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Nadie ha venido esta noche

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Me mira: ¿estás enfermo? Su pregunta en realidad es: ¿vas a hacerme el amor? Las mujeres dicen hacer el amor; casi todas las que conozco, las que he fornicado, hablan del sexo como si se tratara del amor. No conozco el amor; no me importa nadie por mucho tiempo. Por lo menos ahora. Cuando aún era niño me gustó Nereida. Era flaca y tal vez hermosa, ya no lo sé. Se es estúpido cuando se es niño y se es más estúpido cuando se es hombre. No quiero imaginarme lo que podría llegar a ser de viejo. La vejez me preocupa. No seré viejo; no lo permitiré.

Ella, otra vez, está revolcando los cajones. Tiene tres días en la habitación y parece como si este lugar fuera desde siempre su rutina y su miseria. La gente dice despreciar cosas pero en realidad se desprecia a sí misma; es difícil para ellos aceptar que son seres vacíos y miserables. De espalda ella se ve bien, aunque sus caderas son un poco grandes. No importa, las piernas son blancas y duras, la piel es suave. Tiene gruesos muslos y pantorrillas.

Nadie ha venido esta noche, aunque hasta ahora son las diez. Me asomo cada cinco minutos. La ventana está sucia y la luz del farol no deja ver la calle. No debí haber aceptado el cuarto piso; estaba muy cansado. Nunca acepto lo que no quiero.

—¿Quieres comer?

No quiere. La mujer hoy parece no necesitar nada: ni comida, ni compañía, nada. Tampoco yo necesito mucho, aunque preferiría que ellos vinieran. Son las diez y cinco minutos y ninguno aparece. La espera ha sido larga.

Hace un par de días salí a recorrer los alrededores. Hay prostitutas y ladrones; pero un poco más al sur están los bares para los pequeños empleados de ropa unificada. Son los lameculos con una familia que mantener y un pequeño orgullo que sacar a pasear los sábados. Se emborrachan diciendo cosas estúpidas que se inician siempre con un: “yo le dije...”. Si no vomitaran sus complejos los sábados, tendrían que pegarse un tiro en la cabeza. Algunos lo hacen, pero no son suficientes. En el lugar al que entré había varios de esos, con sus chaquetas de cuero y sus modales de sobrinos de la vicecónsul en la puta mierda. Hablaban como siempre de trabajo, de jefes, de primos en otros países, del carro. Me enferman esos imbéciles, son una plaga. Más de una vez los he esperado en el baño y los he dejado limpiándose la sangre frente al espejo sin que el cerebro les alcance a resolver el porqué. Adriana estaba entre ellos, jugando con sus deseos. Parecía pasarles un trapo rojo cerca de los cuernos; su risa era un trapo rojo, sus piernas un trapo rojo, cada movimiento excitaba a los cornudos y ella gozaba incitándolos y desanimándolos a placer. Inteligente.

—¿Vas a estar escuchando a estos cabrones toda la noche?

No me dice nada. Más tarde se acerca a mi mesa.

—¿Tiene algo mejor que ofrecer?

—Tengo un cuarto de hotel y tres horas libres.

Un carro pequeño y azul eléctrico es el suyo; los ceniceros de las puertas están repletos y hay condones en la guantera. También una pistola.

—Si vuelves a abrirla te bajas, y si tratas de agarrarla, te mato.

Cierro la guantera. En otra ocasión no habría resistido el reto, aunque estoy seguro de que ella lleva otra arma más a mano. Los retos y las ofensas son las fuerzas que me mueven.

—En otra ocasión. Tengo cosas que hacer. No necesito llamar la atención.

—Es mejor. No me gustan los fisgones ni los maricas.

Las calles están vacías y con neblina. El mundo es una mierda de día pero me gusta en la noche.

—Sabes, me gusta la noche. Me llamo Adriana.

Digo que a mí también. No digo mi nombre.

Nos revolcamos en la cama como los animales que somos. Sin hipocresías. El poder quiere domesticarnos, pero en el sexo somos lo que en verdad somos. Adriana huele a fuerte; una mezcla de perfume, cigarrillo y sudor de axilas. Es un animal de caza.

No hablamos, pero abre la maleta y mira los objetos del cuarto.

—¿Para qué necesitas tantas armas?

—Tampoco me gustan las fisgonas, ni los maricas.

No pregunta más. Se va de madrugada. No le pido que vuelva.

Son las diez y quince. No vendrán.

Adriana regresa al día siguiente, pero ésta ya está en el cuarto y la corre. Encuentro a Adriana al final de las escaleras, de salida.

—Tu mujer no es amigable.

—No es mi mujer.

Se aleja sin mirar, que es como uno debe irse siempre. He tomado sus datos de la cartera la noche anterior. Necesito lugares para quedarme; alguna vez, ella me servirá.

Ésta en cambio no sabe cuándo irse ni cuándo llegar. Ahora se ha ido a buscar algo de comer, cuando la necesitaba aquí, esperando. Después de que todo termine descansaré de su presencia. Adriana tiene razón en algo; esto con Esther, Melisa o como se llame en realidad esta mujer es como si fuéramos un matrimonio; el mismo cansancio; el odio por las mañanas. El error está en tener sexo; la gente se siente obligada después, piensa que hay que sonreír; que eso en verdad importa. Lo cierto es que hemos estado en muchos lugares juntos por mucho tiempo. Recorrimos la mitad del país y algunos países de Centroamérica. No estuvimos juntos en Cuba ni en Orlando. De Estados Unidos sólo conozco Orlando.

Son las diez y cuarenta. Hay ruidos abajo y luces que se encienden y apagan junto a la acera en un vehículo pequeño. No deben ser ellos; ellos no hacen ruido ni encienden luces.

Llevo tres pistolas. Una en cada mano y la otra en la cintura. Bajo de prisa pero con cautela. La encuentro a ella en mitad de la escalera. Sabía que no me gustaban las hamburguesas y siempre compraba hamburguesas; el papel metálico brilla junto a su cara: esta especie de matrimonio se acabó. Paso por encima de ella sin que la sangre moje mis zapatos; también el empleado de recepción está muerto, al final de la escalera; la bala en el mismo lugar de la frente. Me las tengo que ver con expertos. Siempre es mejor con expertos: obligan a pensar.

El carro sigue ahí, con sus luces prendiendo y apagando, frente a la puerta del hotel. Algunos idiotas se acercan, mientras que yo subo a la carrera los peldaños y echo mis cosas en la maleta y salto por una ventana del lado contrario rasgándome un brazo con un hierro. Alcanzo la calle. Sé que tengo que correr o mañana estaré en los diarios. Una pareja se manosea en un carro con los vidrios arriba; son vidrios oscuros pero sé que están ahí. Cuando rompo el vidrio y les disparo me miran como si vieran el Apocalipsis. Sí, soy el Quinto Jinete, les digo, aunque sé que ya no me oyen. Los saco del vehículo. No habrá pruebas de mi paso por el hotel; el estruendo me avisa que el carro acaba de estallar. He resuelto un problema: el vehículo, y el otro, las pruebas de mi presencia, me lo resolvieron los que pusieron la bomba en el carro; mañana vendrán los demás. Siempre es así y no me importa; tengo la dirección de Adriana pero Adriana no me sirve, es de las que llegan tarde. Creo que buscaré al sacerdote. Ella (nunca supe su verdadero nombre), está muerta, y los otros no vinieron. Buscaré el refugio del sacerdote; el sacerdote tendrá una cama para esta noche. Mañana, otra vez, tendré que contactarlos.