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Azrael

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Toronto es una de esas ciudades pobladas a la fuerza con inmigrantes. Ofrecen facilidades para conseguir trabajo, para estudiar, para vivir en el primer mundo a cambio de tener muchos hijos y aguantar el endemoniado frío que hace en invierno. Por eso, cuando decidí irme a estudiar a Canadá, lo primero que vino a mi mente fue el abrigo de invierno que tenía en casa de mis padres. No podía irme sin él. De pasada podía despedirme de mi padre, a ver si así dejaba de predicar en las reuniones familiares el salmo mil quinientos cuarenta y uno del Hijo Malagradecido. Si hubiera sabido que ya se había despedido del mundo, hubiera dejado el abrigo en su santo lugar.

Recogí las pocas pertenencias que tenía en mi viejo departamento y tomé el primer avión a la capital. Abordé un taxi que me cobró una suma ridícula por un trayecto que hubiera hecho a pie de no ser por el equipaje. En esta mugre ciudad todos buscan la manera de sacarte un par de monedas. Por si fuera poco, el taxista abrió la cajuela desde la comodidad de su asiento, con lo cual tuve que cargar con las dos maletas yo solo.

En mi torpeza, y tratando de llevar las maletas una sobre otra de manera que pudiera arrastrar un solo peso, me llevé el buzón de correo por delante. La casita rosa salió volando hacia el jardín del vecino. Decenas de sobres se esparcieron cual carnaval en nuestro jardín. Intenté recogerlas, pero el pasto estaba tan alto, había tantos bichos y me importaba tan poco, que preferí seguir arrastrando el equipaje para acabar pronto con la diligencia.

Las plantas del porche estaban secas, y por el polvo se podía adivinar que la entrada no había conocido una escoba en semanas. Toqué el timbre un par de veces sin recibir respuesta, pensé que el viejo estaría calculando cuánta energía necesitaría para llegar a la puerta, así que cogí la llave de emergencia que siempre guarda bajo la alfombra y abrí. Siempre he pensado que es una estupidez guardar una llave de emergencia bajo la alfombra, no hace falta ser un genio para encontrarla, cualquier ladrón con una creatividad mínima buscaría en las macetas, en la ventana, sobre el marco de la puerta y bajo la alfombra.

Para mi sorpresa el perro no llegó a mearme los zapatos, mi padre no apareció a recibirme con una cerveza, el espíritu de mi madre no se escuchó por ninguna parte y la casa olía a muerto, literalmente. Lo único que se oía era el eco de unos gruñidos graves bajo mis pies. “Si el viejo no está al menos me llevo el abrigo”, dije mientras me dirigía al depósito. Fue muy reconfortante. El silencio prolongado en situaciones inusuales me pone los nervios de punta. Nunca he podido manejar bien los silencios.

Con cierto recelo atravesé la estancia y abrí la puerta del sótano. El olor a carne podrida y moho se hizo más intenso. No había duda de que algo había muerto hace días y terminó tristemente entre cientos de cajas, ratas y cucarachas. Bajé cuidadosamente un par de escalones. La madera crujía con cada pisada y yo sólo rezaba para no caerme de bruces por las escaleras. Las arañas pululaban de a cientos o miles. Recordé que en épocas de escasez de cannabis mis amigos y yo envolvíamos los cigarrillos en tela de araña, es un truco que aprendió un amigo en la cárcel; se supone que alucinas, pero yo nunca aluciné, a lo sumo me pegué unas buenas mareadas.

No quería seguir bajando, a decir verdad estaba paralizado de miedo. Me sentía como en una de esas películas de terror donde el protagonista abre la puerta a sabiendas de que en el otro cuarto le espera el asesino con una sierra eléctrica. Sentía mis pulmones llenarse de polvo y escuchaba los gruñidos como si tuviera a la bestia justo delante de mí. Menuda acústica la de la mazmorra ésta, desde la sala no sonaban tan aterradores.

Hubiera jurado que era Azrael, el chihuahua de mi padre, pero si mi padre no estaba en la casa lo más probable es que lo hubiera sacado a pasear. Ese perro era demasiado pendejo, no podía quedarse solo en la casa. Le aterroriza el fantasma de mamá y ella disfruta atormentándolo; nunca se llevó bien con los animales. Puede sonar ridículo pero es lo que les pasa a las almas en pena, a los muertos que tienen asuntos por resolver en la tierra. Mi madre se desquitaba con el perro porque estaba penando, naturalmente penaba por culpa del viejo.

El viejo, mi padre, es un hombre miserable. Se acostó con su secretaria, con tres de sus estudiantes, con la vecina, con la esposa de mi tío. Lo peor es que luego las mandaba pa’l coño y jamás me prestó a ninguno de sus culos. Además, nunca fue a uno de mis juegos de béisbol, jamás se preocupó por mis calificaciones, y el día de mi graduación llegó después de que me entregaron el diploma. Buen cabrón.

Papá se tiró a las tipas que quiso descaradamente, nunca intentó ocultarlo, mi madre nunca lo pudo abandonar. Después de gritarse durante media hora él la tomaba por la cintura, le plantaba un beso de película y compartían la cama. Dormían juntos como si no se tratara de sus vidas, sino del ensayo diario de una obra de teatro donde dos extraños se maldicen hasta el cansancio. No lo podía dejar, se guardó todo el odio adentro y un buen día su corazón dejó de bombear sangre. Lo que resta de mi pobre madre deambula sórdidamente en la casa que la vio padecer.

Las tablas casi ceden y tuve que agarrarme del pasamano lleno de polvo y de una pasta negruzca, asquerosa, cuya procedencia hasta hoy desconozco. En la acrobacia casi me trago una araña. El olor era casi insoportable, tenía que hacer un verdadero esfuerzo para no devolver la mierda de desayuno que me dieron en el avión. Llegué al último escalón y busqué con el pequeño círculo luminoso al emisor del gruñido. Confirmé que se trataba de Azrael y me acerqué pausadamente para ver qué animal se estaba comiendo, los movimientos bruscos lo aterrorizan y termina meándose de puro miedo, tan pendejo como su dueño.

Cuando estuve tan cerca que el olor me obligó a respirar por la boca, vi a mi padre tirado azarosamente sobre unas cajas, vestido con su traje negro de domingo. El maldito chihuahua ya le había comido los dedos de la mano izquierda y estaba comenzado con los de la derecha. Siempre supe que Azrael estaba endemoniado, pero nunca lo creí capaz de devorar la mano que le da de comer; me pareció grotescamente irónico. Examiné su cuerpo un par de minutos, en ese estado los ojos que desnudaron tantos cuerpos parecían los de un pescado, tendido sobre la cama de hielo y hierbas que hacen los empleados del súper.

No soporté más el olor, subí a la sala y marqué el número de emergencias. La voz dulce de una señorita al otro lado del teléfono me aseguró que una patrulla estaba en camino, así que me tiré en el sofá a esperar. Azrael subió unos minutos más tarde y se tiró a mi lado, satisfecho por el banquete.

Estaba tranquilo, seguro de que no había manera de involucrarme ni por accidente en este asunto. Además no tenía que explicar nada, bastaba con que abrieran al perro y vieran su estómago lleno de uñas y restos de huellas digitales. Me preguntaba luego cómo habría quedado el juego Caracas-La Guaira y me estiré para tomar el control remoto de la mesita, el chihuahua infernal aprovechó mi descuido para encajar sus diminutos colmillos en mi antebrazo derecho. Maldito perro. No le bastó con tragarse los dedos del viejo, tenía que hacer el postre con mi brazo.

Después de cuantificar los daños me levanté del sillón para propinarle una buena patada al perro, pero un estridente ding dong me detuvo. Me apresuré a la puerta y Azrael me siguió. Ya no soportaba la idea de tener un cadáver en el sótano, mucho menos al perro pendejo, que me tenía bastante encabronado.

En menos tiempo del que me hubiera tomado patear a Azrael ya tenían la casa hecha una verdadera escena del crimen. Metieron al viejo en una bolsa negra y se lo llevaron en una camilla con rueditas, como las que usan para llevarse los muertos en las series de televisión. Hicieron números, rayas y círculos con tiza por todas partes. Rodearon con una cinta plástica cuanta cosa se les atravesó. Tres o cuatro personas metieron colillas, tapas de cerveza y cualquier porquería que cupiera en bolsas ziploc.

Un hombre vestido de negro se acercó a mí, parecía salido de una serie de mafias y no de investigadores. Me pidió que lo acompañara para hacerme “las preguntas de rigor en estas situaciones”. Mientras tanto el perro hacía su gracia en medio de la sala. Mi explicación del asunto de los dedos se convirtió instantáneamente en una plasta de perro. Eso son las explicaciones, una gran montaña de mierda. Ahora entiendo por qué mi madre nunca quiso a ese perro. El detective salió de la casa y lo siguió el perro traidor, dejando atrás mi apestosa coartada. Le hice señas al oficial para que me esperara y fui por mi abrigo. De paso envolví un par de cigarrillos con tela de araña para el camino.

Llámenme loco, pero cuando atravesé la puerta del porche juraría haber escuchado la risa histérica de mi madre.