Letras
Tierna y amorosa

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La siguió detenidamente con la mirada mientras se desplazaba con su andar de noche joven por el pasillo de la planta alta del módulo principal de la escuela primaria. No la soltó hasta que se metió al salón de clases. La retuvo en su mente ávida de clientes, el tiempo suficiente como para analizarla y establecer la estrategia de venta más conveniente. Inmediatamente tuvo la certeza de que, por la forma de ataviarse de la mujer, no tendría la menor dificultad de fraguar un negocio. Él se llamaba Rodrigo y era comisionista, se dedicaba a la venta de joyería de plata; ella era profesora.

Rodrigo se echó a andar ágilmente hasta el aula donde entró la mujer. Tocó suavemente a la puerta. Enseguida un chiquillo de cabellos relamidos se asomó:

—¡Hola! ¡Buenos días! ¿En qué te puedo ayudar? —dijo el niño.

—Buen día. Deseo hablar con tu profesora —contestó Rodrigo con una amplia, atenta y amable sonrisa. El niño no respondió, cerró la puerta. Enseguida se volvió a abrir la puerta y se asomó la profesora.

—Buen día. ¿Qué se le ofrece? —dijo la mujer con un afable gesto. Rodrigo no pudo contestar tan pronto como él hubiera querido. Un penetrante olor a sangre fresca lo aturdió. Echó un vistazo discreto por el salón para tratar de encontrar la fuente de la pestilencia, pero no la encontró. Luego atinó a decir su nombre y explicar el propósito de su visita. El aroma a sangre se esfumó. La mujer le dijo que pasara. En ese momento sonó el timbre que indicaba la hora de receso para los alumnos. Los niños salieron a tropel y dejaron vacío el salón. Rodrigo pensó que era justo lo que necesitaba para hacer negocio a comodidad.

—Son encantadores los niños, ¿verdad, profesora? —dijo Rodrigo con la intención de ganarse la confianza de la mujer.

—Son la razón de mi existencia... Ellos simplemente me dan la vida —contestó la docente sin titubeos.

Rodrigo no hizo comentario alguno, sólo sonrió. Luego sacó el muestrario de joyas y lo expuso en el escritorio. Los ojos de la profesora brillaron excesivamente y una risilla nerviosa le agitó el rostro. Rodrigo se dio cuenta del cambio drástico de la expresión de la fémina en cuanto miró la mercancía. La invitó a que examinara y se probara las joyas que le placieran. Observó su sonrisa de luna y sus dedos inquietos embelesarse con las alhajas. Rodrigo le soltó con paciencia las frases justas para que ella se retorciera en el jugo de su vanidad. La hizo sentir la mujer más distinguida con cada uno de los dijes, anillos y cadenas de filigrana que tomaba.

Luego que Rodrigo convenció a la docente del negocio, cosa que no fue demasiado complicada como había previsto, le pidió sus datos para anotarlos en su libreta de clientes. Cuando la mujer le dijo su nombre, lo sintió como un susurro de mayo. Se llamaba Lizbeth. El sonido del nombre de la mujer le repercutió a Rodrigo en lo más íntimo del caldo de vida de sus venas, fue como si le hubieran aventado un sofocante balde de calor en el interior de su cuerpo. Nuevamente experimentó un salvaje aturdimiento. Apenas pudo guardar la compostura y despedirse de Lizbeth lo más sereno posible.

En el lapso de la venta hasta el día del primer cobro, Rodrigo no pudo evitar recordar continuamente a la joven profesora. Se había prendado sin remedio de la asfixiante voluptuosidad que se escapaba a borbotones del cuerpo de Lizbeth: los finos, sensuales y meticulosamente maquillados labios de la fémina le hacían traer a sus papilas gustativas el sabor dulce de los duraznos maduros; la mirada piadosa y la piel ligeramente morena que envolvía el esbelto pero sinuoso cuerpo de la mujer lo llevaban a un suave concierto del cristalino golpeteo de una plácida llovizna; los vibrantes y exquisitos pezones que había advertido debajo de la blusa negra que vestía Lizbeth el día que la conoció, lo hacían experimentar un florecimiento sin control de aromas en el centro de su ser.

El día del primer cobro, justo en el paroxismo de su exacerbado fantasear, Rodrigo decidió conquistar a Lizbeth, se había propuesto estar con ella el resto de sus días. De allí en adelante se abocó noche y día a entretejer múltiples redes de palabras de colores con fragancias insospechadas para estar en el corazón de Lizbeth. Pero la tarea no iba a ser sencilla, Lizbeth era una mujer diferente: el amor de pareja no representaba ni siquiera algo en su mente. Lo que la movía a estar con un hombre era su necesidad de que la hicieran sentir, segundo tras segundo, la mujer más hermosa entre todas las mujeres; alguien que le dijera de múltiples maneras la perfección de su cuerpo, la tersura de sus embriagantes labios y la dulzura de su voz; pero no más, por eso aceptó el juego de seducción de Rodrigo.

Rodrigo procuraba darle a Lizbeth el tiempo de sus noches porque pensaba que era el mejor tiempo de incitación. Llegaba como un efluvio de madera seca. Miraba los profundos ojos color miel de Lizbeth y le comenzaban a brotar inconteniblemente las palabras. Tomaba a Lizbeth entre sus manos de bosque. La acercaba delicadamente al follaje de su admiración y le dejaba ir lentamente en los oídos un primer caldo de palabras suaves y tiernas, de color blanquecino. No paraba de hablar hasta que Lizbeth miraba hacia su interior y entreabría ligeramente sus carnosos y delirantes labios de noche inquietante. Entonces Rodrigo preparaba en su mente otra pócima de palabras, la dejaba escurrir suavemente por cada tramo de la vibrante piel desnuda de la fémina. Lizbeth se comenzaba a retorcer en el hervor de una imparable emanación de caldo de pasión que salía sin cesar del centro de su vulva floral. La sucesión caprichosa de palabras no terminaba sino hasta tiempo después de que los dos se unían.

Sin embargo, no todas las noches eran para Rodrigo. Específicamente, las noches del fin del lunes y principio de martes era imposible que Rodrigo diera con Lizbeth. Invariablemente los días martes que la volvía a ver, percibía una vez más el penetrante olor a sangre que lo había aturdido aquel día que la conoció. Las ausencias periódicas de Lizbeth y la condición extraña en que la reencontraba hicieron que la mente de Rodrigo volara a lugares difíciles. Su corazón se llenó de porquería y el tormento no lo dejaba vivir en paz.

Un día Rodrigo se envalentonó y enfrentó a Lizbeth. Le dijo en tonos dulces y cálidos sobre su desasosiego y la necesidad de que ella le aclarara las ausencias nocturnas de los lunes. Pero no se atrevió a hablar del repugnante aroma a sangre.

—Mira, Rodrigo, no tienes por qué hacer alboroto... Simplemente no tengo por qué darte explicaciones. Nuestra relación es sólo para sentirnos bien, nos prestamos nuestros cuerpos para darnos placer, me agradan tus palabras, no más, cielo —dijo cálidamente Lizbeth.

—Pensé que podríamos tener algo diferente —dijo desencantado Rodrigo—. Ya sabes: apoyarnos, confiar uno del otro, crecer juntos como personas, dejar que viva el amor en nuestros corazones...

—Ay, mi amor, eres muy lindo. Pero así estamos bien —sonrió tiernamente Lizbeth. Hizo un breve silencio y luego dijo:—. Por cierto, nene, esto no es para siempre. No te hagas ilusiones, ¿sí, papito? No más de pasarla bien.

Rodrigo no contestó, pero tampoco quiso quitar el dedo del renglón. Siguió insistiendo motivado por un sentimiento incontenible que le emergía del corazón. Dejó en el olvido las ausencias de Lizbeth y el olor a sangre. Pero Lizbeth siguió con la misma posición: no amor. En ocasiones las negativas de la joven le anegaban el ánimo a Rodrigo y se veía tentado a desistir de despertar el amor en Lizbeth porque juzgaba que todos sus esfuerzos resultaban inútiles. Pero Lizbeth olía infaliblemente este singular estado de ánimo de Rodrigo y abría un poco ella, no deseaba perder el encanto de las palabras de Rodrigo. Le dejaba ir al desdichado de Rodrigo el vaho de su encanto, le mostraba una luz de esperanza y él regresaba a insistir en el amor.

Lizbeth paulatinamente se hizo adicta de las palabras de Rodrigo. Sintió que ya no podía vivir sin ellas. Se vio impelida a decirle al joven, sólo por estrategia, sólo para no perder sus palabras, que lo amaba. Ese día que Rodrigo escuchó de Lizbeth la palabra que tanto anhelaba que brotara de los carnosos labios de su amada, sintió una felicidad exorbitante. Pensó que por fin había llegado el día que no creyó vivir. Sus palabras habían ido surtiendo efecto, se habían ido incrustando lentamente en el húmedo corazón de Lizbeth. Le pidió a Lizbeth que vivieran juntos. La mujer aceptó sin dilación. Sólo le hizo prometer a Rodrigo que bajo ninguna circunstancia la dejara de hacer sentir infinitamente hermosa y la adornara de la exquisita joyería de plata que tanto apreciaba y de sus palabras que tanto le agradaban.

La vida junto a Lizbeth, a Rodrigo le resultó prácticamente perfecta. Pero pronto dio con algo que le puso el alma en ascuas. Lizbeth preparaba exclusivamente sangre para comer. La cocinaba de cientos de formas, a veces insospechadas. En los primeros mordiscos de su desasosiego, Rodrigo se apaciguó pensando que era un asunto menor y quizá pasajero. Pero al pasar del tiempo la situación se le antojó insoportable. Un día se animó a preguntarle a Lizbeth por qué únicamente preparaba sangre para la comida. Lizbeth lo miró delicadamente.

—¡Ay, Rodrigo! ¡Qué voy a hacer contigo! —dijo Lizbeth—. Deja que tu adorable mujercita te consienta. ¿Sí, mi cielo?

—No, Lizbeth, déjame explicarte. Yo...

—¿Sabes? Me esfuerzo en atenderte, en hacer que te sientas cómodo —lo interrumpió Lizbeth y luego explicó:—. La sangre es el mejor alimento que puede haber sobre la tierra. La sangre es el único alimento que te ayuda a recuperar la fuerza perdida cuando estás conmigo. ¿O no quieres seguir haciéndome feliz? —dijo sensualmente Lizbeth.

—No, pues sí tienes razón...

Rodrigo no insistió más ni objetó la decisión de su mujer. Se convenció de que comer sangre todos los días era una pequeñez y no había por qué hacer mayor alboroto. Sin embargo en esa ocasión se alojó en su corazón un casi imperceptible dejo de incomodidad que poco a poco iría creciendo, hasta desbordarlo.

Rodrigo siempre hacía lo que Lizbeth deseaba, como cuando, en semanas pasadas, la mujer había intentado convencerlo de no tener un hijo, cosa que él añoraba y que consideraba vendría a culminar su amor.

—Pero, Lizbeth, ¿cómo que no tendremos un hijo de los dos? —balbuceó Rodrigo en esa ocasión que hablaron del tema.

—No, lindo... Estás como atrasado. Las mujeres ya no somos como antes. No esperes de mí ser mamá. Estoy en la plenitud de mi vida. Aspiro a otras cosas. Además la pasamos tan bien solos que una criatura vendría a arruinar nuestra relación.

Ese día, como de costumbre, Rodrigo no alegó, se conformó por un tiempo. Su ilusión de ser papá se reavivó cuando se enteró de que Rosalba y Jorge, una pareja de la misma edad que ellos, y que vivían a dos casas, acababan de tener un hijo. Tan pronto supo de la noticia se la comunicó a Lizbeth. Le dijo, con el mejor entretejido de palabras que podía hacer, la bendición que resultaba ser padres.

—Seguro debe ser una bendición —comentó amablemente Lizbeth—. Pero también debe ser una gran responsabilidad. A veces los bebés tienen accidentes y no se logran —sentenció Lizbeth.

—Si te ocupas de tu bebé, no debe pasar algo malo —repuso Rodrigo, sin imaginar lo que iba a pasar horas después.

La noche de ese día, Rosalba y su pareja dormían plácidamente a pesar del lúgubre viento que relamía furioso las calles de la ciudad. Era octubre. La joven pareja estaba viviendo el mejor de los sueños de su vida. Todo lo que habían ambicionado de la vida hasta ese día lo tenían. Eran una familia completa: había un descendiente. Sin embargo el sueño duraría poco. En un instante que escapó a la percepción de los padres, penetró en el aire del cuarto y a través del techo de concreto de la casa un hilo blanquecino, pegajosos. Se congeló el tiempo. El hilo zumbaba por debajo de la inquietante noche. Avanzaba dinámico. Sólo se detuvo cuando llegó a la fontanela del niño. Allí se incrustó y un líquido rojo empezó a ascender. El niño comenzó a llorar. Se escuchó un vaho mortecino, viscoso. Los padres no pudieran despertar. Cuando dejó de fluir la sangre, un batir mohoso de unas alas volvió a echar a andar el tiempo estancado.

Rosalba sintió un escozor en la garganta. Emergía de un sueño tormentoso que la asfixiaba. Se levantó pesadamente en medio de la penumbra. Escuchó un espeso estertor que le desbarató en un instante y para toda la vida su tranquilidad. Con súbita sorpresa fue a mirar a contraluz las alas negras, pesadas y frías de un pajarraco. Lo miró saltar de la ventana. Luego volteó hacía donde creía que dormía su vástago. Se acercó a la criatura y cuando se dio cuenta de la realidad, toda la perfección de su vida se vino a romper en miles de millones de lamentos que no cesaron hasta el día que la sepultaron.

Al otro día, los vecinos de la colonia se enteraron de la muerte del bebé. Aún no lo bautizaban los padres, había sido su primer hijo. Pero no se les logró. La madre lo encontró muerto en la cuna. Pero no fue el único niño que falleció en esa colonia. Después se sucedieron más decesos, siete en total. La cantidad de muertes no pasó desapercibida por los medios de comunicación, en especial para la televisión. Una parvada de reporteros se desplazó al lugar de los hechos para hacer la nota roja. La ocasión daba para ello. Los comunicadores acudieron a los nosocomios donde se revisó a los niños y entrevistaron a los afligidos padres así como a algunos vecinos para construir su verdad. También se entrevistaron con las autoridades locales. Manejaron en sus pesquisas la probable presencia de un asesino en serie. Clavaran sus sospechas en alguna de las domésticas que trabajaban en la zona. Incluso plantearon en sus espacios noticiosos el perfil psicológico de la asesina, pero jamás se pudo comprobar algo. Por su parte, según la opinión especializada de los médicos, en todos los casos se había tratado de muerte súbita. Sin embargo, algunas personas de la zona habitacional aseguraban que en realidad se trataba de un nahual.

—¿Qué piensas, Lizbeth? Dicen que lo de los niños es cosa de un nahual. ¿Crees que sea verdad? Esas cosas no existen, ¿o sí? —dijo Rodrigo en tono tímido cuando se enteró de que había vecinos que coincidían con la versión del nahual como autor de los infanticidios.

—Pues eso dicen. Hasta uno de mis alumnos de los que viven aquí en la colonia, me dijo que él vio volar al animal el día que murió el niño de Rosalba. Tal vez sí sea un nahual —contestó tranquilamente Lizbeth.

Por la manera en que Lizbeth había contestado, Rodrigo pensó que podía abundar en el tema de los nahuales.

—Cuando era niño mi mamá me dijo cómo se podía detener a un animal de esos —dijo Rodrigo suavemente.

—¿De verdad lo sabes, lindo?

—Sí. Me dijo mi mamá que...

—¡Ay, precioso! —interrumpió Lizbeth—. Otro día me platicas, ¿sí? Estoy cansada.

Rodrigo no dijo más. El asunto de los nahuales había terminado. Luego merendaron frugalmente y se fueron a dormir. Era lunes.

Poco antes de la medianoche, Lizbeth se despertó. A media luz, miró el rostro inexpresivo de Rodrigo. Luego abrió ligeramente sus sensuales labios y dejó salir un espeso y oscuro vaho que se fue lentamente por los carrizos de la nariz de Rodrigo. Se levantó sigilosamente y echó a andar hacia la cocina. Iba desnuda. Su caminar era agrietado y seco. Llegó a la estufa y encendió todas las hornillas del mueble. En punto del inicio del nuevo día, arqueó la boca y le salió un pico maltrecho acompañado de un sonido resquebrajado que se fue a enroscar en la soledad del cuarto. Se inclinó dificultosamente y desprendió de un jalón su pierna izquierda. Dejó su miembro a un costado del fuego de las hornillas. Luego se acercó a la ventana. Su cuerpo temblaba vertiginosamente. Se escuchaba un tétrico crujir de huesos. Su piel se caía como si fueran hojas secas, y en su lugar le brotaban plumas de color opaco. Lentamente se hizo un ave lúgubre. Después se paró en el quicio de la ventana, extendió sus alas y echó a volar acompañada de un crepitar terroso.

Antes del amanecer, el animal regresó. Se encaminó hacia la cocina, volvió a ser Lizbeth. Luego recogió su pierna y la colocó en su lugar. Después, con la parsimonia que la distinguía, acercó una cacerola a su boca y empezó a vomitar sangre. Sacó las hierbas de olor de unos potecitos que estaban dentro de la alacena y comenzó a cocinar.

—Guisando tan temprano —la interrumpió sorpresivamente Rodrigo. Lizbeth volteó a mirarlo estupefacta.

—¡¡Qué haces aquí!! —gritó la mujer—. ¡¡Vete a dormir!! ¡Todavía no es hora de levantarse!

—No te enojes —contestó tímidamente Rodrigo, pero a la vez sorprendido por la reacción de la mujer—. Es que escuché ruidos y no te vi en la cama, pensé que algo andaba mal. Por eso vine. Pero ya veo que todo va bien. ¿Puedo saber qué estás sazonando?

—¿Que no ves? ¿No sabes lo que se come aquí todos los días? —dijo Lizbeth socarronamente.

—Sí —contestó débilmente Rodrigo.

—Sí, tontuelo —dijo Lizbeth como remedando a alguien torpe de pensamiento—. Es sangre. Si ya sabes, para qué preguntas. Ahora vete a dormir —ordenó dulcemente Lizbeth.

—Está bien, linda, voy a recostarme otro rato —contestó Rodrigo con la mirada apagada. Dio la vuelta y se dirigió mansamente a la recámara. Se acostó, cerró los párpados. En su mente se dijo una y otra vez que no era posible lo que había visto. Era como le había contado su madre.

Ahora entendía las ausencias nocturnas de los lunes de Lizbeth y de su efímero pero repugnante olor a sangre de los días martes, en el tiempo en que la anduvo cortejando; comprendía por qué estaba tan prendado y se sometía a lo que deseaba Lizbeth; tenía claro por qué día a día comían sangre: Lizbeth vivía de la sangre de los niños. Ella lo había dicho el día que se conocieron: “Ellos simplemente me dan la vida”. Ella era la que había matado a todos esos niños, no había sido muerte súbita ni mucho menos una empleada doméstica.

Rodrigo siguió meditando durante el transcurso de ese día sobre el secreto de Lizbeth. Pensó en todos los inocentes que Lizbeth había arrancado de un golpe de la tierra. Se sintió cómplice de las muertes porque él había consumido parte de la sangre de los inocentes. La agobiante certeza de ser la persona más miserable en la tierra lo hacía respirar con dificultad. Pero se dijo a sí mismo que podía hacer algo para enmendar su culpa. Había decidido detener a Lizbeth. De esa manera su conciencia reencontraría la paz y dejarían de morir niños.

En la siguiente ocasión en que Lizbeth salió a hacer mal, Rodrigo actuó de la manera más normal que le fue posible. Esperó pacientemente la hora de dormir. Aguardó en silencio con los párpados cerrados a que fuera cerca de la medianoche para que Lizbeth pensara que ya dormía. Cuando percibió que Lizbeth le iba a dejar ir su vaho maldito, contuvo la respiración para no aspirar la sustancia. Tan pronto sintió que su mujer había abandonado el hogar, se levantó sin dilación y empezó a hacer lo que debía para dejar de sufrir. Después volvió a la cama, se recostó y cerró los párpados. Permaneció expectante hasta que escuchó que Lizbeth regresaba. Apretó los párpados y se mantuvo inmóvil. El miedo le chupaba la piel. Se imaginó cómo entraba el animal a la cocina, cómo su agrietado andar se trasformaba en un lamento doloroso por su pierna hecha ceniza. La escuchó saltar y gritar. También oyó cuando lo maldijo y le pidió perdón. Hasta sus oídos retumbó el sonido de cuando ella se fue a estrellar a la puerta de la recámara para rogarle que le ayudara. Rodrigo se atormentó, dudó por un momento de su plan. Pero decidió dar fin a esa vida de engaño que llevaba con Lizbeth. Se incorporó con el espanto rasgándole la piel. Gritó: “¡Ya no más, Lizbeth!”. Luego escuchó cómo la mujer salió de la casa. Rodrigo se acercó a la ventana y miró a su mujer en forma de animal arrastrarse de manera lerda sobre el pavimento de la calle. Escuchó en su mente las palabras de su madre cuando le contó cómo habían atrapado un nahual en el municipio de Necaxa. Tomó las cosas que sabía detendrían al animal y salió rápidamente de la casa.

—¡¡No te vas a escapar, hija de la chingada!! —gritó Rodrigo como quien vomita una sustancia amarga que ha acumulado en su interior durante mucho tiempo.

El animal saltó al techo de la casa de enfrente. Rodrigo se dirigió a donde el animal. Llevaba en la mano derecha un sombrero, en la izquierda un puño de semillas de mostaza, y atorado en el cinturón un cuchillo de plata. Trepó deprisa el bardeado y dio un brinco para llegar a la azotea de la casa. Allí miró al animal. Faltaban algunos minutos para que despuntara la luz del sol. Rodrigo respiraba agitadamente. El animal lo miraba con furia.

Rodrigo aventó el sombrero cerca del animal. Miró cómo el ave quedó como anclada en el concreto. Luego esparció las simientes. El animal las comenzó a devorar tranquilamente, se veía indefenso.

—Hola, amor mío, te extrañé tanto —dijo Rodrigo.

—Perdóname —suplicó el animal.

—Traigo una sorpresa para ti, querida —contestó Rodrigo en tono amoroso, mientras brotaban lágrimas de sus ojos—. Luego sacó lentamente el cuchillo y la blandió amenazador.

—¡¡No!! Por piedad, detente —rogó el ave.

—Mira. Son tus joyas —repuso Rodrigo con la mirada perdida—. Las llevé con el joyero para que hiciera una pieza única de acuerdo a tus gustos. Es hermosa, ¿verdad? No quiero que te vayas sin ellas, deseo que las lleves en tu corazón por siempre como muestra de mi amor.

Luego Rodrigo descargó el arma sobre el animal. Un lamentable crujido de carne y huesos sorprendió la tranquilidad del inexorable amanecer. El sol del 22 de diciembre del 2004 comenzó a brillar intensamente.