Sala de ensayo
Nombres propios de la literatura española en las referencias de Ortega y Gasset

José Ortega y Gasset

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Gumersindo de Azcárate

Gumersindo de Azcárate

1840-1917. Discípulo de Sanz del Río, muy vinculado al Instituto Libre de Enseñanza, fue catedrático de Derecho y diputado entre 1886 y 1916. En 1917, con la noticia de su fallecimiento, Ortega le escribe un artículo sentido, publicado sin firma, en El Sol: un homenaje a Azcárate y también a otros hombres de 1869: Castelar, Cánovas, Salmerón y Giner de los Ríos: los que precedieron a los restauradores. Y destaca de ellos su ímpetu, su dignidad y su entusiasmo, como —la imagen es suya— supervivientes de una época que le parecía más heroica, más enérgica, de mayor frenesí espiritual (III, 11),1 frente a la Restauración, corrupta y cínica. Su admiración, con todo, es el reconocimiento a su sentido moral y su anhelo por conocer; y no a sus ideas o su República. Unos años antes, en 1910, había dicho de Azcárate: “Su corazón vale mucho más que su sociología” (I, 149). Su afecto, escribe, es el que siente hacia un Don Quijote —enjuto, de aventajada estatura, barba de plata y rostro cetrino— vuelto a la cordura. La fidelidad de la generación de Ortega a estos hombres consistirá —queda recogida en su programa— en seguir hacia delante (III, 12); en heredar su fuerza para desarrollar sus propias ideas, otras ideas.

  1. Las referencias a las citas de Ortega, con el número romano para el tomo y el número arábigo para la página, corresponden a las Obras completas de Alianza Editorial, Madrid, 1983.

 

Azorín

Azorín

1873-1967. Sus primeros libros manifiestan una actitud inconformista y molesta con la sociedad. En Madrid —llegó en 1896— convive con la bohemia literaria y con círculos anarquistas. Junto a Baroja y Maeztu forma en 1901 el Grupo de los Tres, de carácter regeneracionista: anticipo del Grupo del 98. La voluntad, de 1902, con la aparición del personaje Azorín (del que toma el pseudónimo), marca su madurez literaria: la existencia dolorosa de un protagonista abúlico y cerebral en una narración llena de elementos descriptivos, proclive a la evasión hacia temas de orden estético; una escritura marcada por el pesimismo, que Ortega vinculó al inmovilismo de la vida española.El valor del pasado y el interés por lo minúsculo son los dos rasgos en los que centra Ortega su análisis, expuesto principalmente en “Azorín: primores de lo vulgar”, en 1917.

Azorín es el caballero de las violas; el que busca lo humilde, lo olvidado, lo mínimo (II, 190). En su arte, que evita las expresiones excesivas, se produce una inversión de la perspectiva: lo pequeño ocupa el primer plano y lo monumental es sólo ornamento: “Como unas pinzas sujeta Azorín ese mínimo hecho humano, lo destaca en primer término sobre el fondo gigante de la vida y lo hace reverberar al sol” (II, 160). Es lo contrario a un filósofo de la historia. No hay en él nada solemne (II, 159). Maximus in minimis, escribe Ortega. Como una regresión al gusto primitivo, como la de algunos pintores contemporáneos a él (II, 191). El arte que defiende Ortega es diferente: un arte heroico, dinámico, que desplace la realidad (II, 178); pero reconoce en Azorín una de las grandes aportaciones de los últimos años, dice en 1911: “Lo mejor que ha traído la literatura española en los últimos diez años ha sido los ensayos de salvación de los casinos triviales de los pueblos, de las viejas inútiles, de los provincianos anónimos, de los zaguanes, de las posadas, de los caminos polvorientos —que compuso [...] Azorín” (I, 200). En Baroja siempre se halla el tema heroico: sus personajes aspiran a no tener costumbres (II, 179). Azorín, en cambio, buscará en cada cosa sólo sus costumbres, para sugerir la fuerza negativa de la repetición que es la vida, pues las innovaciones no son más que apariencia (II, 181). Los personajes de Azorín no tienen valor por sí mismos. Su interés radica en la percepción de que cada uno de ellos es sólo uno más de una serie ilimitada compuesta de elementos idénticos (II, 177). Azorín piensa —por un poso, dice Ortega, de la creencia del siglo XIX— que son las criaturas anónimas, y no los grandes hombres, quienes dan forma a la vida social (II, 185-186).

Los libros de Azorín son un mundo paralítico y moroso, porque son un ensayo de salvar el mundo. Al petrificarlo estéticamente, lo hace inmortal, porque el movimiento es para él la vida gastándose (II, 174). El pasado es su tema estético (I, 324). Pero no lo busca como el arqueólogo o el erudito; él quiere revivirlo: “revivir la sensibilidad básica del hombre a través de los tiempos” (II, 163-165). Lo llama poeta de lo castizo (un halago; nada que ver con escritor casticista) (II, 186): ha sido quien ha acertado con la brecha por donde la sensibilidad moderna puede penetrar en el recinto de la literatura vieja (I, 264). Ha hecho de lo castizo su materia; se ha sumergido en el pasado español, pero la obra de Azorín es actual: “Emplea los órganos sentimentales del ánima contemporánea para hacerla percibir, bajo la especie del presente, lo pasado” (II, 188). Así —señala Ortega en “Azorín: primores de lo vulgar”—, ha visto el hecho radical de que España no vive actualmente, sino que la actualidad de España es la perduración del pasado: España no se transforma; se repite (II, 176). Escribe en “Nuevo libro de Azorín”, en 1912: “El arte de Azorín consiste en suspender el movimiento de las cosas haciendo que la postura en que las sorprende se perpetúe indefinidamente como en un perenne eco sentimental. De este modo, se desvirtúa el poder corruptor del tiempo. Se trata, pues, de un artificio análogo al de la pintura. [...] Azorín reduce pasado y futuro a la sola dimensión del presente y en ella los hace cohabitar: dentro del presente yace el pasado en condensación y se halla el futuro preformado” (I, 240-241).

 

Pío Baroja

Pío Baroja

1872-1956. Estudió medicina, pero apenas ejerció como médico. En 1898 decidió dedicarse únicamente a la literatura. La novela es —escribe— “un saco donde cabe todo”: un género libre, sin reglas, heterogéneo, donde vierte los materiales como “hechos brutos”: el poso de sus lecturas científicas, literarias o filosóficas (sobre todo Schopenhauer y Nietzsche). Como algo improvisado, fragmentario; sin un argumento claro. Baroja —afirma Ortega— es el escritor menos comprendido de su tiempo por ser el que mayor actividad exige a sus lectores (II, 70). En 1901 formó el Grupo de los Tres, con Azorín y Maeztu, de inquietudes regeneracionistas: aviso de la conciencia e inquietudes de la Generación del 98, que refleja El árbol de la ciencia. Y en 1902 obtuvo su primer éxito: Camino de perfección, novela en la que plasma ya los elementos principales de su literatura. Ortega reconoce en Baroja al precursor de una nueva sensibilidad en Europa, que se distancia del utilitarismo de sus predecesores (II, 72). Andrés Hurtado es Baroja y los escritores que comenzaron a publicar en 1898: el representante de una generación con la que se inicia una nueva etapa en España (IX, 491). Su literatura es una protesta, un rechazo a las ideas y valores insuficientes de su cultura, al modo de pensar general, a la hipocresía de su régimen moral (II, 88). Un tratado completo de la indignidad del hombre (II, 113). Escribe en “Ideas sobre Pío Baroja”: “En El árbol de la ciencia dice Baroja del protagonista, Andrés Hurtado, estas palabras: ‘La vida en general y, sobre todo, la suya, le parecía una cosa fea, turbia, dolorosa e indominable’. Esta impresión última y decisiva ante el conjunto del universo y de la existencia late, gime, trema so la primera página que Baroja escribió lo mismo que so la más reciente. De esa emoción, como de una amarga simiente, ha crecido la abundante literatura de este hombre, selva bronca y agria, áspera y convulsa, llena de angustia y desamparo, donde habita una especie de Robinson peludo, frenético y humorista, que azota sin piedad a los transeúntes” (II, 79).

Ortega insiste en su ansia de sinceridad y lealtad consigo mismo; en la ausencia de un yo convencional con que cubrir su fondo insobornable (II, 84). Los protagonistas de los libros de Baroja, los héroes, son vagabundos, porque reúnen las dos tendencias que a él le interesan: la crítica y el momento dinámico (II, 73). A Baroja casi todas las cosas le parecen una farsa y casi todos los hombres unos farsantes (II, 84). Las ideas de su época las considera insinceramente vividas (II, 83). Por ello sus personajes están fuera de la sociedad, en una región donde sólo existen las fuerzas biológicas puras que, vertiginosas, enfurecidas, van y vienen azotando al mundo (II, 113). Aún no han sido pervertidos por la valoración utilista de las cosas. En la atmósfera inmóvil de España, defiende el escritor vasco, la felicidad está en la acción. Pero Baroja se equivoca: Aviraneta no es un hombre de acción: es sólo un aventurero, donde no hay más que el perfil dinámico de un hombre de acción. Confunde acción y aventura: “Mientras éste halla la justificación de sus esfuerzos en el nuevo cariz que ha logrado imponer a la realidad, es para el aventurero el resultado a obtener meramente un resorte que dispara sus movimientos” (II, 92).

Ortega le presta gran atención en sus primeros artículos. A pesar de las limitaciones que le encuentra como novelista, no tiene dudas: “La corrección gramatical —dado que exista una corrección gramatical— abunda hoy en nuestros escritores. Sensibilidad trascendente, en cambio, se encuentra en muy pocos. Tal vez en ninguno como en Baroja” (II, 75). Valora su sensibilidad, no sus libros (II, 93), que son, dice, un balbuceo (IX, 479-481). Baroja emplea, como en su propia vida, un procedimiento excesivamente impresionista: no se presenta el objeto al lector, sino la reacción subjetiva ante él. Y en la novela, asegura Ortega, eso es fatal (II, 94). No consigue adentrar al lector en la realidad inventada. Sus libros son tan porosos que no afectan al lector: son libros sin cámara, sin interior, donde los personajes no ejecutan ningún acto. Más que una novela, dice muy gráfico, parece el pellejo de una novela (II, 96-98). Escribe en “Una primera vista sobre Baroja” (1910): “Esa preferencia por vocablos antiestéticos [...] es claramente incompatible con una poderosa voluntad de hacer arte” (II, 105). Su virtud más positiva es su falta de retórica: “Sinceridad, lealtad consigo mismo, asco hacia la ficción y el artificio —son eje y motor de su alma, de su arte y de su vida” (II, 101). El interés de Baroja es filosófico, no literario (II, 116). Lo llama metafísico holgazán, metafísico sin metafísica (IX, 484). Tiene la cabeza llena de teorías —“más que un hombre, es una encrucijada” (I, 325)— pero no las dotes de teorizador (V, 563).

 

Jacinto Benavente

Jacinto Benavente

1866-1954. Figura central del teatro en la España de comienzos del siglo XX, con cerca de ciento setenta obras escénicas adaptadas al público burgués; adscritas a la alta comedia, muy agudas y con un fondo mundano en el que se repiten los tópicos. Surge como reacción al melodrama de Echegaray. Ortega sólo lo cita una vez, como ejemplo a pesar de la aparente contradicción, en “Asamblea para el progreso de las ciencias”, en 1908. Ortega, aún muy joven, está convencido de la imposibilidad de que la alta literatura atraiga al público. La paradoja que halla en la literatura de Benavente —algo discreto que gusta al público— es sólo aparente. El único punto de contacto entre su teatro y el público es el calambur (I, 106).

 

José Cadalso

José Cadalso

1741-1782. Autor de las Cartas marruecas, muy crítico con las instituciones de su tiempo y la hipocresía de los ambientes más selectos. Es para Ortega uno de aquellos individuos de identidad profunda y seria que preceden al autor del 98: uno de esos pechos egregios —lo incluye en “Nuevo libro de Azorín”— que se han preguntado dónde está España (I, 241).

 

Pedro Calderón de la Barca

Pedro Calderón de la Barca

1600-1681. Una de las cumbres del Siglo de Oro, con más de cien comedias y ochenta autos sacramentales. Es autor de La vida es sueño y El gran teatro del mundo. Pero Ortega no estudia sus textos. Ni siquiera someramente, aunque para profundizar más en Velázquez considera conveniente —y lo deja sugerido— un estudio de Calderón como contrafigura del pintor (VIII, 596). Su obra, señala, se ha vuelto problemática. Apenas hace unas pocas apreciaciones estéticas, en la Introducción a Velázquez de 1947, de su técnica en la composición teatral: destaca los fríos mecanismos efectistas de sus dramas, la búsqueda del enredo, la manipulación prestidigitadora en busca del aplauso: “La mayor parte de su obra dramática es, en rigor, obra lírica embutida en argumentos de escena. Pues bien: a su vez, una muy respetable porción de esa su obra lírica es una formidable quincalla de versificaciones formalistas” (VIII, 596). Y no aprecia tampoco en su pensamiento una proto-ontología cercana a la suya, un primer paso en el desarrollo filosófico de la vida como drama. Si acaso algunos aciertos en sus intuiciones: “El hombre desde que nace está muriendo, como dijo Calderón” (IX, 636), o en La razón histórica de 1944: “Tenía razón Calderón en un sentido aun más concreto y trivial de lo que él supuso: por lo pronto, la vida es sueño, porque es sueño toda realidad que no se captura a sí misma, que no toma plena posesión de sí misma, que se queda dentro de sí y no logra, a la vez, evadirse de sí misma y estar sobre sí” (XII, 303).

 

Miguel de Cervantes

Miguel de Cervantes

1547-1616. Con su Quijote es el padre de la novela moderna. Porque, con las aventuras de don Quijote y Sancho, Cervantes replantea, desde el romance, la relación entre literatura y vida, frente a los moralistas, y la relación entre poesía e historia, frente a los preceptistas. Introduce un nuevo debate estético y epistemológico con la defensa del texto como independiente de la realidad y, por ello, de una nueva manera de leer. De su literatura Ortega escribe poco: sólo como ejemplo del imperativo de autopsia que hace de la novela un género tupido: “Cervantes nos satura de pura presencia de sus personajes. Asistimos a sus auténticas conversaciones y vemos sus efectivos movimientos” (III, 391). Más allá de su técnica en la novela, Ortega lo toma como orientación. Es una matriz viva en la cultura —dice— que aún puede tener hijos (I, 140-141). Escribe en Meditaciones del Quijote, en 1914: “Si supiéramos con evidencia en qué consiste el estilo de Cervantes, la manera cervantina de acercarse a las cosas, lo tendríamos todo logrado. Porque en estas cimas espirituales reina inquebrantable solidaridad y un estilo poético lleva consigo una filosofía y una moral, una ciencia y una política. Si algún día viniera alguien y nos descubriera el perfil del estilo de Cervantes, bastaría con que prolongáramos sus líneas sobre los demás problemas colectivos para que despertásemos a nueva vida” (I, 363). Cervantes, que es mediterráneo y, por ello, ve claro (I, 347), revela al lector una ordenación del mundo (I, 484), alusiones simbólicas al sentido universal de la vida, aunque sin un contrapunto reflexivo, sin indicios para su interpretación (I, 360).

 

Joaquín Costa

Joaquín Costa

1846-1911. Jurista, político e historiador. Vinculado al krausismo, fue profesor de la Institución Libre de Enseñanza. Su etapa regeneracionista y reformista alimenta su lema “escuela y despensa”. Sus libros más destacados son Colectivismo agrario en España (1898) y Oligarquía y caciquismo (1902). Ortega, en su juventud, lo aprecia como un maestro y toma el espíritu de su programa de regeneración y europeización como modelo de una actitud que asume —ese patriotismo del dolor (I, 521): una denuncia de la decadencia española que es única en su tiempo, como un bramido al aire muerto, dice Ortega (X, 33). Es la excepción en la desolada planicie moral e intelectual de España (I, 521). Reconoce su deuda intelectual, su orientación, en varios de sus primeros escritos, como un fondo, resonante y ennoblecedor, que subyace a sus pensamientos (X, 171). “El celtíbero cuya alma alcanza más vibraciones por segundo” (I, 90).

Pero no acepta ni su metodología ni el tema de sus estudios ni sus conclusiones. Ortega resume los postulados de Costa en “Observaciones” (1911): “Creyó que la decadencia nacional era un problema interior de la historia de España. Enamorado de las formas instintivas de reacción propias del pueblo —literatura anónima o autores castizos, prudencia parenética, instituciones consuetudinarias— le pareció descubrir en ellas una serie de necesidades históricas que constituían la espontaneidad metafísica de la raza. Pero una minoría reflexiva se había encargado de desviar tenazmente esa espontaneidad sometiéndola a influjos inorgánicos. La decadencia española es, pues, el resultado de la inadecuación entre la espontaneidad de la masa y la reflexión de la minoría gobernante. Líbrese a aquélla de estas pegadizas influencias, vuélvase a la espontaneidad étnica, reconstitúyase la unidad espontánea de las reacciones castizas y España volverá a la ruta que un destino previo le ha designado. Como se ve, diagnóstico y terapéutica no trascienden de los términos españoles. El error histórico nuestro no consiste en el desequilibrio de España entera con Europa, sino en la inadecuación de los gobernados y de los gobernantes dentro de la vida española” (I, 168). A pesar de esa admiración en la que insiste en sus primeros textos, el pensamiento de uno y otro discrepan en aspectos esenciales. Sus puntos de partida son diferentes. Costa se le aparece a Ortega como el símbolo del pensar romántico en su defensa del espíritu popular, el Volksgeist de Hegel y Schelling (I, 169), que choca con su exposición de la masa. Ortega no acepta ni su metodología ni sus conclusiones acerca de las causas de esa decadencia, que para la generación de Costa había comenzado hacía dos siglos y para Ortega es inmanente a la historia de España. Rechaza el historicismo del que se empapa Costa, que le hace estudiar España conforme a esos principios extranjeros que defendían que cada pueblo tiene una misión histórica, una justificación (I, 167-168). El problema no es ese —cree. Si las clases gobernantes lo han hecho mal no ha sido una casualidad: el pueblo, la España gobernada, estaba tan enfermo como ellas. El problema es más profundo. No se reduce a una cuestión política.

 

Benito Pérez Galdós

Benito Pérez Galdós

1843-1920. Con la muerte de Galdós, Ortega lamenta en una breve necrológica la actitud fría, oficial y distante del gobierno, con un homenaje que equipara a todos los muertos: “Galdós es el genio. Campoamor el ingenio”, escribe (III, 30). Queda latente el interés y el reconocimiento de Ortega por el autor de Doña Perfecta, de Fortunata y Jacinta o de los Episodios nacionales, pero apenas se refiere a él en sus trabajos: sólo como autor realista, sin estilo, sólo con carácter (III, 368) y, como antecesor de Azorín, por haber dirigido la mirada más afectuosa al siglo XIX (I, 264).

 

Francisco Giner de los Ríos

Francisco Giner de los Ríos

1839-1915. Pedagogo y escritor. Discípulo de Sanz del Río, su pedagogía nace en el krausismo. Fue profesor en Madrid de Filosofía del Derecho; tras ser depuesto de su cátedra dos veces y con la llegada de la Restauración, funda la Institución Libre de Enseñanza. Las referencias de Ortega, breves notas de añoranza y admiración, son siempre palabras de elogio. A él y a su generación: los hombres de 1869, hacia los que siente una mayor afinidad que hacia la generación inmediatamente anterior por —escribe tras la muerte de Azcárate (III, 12)— su sentido moral de la vida, su anhelo de saber y de meditar. Giner es un santo laico, un europeo máximo, una excepción entre los intelectuales españoles. Una de las figuras más venerables del país, que apenas ha sido escuchada. Escribe Ortega en “Tropos” (1909): “El señor Giner se ha pasado la vida dando razones y no se le ha hecho caso. Su exigua envoltura mortal oculta uno de los postreros yacimientos de entusiasmo que quedan en España; mas ese ardor entusiasta, no hallando fuera dónde aplacarse, le ha ido quemando interiormente y le ha dado la cetrina apariencia de un sarmiento” (X, 92).

 

Ramón Gómez de la Serna

Ramón Gómez de la Serna

1888-1963. Su actitud crítica e innovadora frente al panorama literario dominado por los noventayochistas lo vincula a las vanguardias, con una vasta producción en la que imprime un sello personal de gran originalidad: las greguerías, “metáforas más humor”, dentro de los postulados estéticos del arte por el arte. Ortega se refiere a él una sola vez, como ejemplo, junto a otros autores, a pesar de su relevancia en la nueva literatura: poeta, poeta genial, lo llama (XII, 202). Gómez de la Serna, junto a Joyce y Proust, le sirve a Ortega y Gasset para mostrar uno de los mecanismos con que el arte se evade de lo real: el infrarrealismo: cómo, al extremar el realismo, éste queda superado. Basta —escribe en La deshumanización del arte— con atender a lo microscópico de la vida (III, 374).

 

Luis de Góngora y Argote

Luis de Góngora y Argote

1561-1627. Cultivó todos los géneros de la poesía lírica: los más populares y los más eruditos: los que han tenido mayor repercusión, el Polifemo y las Soledades. Heredero de la tradición cultista, llevó al extremo la agudeza conceptista. En el centenario de la muerte de Góngora, en 1927, Ortega publica como artículo antiguas notas dispersas: “Góngora 1627-1927”. Son una reflexión en torno a la poesía, entendida como eufemismo, como voluntad de amaneramiento, que enlaza con el Góngora más barroco y ornamental (III, 583). De los dos polos de la poesía gongorina, lo suprarreal del cultismo y lo infrarreal de la inspiración plebeya, se queda con el primero, con las Soledades, para mostrar algunas claves de la poesía que había desarrollado en La deshumanización del arte. Góngora, el Góngora de las Soledades, es el mejor ejemplo. Su poesía (tal vez toda poesía, arriesga Ortega) consiste en evitar la tangente. Como la escultura en la India, es una exuberancia inconfortable (III, 583-584). Es la poesía de un pueblo inhumano, el español. Poesía superior, como un jeroglífico en el que el poeta parte de la realidad —en Góngora siempre la más tosca— y busca su trascripción poética. Es tapar lo real, lo cotidiano, con la fantasmagoría (III, 586). El arte se manifiesta como pura broma.

Ortega, de todos modos, se muestra cauto ante el entusiasmo de los jóvenes poetas —quienes formarán la llamada Generación del 27— que no ven, junto a lo egregio y perfecto, lo bárbaro y lo atroz; ese Góngora de alma inculta y rústica que convive con lo egregio y perfecto de sus composiciones: “Yo preferiría que los jóvenes argonautas de la nave gongorina se complaciesen en limitar su entusiasmo. Sin límites no hay dibujo ni fisonomía. Hay que definir la gracia de Góngora, pero, a la vez, su horror. Es maravilloso y es insoportable, titán y monstruo de feria: Polifemo y a veces sólo tuerto” (III, 587).

 

Juan Ramón Jiménez

Juan Ramón Jiménez

1881-1959. Premio Nobel de Literatura. Su poesía, en sus constantes correcciones, busca lo inefable a partir de las sensaciones tamizadas por la espiritualidad. El estilo de Juan Ramón se vuelve cada vez más depurado, en su búsqueda de la belleza absoluta, como poeta total: en su comunión con el universo sin perder su voz personal. La importancia de Juan Ramón en las letras españolas y su relación con Ortega, intensa, forjada con acercamientos y distanciamientos, competitiva en la influencia sobre jóvenes literatos, no tiene su reflejo en las pocas notas de su obra completa. Lo reconoce en “Notas del vago estío”, de 1925, en una referencia tangencial, como egregio poeta; y a su Platero y yo como un libro maravilloso, sencillo y exquisito, humilde y estelar (II, 417).

 

José de Larra

José de Larra

1809-1837. Se educó en Francia, en un ambiente liberal y progresista. En Madrid empieza su carrera literaria: inicia, con sus artículos, el periodismo moderno. Denunció los grandes males de la vida española. Y el desengaño ante la situación del país, junto a sus problemas personales, lo arrastró a un pesimismo que no pudo superar. Se suicidó con 28 años. Ortega, en “Azorín: primores de lo vulgar” (1917), recupera su grito de desesperación ante su profesión: “Escribir en Madrid es llorar...” (II, 171). Larra es uno de los pocos pechos egregios que han sentido España como un dolor. Aquél a quien Ortega posiciona con Azorín, que retoma su pregunta: ¿dónde está España? (I, 241).

 

Félix Lope de Vega Carpio

Félix Lope de Vega Carpio

1562-1635. Es conocido como el Fénix de los ingenios españoles: su fertilidad productiva, que recoge muchas de las tradiciones populares y cultas, ha sido única. Creó una comedia popular y nacional para los teatros de Madrid que remite a temas históricos, literarios y amorosos. Aunque ese Lope popular —dice Ortega en “La estrangulación de Don Juan” (1935)— ahora es una beatería de los cultos; ya no es un ingrediente de la vida española (V, 246). Ortega insiste en su condición de monstruo, adjetivo que nace con Miguel Ángel y el estilo barroco: una manera de ser prodigioso —escribe en Introducción a Velázquez (1947). Lo egregio y perfecto y lo bárbaro y atroz (III, 584). Así llamaron sus contemporáneos a Lope: hombre de extraordinaria vitalidad —le horrorizaba la vida en palacio— que compuso mil cuatrocientas comedias. Un número que sirve a Ortega como indicación de qué es el teatro en la España del siglo XVII. Sólo es posible conocer a Lope de Vega desde una nueva interpretación del teatro español: lo primero, lo más importante, no fue la poesía, sino las historias, las tramas. Lo que le enorgullecía a Lope —y no se ha tenido en cuenta— no eran sus prosas, ni sus versos, ni sus comedias, sino sus fábulas, los argumentos que hallaba, invenciones o hallazgos: “En ello consiste el genio más auténtico y la más feliz monstruosidad de aquel hombre. Había escrutado todos los anales, crónicas, novelas, leyendas populares. Se sumergía en ese inmenso fárrago para emerger con las manos cargadas de cuentos preciosos, refulgentes como joyas. Eran su fruición, su frenesí” (VI, 511).

 

Antonio Machado

Antonio Machado

1875-1939. A finales de 1902, tras haber publicado unos pocos poemas sueltos, aparece Soledades. Machado se integra en el Modernismo, en un Modernismo receloso de sí mismo. Pero con una voz personal que lo trasciende y que, en 1912, culmina con Campos de Castilla: con el humor con que se distancia de los temas, su sobriedad, su fluidez serena o la profundidad reflexiva de sus versos, en sintonía con su afición a la filosofía. Publicó también teatro, junto a su hermano, y prosa: su Juan de Mairena. En 1912 Ortega publica “Los versos de Antonio Machado”. Lo presenta como uno de los máximos exponentes, como un comienzo, de la poesía novísima, por la que él apuesta entonces (I, 571): una poesía emocional e íntima, lírica, frente a la poesía descriptiva patente aún en sus contemporáneos: “El cuerpo estético es todo músculo y nervio, sinceridad y justeza” (I, 573). La imagen de uno de los poemas de Machado, el verso como una espada, expresa una nueva poética que Ortega percibe en poemas como los suyos o los de Unamuno, alejados de esa poesía descriptiva, sobrecargada: el verso es como una espada que, puesta en el extremo del brazo, trasmite las congojas del corazón (I, 570-571). Frente a su hermano Manuel, Ortega destaca la castidad, densidad y simbolismo de la poesía de Antonio Machado: “Empuja meditabundo el volumen de su canto como si fuera una fatal dolencia” (I, 570).

 

Manuel Machado

Manuel Machado

1874-1947. Hermano de Antonio Machado. Sus primeros poemas responden a la estética modernista, de la que se distancia más tarde con una voz más personal y coloquial. En teatro colaboró con su hermano para renovar los contenidos del drama en verso. Las referencias a Manuel Machado en “Los versos de Antonio Machado” de julio de 1912 son el complemento (el segundo término en la comparación) a las notas sobre Antonio. Apenas se detiene en él. Su poesía —escribe— es divertida, ardiente, de versos que se recrean en sí mismos; menos casta, densa y simbólica que la del otro Machado. Escribe: “Es su musa más bien escarolada, ardiente, jacarandosa; cuando camina, recoge con desenvoltura el vuelo flamante de su falda almidonada y sobre el pavimento ritma los versos con el aventajado tacón” (I, 570).

 

Ramiro de Maeztu

Ramiro de Maeztu

1874-1936. Trabajó como periodista en Bilbao y Madrid y, más tarde, en Londres, como corresponsal. Con Azorín y Baroja constituyó el Grupo de los Tres, germen de la Generación del 98. En Hacia otra España, en 1898, toma conciencia del problema español; aboga entonces por un regeneracionismo europeizante. Pero, con los años, cambia radicalmente de actitud: su Defensa de la hispanidad de 1934 es un alegato a favor de la monarquía, el catolicismo y la tradición. Las referencias son unas pocas notas en la prensa, en Faro y El Sol. Tras una buena amistad inicial forjada en los veraneos en Vigo, cuando Ortega era muy joven, y la lectura y admiración común por Nietzsche, la relación entre Maeztu y Ortega se fue debilitando ante sus discrepancias, de índole política e intelectual, acerca de la cuestión española, que remite al idealismo del primer Ortega que rechaza Maeztu. Sus posturas convergen en puntos importantes: ambos apuestan —escribe— por la cultura y la educación en España, pero algunas cuestiones son demasiado problemáticas (XI, 49). Ortega le recrimina, tras reprocharle Ramiro de Maeztu la impopularidad de sus escritos, el no haberse preocupado nunca de los problemas que a él le interesan (X, 56-57).

 

Jorge Manrique

Jorge Manrique

1440-1479. Poeta cortesano y hombre de armas. Compuso las Coplas a la muerte de su padre: una elegía que lamenta la inestabilidad de los bienes de la fortuna y la fugacidad de la vida. Las referencias de Ortega, en La rebelión de las masas y En torno a Galileo, buscan en Manrique la expresión del tópico antiguo y medieval, “cualquiera tiempo pasado fue mejor”, que se opone a la mentalidad del hombre moderno, iniciada por Bacon y Descartes: el tiempo futuro, sólo por ser futuro, será mejor. El hombre antiguo se orienta en el pretérito; el moderno en el porvenir (V, 162).

 

Gabriel Miró

Gabriel Miró

1879-1930. Su estilo es lento y elaborado. Miró se recrea en los paisajes y escenarios, y descuida el hilo narrativo: como cuadros sueltos sin una relación argumental clara entre ellos. Es pulcro y solícito (III, 545). Un gran escritor —dice— de prosa impecable e implacable (III, 546). Pero no encaja en la definición que Ortega reserva al novelista, en el canon básico que elabora en torno a la novela. Insiste en ello en su reseña a El obispo leproso: su magnífico lirismo descriptivo (III, 549) no le hace apto para la novela. Si el rasgo clave de ésta es, en Ortega y Gasset, el hermetismo, que evade al lector de la realidad, la perfección de Gabriel Miró, aunque admirable, no arrastra: es una perfección estática y paralítica (como la de Proust). Cada frase encierra una perfección que no invita a seguir con la siguiente ni a recordar la anterior. Y esa falta de movimiento obliga al lector a un gran esfuerzo, que lo fatiga (III, 544). Su prosa, como la del pintor primitivo que fabrica su tabla pulgada a pulgada, carece de un centro único (III, 546). Cada frase está aislada, y no responde a la vocación de crear, con la novela, lo que pide Ortega: un nuevo mundo irreal (III, 544).

 

Gaspar Núñez de Arce

Gaspar Núñez de Arce

1834-1903. Poeta y político. Su poesía —siempre con un gran énfasis en la declamación y gran corrección en la forma— refleja sus ideas progresistas, con poemas sobre problemas sociales de su época, y su carácter moralizador, con poemas filosóficos y morales. Ortega hace un pequeño inciso en Meditaciones del Quijote (1914): Núñez de Arce, como poeta paradigmático de la Restauración, como resultado de aquella sensibilidad, muestra aquellos rasgos que hacen de la poesía de la segunda mitad del siglo XIX lo que Ortega considera un ejercicio mediocre en que los versos aparecen hinchados: en que se perdió —escribe— “la sensibilidad para todo lo verdaderamente fuerte, excelso, plenario y profundo”. Se desprecia lo grande, lo puro, la perfección y la excelsitud en una etapa de perversión en los instintos valoradores: “Las motas se hincharon como cerros y Núñez de Arce pareció un poeta” (I, 339).

 

Emilia Pardo Bazán

Emilia Pardo Bazán

1851-1921. En sus frecuentes viajes por Europa conoció el naturalismo literario, que marcó sus primeros textos críticos y de creación. Escribió sobre Zola y el método experimental, y matizó el dogmatismo naturalista para hacerlo compatible con la tradición realista. Los pazos de Ulloa, de 1886, es una muestra excepcional, cargada de patetismo, de la decadencia del mundo rural gallego. Sólo hay una alusión a ella en la obra de Ortega, en Ideas sobre la novela. Como ejemplo de incumplimiento del imperativo de autopsia en la novela. Escribe Ortega: “En una larga novela de Emilia Pardo Bazán se habla cien veces de que uno de los personajes es muy gracioso; pero como no le vemos hacer gracia ninguna ante nosotros, la novela nos irrita. El imperativo de la novela es la autopsia. Nada de referirnos lo que un personaje es: hace falta que lo veamos con nuestros propios ojos” (III, 391).

 

Ramón Pérez de Ayala

Ramón Pérez de Ayala

1880-1962. Discípulo de Clarín. Miembro de la Real Academia Española y de la Agrupación al Servicio de la República, junto a Ortega y Marañón. Escribió poesía, novela, ensayo y crítica, y también en la prensa. En ficción, estuvo en un primer momento cerca del Modernismo; más tarde su obra se hace más intelectualista, como un experimento literario que prueba al lector. Comparte con Ortega, además de una buena amistad, una análoga sensibilidad hacia los problemas españoles. Representa, entre los jóvenes, la tradición castiza (I, 532). Pero apenas le dedica unas líneas en “Al margen del libro A.M.D.G.” en 1910. Es un buen escritor, señala. Pero destaca sus defectos: pequeños defectos de su estilo que se deben —supone— a “una vena demasiado exuberante que aún no ha logrado controlar” (I, 535).

 

Francisco de Quevedo

Francisco de Quevedo

1580-1645. Con una producción literaria vasta y polifacética, de gran riqueza temática y expresiva, donde mezcla lo culto con lo popular. Es considerado uno de los grandes artífices del lenguaje. Pero Ortega no analiza su literatura. Le vale, sólo, como paradigma de su tiempo. En el contexto barroco del manierismo, la inquietud y el temblor, los párrafos de Quevedo —escribe Ortega en la introducción a Velázquez que escribe en 1947— padecen el baile de San Vito (VIII, 576).

 

Fernando de Rojas

Fernando de Rojas

1465-1541. Se tiene muy pocas noticias de su vida: fue bachiller en leyes y judío converso. Es el autor principal de La Celestina (1499), que anuncia la aparición del Renacimiento en España: el conflicto de una sociedad naciente que choca con una tradición de prejuicios y convenciones, representado en la “tragicomedia” de Calisto y Melibea. En los dieciséis actos de las primeras ediciones se interpolaron otros cinco en 1502. Ortega sólo tiene una referencia: la adecuación para la novela del nombre que pone a su Celestina: tragicomedia. Lo explica en Meditaciones del Quijote: “La línea superior de la novela es una tragedia; de allí se descuelga la musa siguiendo a lo trágico en su caída. La línea trágica es inevitable, tiene que formar parte de la novela, siquiera sea como el perfil sutilísimo que la limita” (I, 397).

 

San Juan de la Cruz

San Juan de la Cruz

1542-1591. Con Teresa de Jesús participó en la reforma carmelita. En cautiverio compuso su Cántico espiritual, cumbre de su obra poética, inspirada en un profundo sentimiento religioso. Ortega apenas escribe unas palabras con que lo define en 1909. Acorde con su posición, entonces aún en la órbita del idealismo, critica a Unamuno que prefiera a Juan de Yepes en vez de a Descartes. Se mueven ambos autores —cree Ortega— en diferentes ámbitos que no pueden ser equiparados. La filosofía es mucho más importante. La labor de San Juan es sólo retórica: “El lindo frailecito de corazón incandescente que urde en su celda encajes de retórica extática” (I, 119).

 

Miguel de Unamuno

Miguel de Unamuno

1864-1936. En 1891 consigue la cátedra de Griego en la Universidad de Salamanca. Colabora mucho en prensa. Y en 1895 publica su primer libro: En torno al casticismo, donde propone el concepto de “intrahistoria”, perteneciente al pueblo, frente a la finalidad de la historia. Como solución a España propone su europeización. En 1905, en Vida de Don Quijote y Sancho, en cambio, apuesta por españolizar Europa. Muere el último día de 1936, en plena guerra civil, preso en su casa. Ortega, cuando recibe la noticia, escribe que ha muerto de “mal de España” (V, 264). Unamuno es un pensador paradójico, contradictorio, obsesionado por el hombre como individuo: tema de la mayor parte de su trabajo. Cercano al existencialismo y a Kierkegaard, no le interesan las ideas —dice— sino los hombres: “el hombre de carne y hueso, que vive y muere, sobre todo que muere”. Es —le reconoce Ortega— el precursor de la meditatio mortis que triunfa en España (V, 264-265). Es el referente intelectual de Ortega y Gasset en su juventud, en su formación: una excepción en el panorama cultural español de principios de siglo: “Sobre la árida llanura del alma española un hombre que se levanta solitario” (X, 266). Uno de los últimos baluartes de las esperanzas españolas: “A él solo parece encomendada por una divinidad sórdida la labor luciferina” (I, 117-118). Fija su posición (su Meditaciones del Quijote) a partir de la de Unamuno: su razón vital, el sentido deportivo y festival de la existencia, es la respuesta al sentido trágico de la vida de Unamuno: “una imaginación romántica y, como tal, arbitraria y de un tosco melodramatismo” (VIII, 299). Ambos comparten un objetivo común: la libertad y la cultura en España (X, 82). Aunque poco definido, porque la cultura española, la que Unamuno llama el espíritu de España, no es más —cree Ortega— que movimientos reflejos, instintos (I, 501).

El número de notas sobre Unamuno no responde a la importancia de éste en Ortega: no son muchas, dispersas en pequeños artículos; y estas pocas no llegan nunca al fundamento teórico de sus polémicas. Pero Ortega, dramático en “En defensa de Unamuno”, de 1914, deja claro un vínculo último que los une: “Soy enemigo extremo del señor Unamuno y él me devuelve con creces esta hostilidad intelectual. Desde hace años vivimos en una incesante contienda, áspera en ocasiones y no creo que el ex rector de Salamanca haya escrito contra nadie mayor número de párrafos que contra mí. [...] Reñíamos un combate cuerpo a cuerpo, pero en toda lucha cuerpo a cuerpo hay siempre un momento que hace de ella un abrazo. Salvando las distancias del mérito personal yo diría que competíamos el uno contra el otro pero ambos por unas mismas cosas: por el triunfo del espíritu y por las altas esperanzas españolas” (X, 264). Pero quiere remarcar la distancia entre ambos: diferencias en el rigor de sus pensamientos. Lo considera una excepción dentro de la Generación del 98 (esos jóvenes irrumpientes, bárbaros interiores) por su inteligencia. Aunque le reprocha que haga como que no sabe nada (IX, 495). Es un fugitivo de todos los ejércitos (X, 256), que vagabundea por todos los sistemas filosóficos y géneros literarios sin madurar en ninguno (X, 82): su literatura consiste sólo en opinar (VI, 372). Su vocación de poeta impide en él toda filosofía (V, 266). Le gusta —señala Ortega— intercalar tonterías en sus textos, para que no parezca perfecto su trabajo. Escribe en 1908: “El espíritu de Unamuno es demasiado turbulento y arrastra en su corriente vertiginosa junto a algunas sustancias de oro, muchas c osas inútiles y malsanas. Conviene que tengamos fauces discretas” (I, 118). Es —dice— un energúmeno que insiste en la sinceridad; sin convencionalismos (I, 461).

 

Juan Valera

Juan Valera

1824-1905. De familia aristocrática, ingresó en el cuerpo diplomático, donde desempeñó diversos cargos. Escribió artículos, ensayos de filosofía, historia o política, y estudios de crítica literaria de autores clásicos y contemporáneos antes de volcarse, ya mayor, en la novela. Juan Valera pertenece a aquella sensibilidad que pretende superar Ortega y que aún resiste en sus últimos reductos, donde alienta determinados libros y autores, a principios de siglo, como una falsificación (I, 19): como un “Dios-Pan sonriente y ciego que perdura en el yermo jardín de nuestras bellas letras como la estatua blanca y rota de una deidad gentílica” (I, 26). Ortega no escribe del Valera escritor, sino del crítico, de completa insensibilidad de las diferencias (I, 160). Su crítica es una crítica del rebajamiento, fruto de un positivismo inconsciente, propio de la raza, indica Ortega en 1910, en “La crítica de Valera.- De la dignidad del hombre.- Valera como celtíbero” (I, 161). Es “el arte de mostrar cómo lo que las gentes tenían por cosa de gran significación y trascendencia no venía a ser a la postre sino un asunto casero y trivial” (I, 159). Una concepción diametralmente opuesta a la suya, dice Ortega.

 

Ramón del Valle-Inclán

Ramón del Valle-Inclán

1866-1936. Tras sus inicios en su Galicia natal y en México, llega a Madrid, con su gesto excéntrico, en 1896 y se incorpora a la vida literaria, a los periódicos radicales y a la idea común de la renovación artística, a la búsqueda de una nueva actitud, libre e innovadora, en la crisis del viejo régimen. Sonata de otoño, de 1902, su primer libro importante, marca ya, en la evocación de la decadencia de la sociedad arcaica y patriarcal del marqués de Bradomín, el esteticismo de Valle-Inclán. Una técnica literaria, en un primer momento modernista, de gran musicalidad, que, en lo teatral, más tarde, busca, con un estilo satírico y violento, la presentación plástica y caricaturesca de la realidad: el esperpento, que llevó también a la novela en Tirano Banderas. Las referencias de Ortega se concentran en sus primeros textos, con las características que exige a la nueva literatura, que son los rasgos que percibe en la obra de Valle-Inclán. Aunque hace matizaciones. “La sonata de estío, de Don Ramón del Valle-Inclán”, de 1904, es una valoración exhaustiva de la obra del escritor gallego: su literatura es ágil, sin trascendencia, inútil (inútil a las aplicaciones de la industria) (I, 21); huye de los personajes vulgares: el hombre-medio de las novelas naturalistas (I, 25). Es, sobre todo, un maestro de la química fraseológica (I, 27) capaz de renovar el lenguaje, con nuevos modos de unir las palabras, aunque caiga con frecuencia en el amaneramiento: “Ha trabajado mucho, sin duda, para conocer el procedimiento de composición que da la mayor intensidad y fuerza de representación a los adjetivos. Valle-Inclán los ama sincera y profundamente; por algunos muestra un verdadero culto y los maneja con sensualidad, colocándolos unas veces antes y otras después del sustantivo, no por mero querer, sino porque en aquella postura, y no en otra, rinden toda su capacidad expresiva y aparecen en todo su relieve: los baraja, los multiplica y los acaricia” (I, 24).

Lo proclamará más tarde, en “Pío Baroja, anatomía de un alma dispersa”, hermano mayor en la nueva familia espiritual: aquél que con un nuevo sentido estético se atrevió a sostener hacia 1900 que Echegaray era un pésimo escritor (IX, 493). Valle-Inclán, el modernista máximo, representa una oposición a la moral dominante: enemiga de cualquier atrevimiento, un poco sensiblera, aunque útil para lo cotidiano (I, 20). Su arte es exquisito y perfecto, porque el artista vigila al hombre (I, 22). No hay nada de fresco sentimentalismo. Hay, incluso, un exceso de arte que —como un señor que nunca se abandona a la pasión, el cansancio o el hastío, escribe Ortega— llega a desagradar (I, 26). No hay improvisación. Lo reconoce, entre los autores contemporáneos, en los primeros años del siglo, como aquél a quien lee con más encanto y atención. Pero si agrandase sus cuadros —advierte— su estilo ganaría en sobriedad y su preciosismo no caería a veces en empalago (I, 27). Escribe: “¡Cuánto me regocijaré el día que abra un libro nuevo del Sr. Valle-Inclán sin tropezar con ‘princesas rubias que hilan en ruecas de cristal’, ni ladrones gloriosos, ni inútiles incestos! Cuando haya concluido la lectura de ese libro probable y dando placentero sobre él unas palmaditas, exclamaré: He aquí que D. Ramón del Valle-Inclán se deja de bernardinas y nos cuenta cosas humanas, harto humanas en su estilo noble de escritor bien nacido” (I, 27).

 

José Zorrilla

José Zorrilla

1817-1893. Tras huir del control férreo de su padre, se reveló como poeta en el sepulcro de Larra, donde leyó una composición en su honor el día de su entierro. Muy precoz, pronto le llegó el éxito como poeta y dramaturgo, como máximo exponente del Romanticismo de vertiente nacionalista, con obras de tema histórico o legendario. Es el paradigma de autor popular. Ortega centra el análisis en su Juan Tenorio, el ejemplo más claro de una obra de arte plenamente popular. Zorrilla relaja los versos del Tenorio; la escribe como en broma, sin pretensiones —dice. Dedicada a los papanatas, a los crédulos, en su búsqueda de la simplicidad y el primitivismo (V, 247). Reduce a lo mínimo lo literario. No busca una nueva versión del tema, sino una vuelta a la imagen más tradicional, más convencional y tópica de la leyenda. Por eso es tan popular: porque ya lo era previamente. Ha despojado la leyenda de complicadas psicologías y teologías para retroceder al pliego de cordel, con personajes de psicología convencional, figurones, para que nada se cuestione, para que no haya nada problemático (V, 250). En 1921 había escrito Ortega con dureza que el Don Juan zorrillesco, pródigo en ademanes chulescos y petulantes, sólo podía complacer a la plebe suburbana (VI, 125). Le interesaba entonces el poder sociológico del arte de dividir a la sociedad en masas y elites. Pero en 1935 lo analiza desde un nuevo ángulo, preocupado ya no en el arte, sino en cuestiones de índole patriótica derivadas de lo popular. Escribe en 1935, en “La estrangulación de Don Juan”: “Apenas habrá, efectivamente, un individuo en toda la colectividad española en quien no vivan y no operen sus influjos positivos o negativos los per sonajes todos de este drama y una enorme porción de sus versos. Ahí están, dentro de cada español, como uno de sus ingredientes, actuando en permanente presencia y con enérgica dinamicidad” (V, 246). Lo que cuenta Zorrilla es lo ya sabido, y eso origina —escribe— una extraña comodidad: el “alma” de un pueblo es el conjunto de lo consabido, el acervo de comunes experiencias. Y los españoles, que comparten muy pocas cosas, viven —se queja Ortega— en atroz dispersión (V, 250).