire, ¡pecador de mí!, que me destruye y echa a perder toda mi hacienda”.

Nabokov, otro prominente estudioso del Quijote, encontraba en la novela de Cervantes páginas endilgadas de dolor y sufrimiento; lo que mueve aun más a los lectores a vincular esta novela con su autor. Con respecto a esto, Bloom refiere la que podría considerarse como la más sufrida de las existencias de autor alguno: es herido en la batalla de Lepanto y como resultado de esto pierde el uso de la mano izquierda con tan sólo veinticuatro años, en 1575 es capturado por piratas de Berbería y pasa cinco años como esclavo en una prisión de Argel, sirve como espía en Portugal y Orán, con veinticinco obras teatrales de respaldo fracasa como dramaturgo en su regreso a España, es encarcelado en 1597 y 1605 (se dice que escribió la primera parte del Quijote en cautiverio), y por último, casi muere en situación paupérrima de no ser por la protección de un noble.

Ahora bien, el carácter mimético del que hablaba Aristóteles en su Poética se convierte, para algunos estudiosos, en un pecado en las obras de Shakespeare, ya que es imposible establecer paralelismo alguno entre el dramaturgo inglés y su vida personal. ¿Es Julieta Capuleto una ficcionalización de Anne Hathaway, esposa del bardo?, ¿sufrió Shakespeare la melancolía y la dubitación del príncipe de Dinamarca?, ¿fue el padre del dramaturgo, John Shakespeare, tan ambicioso como Shylock?, ¿recreó Shakespeare en Otelo la celopatía de alguno de sus amigos o la propia?, ¿se vestía la señora Mary Arden Shakespeare como hombre al igual que Rosalinda?, ¿fue el bardo tan orgulloso como Lear?; nadie podría responder a estas preguntas, de lo cual se desprende un hecho: Shakespeare, más que algún otro autor, logró crear voces, miradas, psicologías y comportamientos tan genuinos que los personajes de sus obras sólo encuentran en ellos mismos sus propios referentes, explotan la máxima jakobsoniana de la función poética del lenguaje, demostrando así la maestría de su creador en el conocimiento profundo de la condición humana y del lenguaje. Bloom ha señalado: “Nadie, antes o después de él, hizo tantas individualidades separadas”.

No poco se ha insistido en buscar notas autobiográficas que ayuden a entender la obra shakesperiana; de allí que se considere la muerte de su hijo en 1596 como factor motor de su movimiento de la comedia a las grandes tragedias o su “período negro” (Hamlet, Otelo, El Rey Lear, Macbeth). Jostein Gaarder resulta orientador y comedido cuando, en El mundo de Sofía, se refiere a la obra de Shakespeare como espejo de su tiempo, “pero ya en Shakespeare encontramos montones de frases sobre la vida como un teatro”. Con mayor amplitud Bloom comenta: “Y los diversos enfoques totalizadores —marxista, freudiano, feminista, lo que queráis— acaban resultando reduccionistas”, o, en palabras de Ben Johnson: “No de una era, pero de todos los tiempos”. Cierto: entender a Shakespeare pasa por entender un autor empeñado en retratar lo que de universal tiene el ser humano.

No obstante, el mayor pecado de William Shakespeare fue no pertenecer a la élite de los “University Wits”: esto es, la generación de jóvenes escritores educados en las universidades de Oxford y Cambridge, entre ellos Marlowe, a quien dedicaré mayor énfasis posteriormente. El primer ataque dirigido a Shakespeare yace depositado en la autobiografía de Robert Greene: “An upstart crow, beautified with our feathers, that with his ‘Tiger’s heart wrapped in a player’s hide’ supposes he is as well able to bombast out a blank verse as the best of you; and, being an absolute Johannes factotum [jack of all trades], is in his own conceit the only Shake-scene in a country”. A pesar de no mencionar a Shakespeare abiertamente, Greene juega con las líneas de Enrique VI y el verbo “shake” (agitar) para aludirle. El odio concomitante por ese “cuervo recién llegado” hace que estas palabras emplacen a la aversión contra Shakespeare.

De lo dicho por Greene también deben resaltarse las nociones de “centro” y “periferia”. Era de esperarse que el éxito logrado progresivamente por un “recién llegado” pueblerino, sin apellido de tradición, casado con una mujer ordinaria, y peor aun, sin educación universitaria (algo que deja boquiabiertos a propios y extraños), no fuese saludado por el grupo intelectual de Londres.

En su artículo “Shakespeare, abril y los ignaros”, el profesor Alí Rondón, el más devoto investigador de Shakespeare en nuestra tierra, al menos que yo sepa, se refiere a toda esa pléyade de dramaturgos unidos en su odio por Shakespeare, acuñada como “la escuela del rencor”. En el filme Shakespeare apasionado, John Madden muestra al pequeño vagabundo John Webster delatando la condición de mujer de Thomas Kent (interpretado por Gwyneth Paltrow), e incluso la ayuda que le ofrece Marlowe (interpretado por Rupert Everett) a Shakespeare (interpretado por Joseph Fiennes) para la elaboración de Romeo y Julieta, lo que revela un cuidado apoyo documental transformado en elocuente ficcionalización y satirización de los rumores que se han cernido sobre Shakespeare por siglos, y que no parecieran cesar.

Si bien es cierto que poco se conoce sobre la vida de Shakespeare, esto se explica de dos maneras. La primera ha sido expuesta en las líneas anteriores, que apuntan a una idea: Shakespeare era un don nadie. La otra manera es señalada por Borges, cuando dice que el teatro en la época del dramaturgo inglés no era más que un simple espectáculo de entretenimiento, y no el género que ha devenido, cabe decir, una forma artística elevada dirigida a la “intelligentsia”: “El destino de William Shakespeare (1564-1616) ha sido juzgado misterioso por quienes lo miran fuera de su época. En realidad, no hay tal misterio; su tiempo no le tributó el idolátrico homenaje que le tributa el nuestro, por la simple razón de que era autor de teatro y el teatro, entonces, era un género subalterno”. Otro elemento que confirma esta hipótesis es el hecho de que fuese después de su muerte que las obras se publicaran y valoraran.

Absurdamente, los criterios empleados para divorciar a Shakespeare de la autoría de esos “treinta y ocho monstruos de la literatura universal” (cuando sus contemporáneos, en el mejor de los casos, lograron un par de obras aceptables), como con tino los llamó Manuel Cabesa en una oportunidad, se basan en especulaciones o en la soberbia infundada. Ambas se aglutinan a propósito de la figura de Christopher Marlowe, dramaturgo que para algunos es el verdadero creador de las obras de William Shakespeare.

Marlowe fue contemporáneo con Shakespeare. Educado en la Universidad de Cambridge, condujo una vida de aventuras signadas por su trabajo como espía de la corona británica y una vida religiosa poco ortodoxa que le costó la acusación de hereje. Muere apuñaleado a los veintinueve años por no pagar la cuenta en una taberna. Su figura se ha convertido en el fantasma autoral de las piezas shakesperianas sin ninguna evidencia que lo pruebe más que las especulaciones sobre la naturaleza de su muerte. La teoría es que no murió en dicha pelea, sino que se colocó un falso cadáver, y que realmente fue llevado a Francia, luego a Italia, desde donde siguió escribiendo bajo el nombre de William Shakespeare, mientras que el verdadero Shakespeare, un actor, recibía dinero de parte de Sir Thomas Walsingham (de quien tampoco se consigue evidencia sobre su amorío con Marlowe) por guardar el secreto. Teoría que hasta la fecha no encuentra asidero alguno. Otros siguen pensando la poca probabilidad de que un pueblerino escribiera obras de semejante trascendencia. Además de convertirse en la referencia indiscutible de la lengua inglesa debido a su contribución de más de mil neologismos; amén de la abrumadora belleza de sus recursos metafóricos, el divorcio con la rigurosidad genérica que tanto le repudiaron los Agustinos (variante de los neoclásicos en Inglaterra) y la creación de su variante del soneto petrarquiano.

Tal pareciera que Shakespeare predijo su propia tragedia cuando escribió las líneas más citadas en la literatura: “Ser o no ser, he allí el dilema”.