Debo decir, de entrada, que me ha costado mucho decidirme a escribir este ensayo, no sólo por su naturaleza compleja, sino también por el temor a las represalias, sobre todo a las ocultas, que suelen ser las peores. Ya en mi propio país, siendo estudiante, me atreví inocentemente a hablar del caso palestino y defender el derecho de este pueblo a un territorio y un Estado. Pronto debí constatar que a muchos no gustaba mi visión del problema, y me hice enemigos sin darme cuenta y sin tener arte ni parte. ¿Qué diablos le importaba a un estudiante chileno que los palestinos hubieran sido despojados de su Estado y de su territorio y sufriesen opresión?
Pero yo era muy joven e idealista, y poeta además, y a nadie como a los poetas le es doloroso soportar la injusticia y la opresión contra un pueblo. ¿No habíamos salido a la calle a protestar a grito en cuello contra el bombardeo con napalm de las aldeas vietnamitas? ¿No teníamos el ejemplo de las jornadas de mayo de París y de todo el occidente, cuando Daniel El Rojo y sus seguidores se levantaron contra el establishment y desfilaron por las calles de Europa esgrimiendo la imagen de Ho Chi Minh?
Ciertamente, no pertenezco al bando de los radicales o de los más osados, y no podía tampoco justificar el uso de la fuerza ni mucho menos del terrorismo por parte de la OLP para lograr sus fines, por muy justos que éstos fueran, de modo que cuando corrió sangre a causa del secuestro de aviones o de embarcaciones, se enfrió un poco mi entusiasmo. Para mí estaba claro que no se podía juzgar a todo el pueblo judío por culpa de la política reaccionaria e imperialista del gobierno de Israel. Además, pensaba que a la larga debía el Estado judío devolver la libertad al pueblo palestino y permitir el regreso de los expatriados.
Los años pasaron, sin embargo, y cuando los palestinos, cansados de esperar un milagro, se alzaron contra la potencia ocupante en la primera intifada, saludé el levantamiento y me sumé a las millones de voces que reclamaban el fin de la ocupación de Palestina. Y nuevamente parece que fue muy caluroso mi entusiasmo, o que se interpretó como un ataque a los judíos en general, y debí sufrir las represalias. Sólo que esta vez me encontraba en Suiza, adonde el destino —Claire— me había llevado, y me encontraba indefenso frente a la hostilidad de quienes defendían la política de Israel, y calificaban la crítica a ese país como un ataque a su propia persona. De modo que pronto debí aprender a no abrir mucho la boca, so pena de sufrir persecución.
El conflicto judío-palestino es, en realidad, mucho más complejo de lo que parece. No se trata sólo de la hostilidad de dos pueblos emparentados por la cultura y la sangre que luchan por sus intereses encontrados, como ha sido el caso de Irán-Irak, o, más en el pasado, de Francia y Alemania. Los pueblos de la región consideran a Israel un intruso, no porque no pertenezca racial y culturalmente a ese grupo de pueblos, cuya raíz semita comparte, sino porque los judíos en la diáspora —especialmente en Europa— se habían occidentalizado por su integración a las respectivas sociedades y su mezcla con la población local, pero sin renegar de su origen, su religión y sus tradiciones, manteniéndose en el curso de las generaciones “judíos” (lo cual les valió, entre muchos, el reproche infame de “ladrones de sangre”). Después del horror nazi regresaba una gran parte de ese pueblo (en primera línea quienes seguían el llamado de Theodor Herzl, padre del sionismo) a su tierra originaria, donde lógicamente ya no existía un Israel, por mucho que hubiera judíos allí, sino sólo Palestina, no como Estado, sino como territorio. Y como de todos modos la hostilidad entre judíos y palestinos databa ya desde los tiempos bíblicos, y los judíos que regresaban, de acuerdo al postulado de Herzl, lo hacían como “occidentales”, el conflicto entre ambos pueblos estaba ya programado. Y como era de esperarse, la “comunidad de los creyentes” musulmanes se puso del lado de Palestina, de suerte tal que el derecho a un sitio y un Estado en la región debió ganárselo Israel a sangre y fuego.
La partición de Palestina por parte de la potencia colonial, Gran Bretaña, en dos estados, Israel y Palestina, como lo pedía la ONU, era sin lugar a dudas lo más justo que se podía hacer, pues ambos pueblos tenían derecho a la tierra de sus antepasados. Y ahora no sé decir si pesó más el rechazo de los palestinos a un pueblo que después de casi veinte siglos regresaba a su hogar, que, según su visión, ya no existía, o el afán de Israel por expandir sus fronteras para cumplir el sueño de Erez Israel o “Gran Israel” bíblico, la tierra prometida que se extendía entre el Mediterráneo y la Mesopotamia. Lo cierto es que pronto hubo guerra, y el pequeño Estado israelí, pertrechado con la técnica y el armamento occidental, y con su enorme voluntad de sobrevivencia, se impuso sobre sus enemigos, y en el curso de un par de decenios amplió sus fronteras engullendo a Palestina, y a parte de Egipto, Siria, Jordania y Líbano.
Estas guerras pusieron de manifiesto, además, hasta qué punto se había fortalecido el poder de la comunidad judía después de la segunda guerra mundial, no sólo en los EEUU, desde donde llegaba una enorme ayuda material y en know how, vital para Israel, sino también en Europa, donde habían sido perseguidos y casi exterminados, y donde comenzaban también a levantar cabeza y consolidarse. Además de ello, su situación de víctimas trágicas del terror nazi les granjeaba la simpatía del mundo civilizado, especialmente de Europa, que veía en el apoyo directo a la creación del Estado de Israel y a su sobrevivencia, una especie de indemnización por el daño infligido a este pueblo.
Pero era ostensible que Israel había ido demasiado lejos, y ya no luchaba por sobrevivir, sino por imponer su hegemonía en la región, reteniendo los territorios ocupados en la guerra, parte de los cuales se anexó generosamente o comenzó a colonizar, en contra de las disposiciones de la Convención de Ginebra y de las resoluciones de la ONU. Desde ese momento comenzaron también a decaer el apoyo y la simpatía de la gente de buena voluntad del mundo que le había apoyado.
La ONU ha intervenido numerosas veces y ha exigido el retiro de Israel a sus fronteras reales. Israel ha hecho caso omiso de tales exigencias, y por razones de seguridad ha devuelto el Sinaí a Egipto, y hace un tiempo el “cinturón de seguridad” a Líbano. Pero mantiene en su poder las Alturas de Golán, arrebatadas a Siria, y gran parte del territorio palestino, que ha ido colonizando y anexando en el curso del tiempo, aparte de Jerusalén Este, que los palestinos reclaman como su capital. Existe, es cierto, un territorio en cierto modo autónomo, donde los palestinos ejercen la autoridad, pero no la soberanía.
Israel se niega tercamente a “autorizar” un Estado palestino, y con una muy inteligente diplomacia y estrategia, aparte del uso de la fuerza bruta, ha ido dilatando en el tiempo el estado de cosas (status quo), con el apoyo y complicidad abierta de los EEUU, en especial de G. Bush junior, el cual no tuvo empacho en confesar su admiración y simpatía irrestrictas por el Estado de Israel. Pocas semanas después irrumpía Israel a sangre y fuego en Gaza.
Uno se pregunta cómo diablos lo ha hecho y lo hace el Estado judío para soportar la enorme presión internacional contra su política de ocupación y su inhumano atropello a los derechos humanos de los palestinos. Es inútil enumerar aquí la larga lista de fechorías, de crímenes de lesa humanidad que ha cometido Israel en su afán por mantener su hegemonía en la región. Es cierto que existen fuerzas demoníacas que le niegan a Israel el derecho a la existencia, y el reelecto presidente de Irán ha declarado, y no sólo una vez, su voluntad de destruir el Estado judío, lo cual sólo puede ser calificado como locura. Y si se piensa que Irán, con un alto grado de probabilidad, persigue el objetivo secreto de obtener la bomba atómica, no puede afirmarse que las autoridades israelíes sean presa de la histeria, ni que utilicen las bravuconadas de ese energúmeno sólo para fines de propaganda.
Todo ello, sin embargo, no puede justificar la política opresiva de Israel, ni tampoco puede usarse el horror del holocausto como justificación del uso de medios inhumanos para combatir y eliminar a quienes supuestamente persiguen la aniquilación del pueblo judío. Y esa ha sido y es precisamente la política de los diferentes gobiernos, que han reclamado y reclaman seguridad para Israel (absolutamente legítimo), y ven en cada protesta o —también legítimo— acto de resistencia de los palestinos un atentado a su seguridad.
Es absolutamente falso e injusto acusar a todo el pueblo judío, disperso por el mundo, por la política errática de Israel, ni siquiera se puede culpar a todos los israelíes por ello. Existe también en Israel una conciencia honesta en parte de la población, como las acusaciones del grupo anónimo de veteranos de Gaza lo demuestra. Sin ninguna duda que una importante parte del pueblo israelí rechaza la política del gobierno y estaría dispuesta a “permitir” la existencia de un Estado palestino a cambio de vivir en paz. Incluso hay judíos (pensemos en el libro de Finkelstein en los EEUU, que le valió la absurda imputación de “antisemita”), que critican y denuncian el mal uso del horror del holocausto como argumento para justificar una política o actitud inmoral o amoral.
Y precisamente de eso se trata: de la moral. Como muy bien lo han expuesto sabios y filósofos (piénsese en Aristóteles: Moral a Nicómaco, o en los escritos filosóficos de Baruch Spinoza, y sobre todo en las obras de los padres de la Iglesia, especialmente de san Agustín), los seres humanos consistimos de una entidad moral (espiritual) domiciliada en una entidad física o animal (el cuerpo), a la cual domina y comanda. En tanto el hombre no esté consciente de su responsabilidad como tal, como entidad moral, sus crímenes pertenecen a la historia “dada”, u “ocurrida”, y tal es el caso de Atila y de Gengis Khan, entre muchos otros. Desde la aparición de las religiones universales, empero, y en la medida que un pueblo o un grupo de pueblos asumen un credo, están obligados a comportarse según el código moral de esa religión, que en el caso nuestro, el cristianismo, está resumido en los diez mandamientos o Decálogo.
Al revés de los pueblos de oriente, que desarrollaron una religión propia según su carácter como pueblos (budismo, hinduismo, judaísmo, islamismo), Europa o el occidente asumieron la doctrina de Jesús, llenándose del espíritu del cristianismo, lo cual produjo, junto con la tradición del mundo clásico (grecorromano) y la entrada en la historia de pueblos vírgenes, por así decirlo (celtas, germanos, eslavos), la cultura que llamamos occidental, que domina moral y culturalmente el mundo, y cuyo principio fundamental siguen siendo el respeto a la vida y el amor al prójimo. Tanto Hitler como Stalin no sólo ignoraron la moral cristiana a la cual pertenecían, sino que atentaron atroz y cruelmente contra ella, y sus crímenes no tienen perdón, pues pertenecen a la historia consciente o “pensada”. La crueldad es, por lo tanto, también parte del ser humano, la parte obscura de su entidad espiritual, tal vez un relicto de su naturaleza animal original.
El cristianismo procede del judaísmo, como todos sabemos. Jesús era judío, y estaba imbuido de su moral, contra la cual se rebeló (expulsión de los mercaderes del templo), posiblemente a causa de la pretensión del judaísmo de ser una religión exclusiva de los hebreos, a quienes Jehová, su dios privativo, habría declarado como “pueblo elegido”, según la Biblia. Jesús, en cambio, dirigió su evangelio (“buena nueva”) a todos los seres humanos, sin importar raza o cultura, y ello nos enorgullece como cristianos.
El dominio del mundo, o de un pueblo sobre otro, o incluso sobre el propio pueblo, discurre por las armas, pero como el mundo está marcado por la moral cristiana, que inhibe a los pueblos de comportarse salvajemente, mediante el uso de la fuerza bruta o la crueldad, recurren los estados o grupos expansionistas a la diplomacia, cuya herramienta fundamental, en el caso de las fuerzas con “voluntad de dominio”, como les llamó Nietzsche, consiste en el disimulo y el engaño, en la desorientación del “enemigo” por medio de la palabra falsa, en la mentira solapada (Maquiavelo: El Príncipe). Tal ha sido el caso de las dictaduras, que se han mantenido en el poder por el engaño inteligente de la población (“Miente, miente, que algo queda”).
El instrumento de que se valen los grupos, partidos, sectas, etc., para dominar, desorientar o mantener su poder, es el rumor, que permite disparar desde las sombras una mentira o calumnia para desacreditar o a veces destruir al adversario. Pensemos en los crímenes de Stalin, que fueron ocultados sistemáticamente por el Partido Comunista de la Unión Soviética mediante mentiras, las cuales eran difundidas y defendidas por sus secuaces o seguidores en el exterior; hasta que Nikita Kruschov los dio a la publicidad, produciendo estupor y vergüenza en los comunistas ingenuos o “sanos”, como lo describe Neruda en sus memorias.
No sólo las dictaduras recurren a la mentira, la calumnia y la infamia como medios para atacar y destruir al adversario o a los críticos. En toda sociedad existen grupos especializados en la calumnia por medio del rumor, a tal punto que están en constante alerta para localizar a sus enemigos y difamarlos. El instrumento que se usa para tal efecto es el mobbing (mob: palabra inglesa para “multitud”), que designa la “jauría humana”: la multitud azuzada en secreto contra una persona, familia, grupo, etc.; y uno más refinado, el lobby (palabra inglesa que significa “pasillo”, referido especialmente al del congreso, no sólo norteamericano, donde los parlamentarios se reúnen para debatir, intercambiar opiniones, calumniar, ganar adeptos para una causa, etc.).
Muchos indicios parecen indicar (con todas las reservas que el sentido común recomienda) que el artificio empleado por Israel para contrarrestar las críticas y mantener su dominio sobre los territorios ocupados es precisamente una diplomacia orientada a engañar y confundir a la opinión pública internacional, mediante la desvirtuación o la negación directa de factos (ocupación, opresión, humillación, expropiación de viviendas o de tierras) que a todo el mundo parecen tales, pero que la propaganda sostenida y la negación sistemática a través de los medios de prensa o del lobby consiguen poner en cuestión o minimizar.
Pongamos por caso las serias irregularidades y violaciones de las reglas internacionales en la reciente campaña de Gaza. Organizaciones internacionales de derechos humanos y la Cruz Roja, aparte de la ONU, criticaron duramente la política de Israel y exigieron el fin de la ofensiva, y cuando se pudo ver en toda su magnitud los daños y barbaridades cometidos por Israel, se defendió el gobierno aduciendo que sus tropas habían actuado en todo momento ceñidas a las disposiciones de la Convención de Ginebra, es más, que las fuerzas armadas israelíes eran las de más alta conciencia ética en el mundo. Posición que fue difundida y defendida por todos los medios de que el Estado judío dispone en el mundo, que bagatelizaron las críticas y las evaluaron como calumnias por parte de los enemigos de Israel. Y hace un par de semanas sale a la luz el comunicado de un numeroso grupo de ex combatientes de Gaza que revelaban las serias irregularidades cometidas por las tropas judías. El gobierno israelí les ha negado toda legitimidad e incluso la misma existencia a los miembros de tal grupo, que, como es lógico, no pueden mostrar su identidad, por el temor a las represalias. Pero todos sabemos que existen, y que dicen la verdad. La maquinaria de prensa internacional de Israel, en cambio, defiende la versión del gobierno, que se niega rotundamente a reconocer siquiera la más mínima irregularidad de sus soldados en la campaña, de acuerdo a la divisa: no reconocer ni admitir nada. En todo caso, es un enorme alivio constatar el que incluso entre quienes son considerados por muchos como esbirros o fuerzas de represión, las fuerzas armadas israelíes, existe también resistencia en contra de los métodos represivos a ultranza del gobierno de Israel. Lamentablemente, el grueso de ese colectivo son “patriotas”, es decir, seguidores ciegos de la política colonialista del Estado judío.
Otro caso concreto de distorsión de los hechos históricos por parte de Israel y su aparato propagandístico internacional, lo constituye la difusión del video que llegó hace unos meses a mi ordenador (“Condenados a entenderse”), cuyo propósito aparentemente era exponer la realidad histórica de ambos pueblos desde una perspectiva neutral, en vistas a mostrar que estaban condenados a entenderse. Propósito muy noble, qué duda cabe, y efectivamente, en todo momento se expone que ambos pueblos tienen derecho a un Estado en la región. Pero si se analiza con detención el video, se pone de manifiesto: se postula a Israel como un Estado que ya hacia el 1000 a.C. (reinado del rey David) existía como tal, lo cual es históricamente correcto. Los palestinos, en cambio, “estaban también por ahí”, seguramente como comunidades o asentamientos aislados, sin cohesión, lo cual no es correcto. De otra parte, cuando se enseña un “ejemplar” de cada pueblo para que se tenga una idea de quiénes se habla, en el caso palestino ponen un niño moreno, lo cual coincide con la realidad; en el caso de los judíos, en cambio, ponen a una chica rubia. Y uno se pregunta, ¿por qué reniega Israel de su naturaleza racial, pretendiendo un parentesco con Europa, que efectivamente existe en el caso de muchos migrantes de este continente, pero que no es la tónica? Por cierto, ¿no pedía el pasado año Shimon Peres en una entrevista la admisión de Israel en la Unión Europea?
¿Pero qué tiene que ver todo esto con el cristianismo y la moral cristiana? Lo siguiente: el occidente, cuya cosmovisión domina el mundo, y en el cual busca Israel (y encuentra) apoyo para su política expansionista, está imbuido y dirigido por la moral cristiana, que ha trabajado durante dos milenios su espíritu hasta hacerlo “manso” e “ingenuo”. Ser cristiano significa ser “bueno”, y, por extensión, “crédulo”, fácil presa, por lo tanto, para una campaña de rumores y calumnias por parte de un grupo, partido, secta, etc., con una moral distinta, como es el caso del judaísmo.
Los que profesamos un cristianismo acendrado estamos, por supuesto, satisfechos y orgullosos de nuestra fe, y bendecimos el día en que Jesús difundió su evangelio de paz y amor “a todos los hombres de buena voluntad”. Pero casi sucumbo a la tentación de pensar que el cristianismo, emanado de Israel, ha cumplido el objetivo histórico (¿providencial?) de hacer “blando” al occidente, y por lo tanto fácil presa de una mentalidad dominante fría y astuta. Y digo casi porque aquí vale el principio de Nietzsche (Aurora) de no confundir la parte con el todo: no se puede culpar a todo el pueblo judío de un afán ilimitado de dominio. Y cuando ciertas personas de fe judía afirman (p. ej., en un programa de televisión) que el deber y el objetivo del judaísmo consiste en expandirse por todo el globo, se le debe entender (ya que al judaísmo no le interesa convertir a su fe a los demás pueblos, como es el caso de las otras religiones) como el intento pío de llevar la palabra de la Biblia a todo el mundo, supongo, para “liberarlo” (sentido mesiánico de la historia), y no como un intento de dominio universal, como mentes acaloradas suponen. Además —y esto es muy importante—, no todos los judíos “de raza” son de fe judía, e incluso entre los judíos de fe existen los “liberales” y los “ortodoxos”.
La opresión y humillación del pueblo palestino por parte de Israel es manifiesta, y ha sido tan dura, que ha llevado a numerosos, a miles de palestinos a defenderse con violencia, llegando incluso al terrorismo, que es una respuesta irracional y suicida, aparte de criminal, porque no distingue entre hechores e inocentes. Paralelamente, y en parte en señal de solidaridad con sus hermanos de fe, se ha difundido en el cercano oriente el terrorismo, que ha asumido formas alarmantes, constituyéndose en una amenaza para todos.
El terrorismo es una práctica cobarde y criminal, que no respeta niños, mujeres ni ancianos y no se detiene ante nada, y debe, por lo tanto, ser combatido hasta las últimas consecuencias. Así lo han afirmado Israel, Europa, EEUU y todo el mundo civilizado. Pero cualquier bombero amateur sabe que no se debe dirigir el chorro a la llama misma, sino a la base de ésta para apagarla. Del mismo modo, no basta con combatir el terrorismo por la fuerza bruta, como se hace, sino extirpar la raíz que lo sustenta. Y la opresión del pueblo palestino es parte de esa raíz, y una parte importante. Incluso cuando el terrorismo es ciego, y mata por matar, aduce muchas veces como justificación la política “imperialista” de Israel y los EEUU, sus aliados. En todo caso, hay que reconocer que la situación dramática del pueblo palestino es peligroso caldo de cultivo para el terrorismo.
De otra parte, ¿cómo calificar la actitud de la maquinaria de guerra de Israel, que somete a un bombardeo implacable a Beirut, destruyendo gran parte de su infraestructura y de sus viviendas y matando a cientos de civiles, sin que el pueblo libanés (aparte de la Hishbollah) le haya dado motivo ni pueda defenderse? ¿Y qué decir del acto criminal de asesinar con un cohete al así llamado “jeque” palestino, el pobre tullido en silla de ruedas frente a una mezquita? ¿O del castigo colectivo a la población de Gaza, empleando nuevamente material bélico prohibido por la Convención de Ginebra, en respuesta a los ataques esporádicos con cohetes artesanales por parte de las mentes afiebradas de los militantes del Hamás? ¿Se puede hablar en este caso de “guerra justa”, o más bien de terrorismo de Estado?
Israel se niega tozudamente a corregir su política errática, y sus ministros y emisarios se pasean por los EEUU, Europa y por todo el mundo defendiendo su posición, confiados en su maquinaria propagandística y en su retórica, convencidos de hallarse en presencia de “un puñado de debiluchos o pusilánimes”, como los calificó un político liberal. Apoyados por gran parte de la población judía local, difunden y defienden su versión de los hechos insistentemente, confiados en ganar por cansancio a los lectores, espectadores o auditores, y sin mostrar el mínimo remordimiento por los daños y muertes causados, confiados en que el horror nazi y el calvario que debieron sufrir los judíos de Europa los haga inmunes a la crítica. Y cuando la crítica es fuerte, se apresuran a calificar a sus detractores como nazis o antisemitas, incluso cuando se trata claramente de gente de buenas intenciones. ¿No se calificó de tales a un grupo de jóvenes “verdes” que visitaron Palestina hace unos años, criticando la política de Israel? ¿Y qué se dijo de los obispos alemanes que estuvieron en Gaza y condenaron el estado de cosas, la miseria atroz de la población?
Cierto, hay que distinguir entre los halcones y las palomas en la política israelí, como asimismo considerar que figuras importantes del judaísmo internacional, como la presidenta del Consejo Central de los judíos en Alemania, la señora Knoblauch, apoyan la creación de un Estado palestino. Pero está claro que el bando nacionalista y sionista tiene mucho más fuerza, y ello ensombrece la política internacional, pues sin solución del problema palestino no habrá paz, y no disminuirá la tensión bélica en el cercano oriente, lo cual afecta, como sabemos, a todo el mundo.
Es ello precisamente lo que visualiza el presidente Obama, y de allí su política tendiente a mostrar al mundo musulmán que se le toma en serio, que son parte también de la comunidad internacional, que no se les sacrifica en pro de los intereses de Israel. Obama no tiene, según se ve, ningún tipo de antipatía o resentimiento frente al pueblo judío, y nadie puede acusarle con buena conciencia de antisemita, ni mucho menos de nazi. En toda su carrera política nunca se pronunció en contra del pueblo hebreo. Pero es un hombre práctico, y sabe exactamente que sin solucionar el problema palestino no conseguirá llevar la paz a la región, especialmente en lo que al terrorismo se refiere. Y yo me pregunto qué tiene de particular exigir del gobierno israelí que termine con su política de favorecer los asentamientos de colonos judíos en territorios palestinos. ¿No es acaso de perogrullo que la nación ocupante no puede colonizar las tierras ocupadas, como ocurría durante las invasiones bárbaras?
Netanyahu dilata y dilata una respuesta clara y definitiva a la exigencia de la creación de un Estado palestino, confiando en que no pase nada, ganando tiempo, y si en algún momento habla de esta posibilidad, entonces a lo sumo de un Estado desmilitarizado, es decir, a merced de Israel, y sin fronteras concretas, como corresponde a un verdadero Estado. Además, se opone al regreso de los expatriados, y le niega a Palestina Jerusalén Este como capital, ni siquiera como territorio palestino.
A mí no me cabe dudas de que hay millones y millones de personas de buena voluntad en el mundo que apoyan la gestión de Obama referida al medio oriente. Especialmente entre académicos e intelectuales existe una clara conciencia al respecto, y era casi conmovedor leer en Internet (Letralia.com), luego de la campaña de Gaza, la opinión de escritores como el premio Nobel Saramago, o del reconocido poeta argentino (de origen judío) Juan Gelman, y de muchísimos poetas y escritores u otras voces que condenaban lo inhumano de la política israelí.
Pero de repente todo se ha calmado, precisamente cuando la política de paz de Obama exige un gran apoyo internacional para que tenga éxito. Y me pregunto, ¿por qué no salen las masas de estudiantes a las calles a exigir libertad para el pueblo palestino? ¿Por qué Daniel El Rojo, representante superior de los verdes en el Parlamento Europeo, no pide claramente a su partido su intervención a favor de un Estado palestino? ¿Por qué callamos los poetas?
Tal vez por lo que dije al comienzo, por el miedo a la represalia oculta, a que no te publique tus poemas tal revista, a que no te den lecciones en la escuela, a que se te difame como antisemita, a que nunca encuentres un editor. Porque no hay duda de que quienes defienden la política israelí frente a los palestinos disponen de un gran poder, y no sólo económico. Pero si los poetas no defendemos la paz en el mundo, ¿quién lo hará, en un mundo donde cada cual se ocupa de sus propios intereses, mientras desaparecen los bosques, y se extinguen las especies, y se contaminan los mares, y se degrada la condición humana, no sólo en Palestina, sino en muchos estados del mundo?
No podemos seguir esperando. La paz debe venir pronto, si no queremos que nuestro planeta se enferme más, y por ello pido a las personas de buena voluntad del mundo: apoyad la gestión del presidente Obama. Palestina now.
Por último debo repetir lo que escribí al comienzo: me ha costado enormemente escribir este ensayo solidario con los palestinos y la paz, y todo ello, como asimismo enormes esfuerzos, gastos, sufrimientos y vidas humanas, nos lo podríamos ahorrar si Israel mostrara una actitud humana frente a los que sufren.