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La novia

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Ya a los quince días de nacida, la chiquilla era espectacular, la bebita más hermosa de toda la Candelaria, como no se cansaban de repetir la tía Tula y la tía Julia, no solamente cada vez que se asomaban a la cunita envuelta en tules rosados, sino cada vez que alguien por desgracia les prestaba atención siquiera por un segundo. La madre no se separaba del cuarto a donde conducía orgullosa la fila continua de amigos, familiares, conocidos.

El amigo inseparable del padre, José Luis Rosales Aybar, gallardo joven y probo vástago de impecable familia, con el que había cursado los estudios y compartía la práctica, fue el primero en llegar. En el exclusivo Country Club del que ambos eran miembros se celebró el evento entre un círculo selecto de amistades masculinas, con güisqui escocés y puros cubanos, a pesar de no haber sido un segundo varón, sino chancletita. Y comentó José Luis, con esa sabiduría innata de los machos: “No importa. Ya Luis Felipe tiene quien le siga los pasos, el futuro médico de la familia”. Y crípticamente añadió: “Las hembras son útiles para otras cosas”.

Todos comentaban sobre la belleza extraordinaria de la criatura. “Va a ser una rompecorazones, vas a tener que velarla como a una potranca fina. ¿Te la imaginas a los quince?”, le decían al padre los amigos entre tragos y pasapalos. Las amigas de la madre, en tonos un poco más acallados y conspiratorios, también hablaban del futuro. Ella, mujer educada como era debido, con diploma universitario y todo, sabría a su vez cómo cuidar a su tesorito para que el día de mañana cumpliera la función que le había deparado el destino de la manera más ventajosa posible, y sin que ocurriese ningún percance que arrojara ni siquiera la más mínima duda sobre el honor de la familia.

Cuando llegó la hora de bautizarla, hubo discusiones sin cuento. La madre quería llamarla por el más puro, el más femenino de los nombres, María, agregándole Coromoto en honor a la santa patrona nacional, pero el padre se opuso, objetando que era nombre de indio y de macho. —Uno nunca sabe, mijita, lo que van a pensar los demás —le dijo con tono suave pero que no admitía reparos—. Después de todo —agregó, dándole una palmadita en la mejilla—, queremos que para ella todo salga tan bien como salió contigo. Mira qué bellas piochas de brillantitos le ha enviado José Luis a la niña. Vamos a cambiarle el nombre por el de su señora madre, Luisa.

Luisita, como terminaron llamándola, creció como una flor de invernadero bajo la atención ansiosa de la madre y las tías, los mimos y halagos del padre, el ojo indulgente del hermano mayor y la mirada desdeñosa de la hermanita menor, no tan bella, no tan apetecible, pero con un sentido de sarcasmo asombrosamente desarrollado para una criatura de tan cortos años. Continuaron los regalos de José Luis, cuya mirada, clavada sobre la chiquilla, a veces cobraba un brillo peculiar que la madre no dejó de advertir.

A Luisita, desde pequeña, se le enfatizó la belleza de la inocencia femenina, la propiedad de ciertas actitudes, y el extremo cuidado que habría de prestar a la preservación de tal inocencia. Fue a escuela de monjas donde, además de batallar con la geografía, historia y literatura, aprendió las cristianas virtudes, que en la mujer brillan como el oro bruñido, de la obediencia, la paciencia, el recato y la sumisión.

También aprendió, ya más tarde, cuando a su belleza infantil le comenzaba a asomar el capullo encarnado de la adolescencia, a cuidar de su cuerpo. No salía cuando el sol ardía brutal sobre las aceras, y si la necesidad la apremiaba, cuidaba de calzar guantes de cabritilla o encaje y llevar un parasol lleno de cintas y volantes. Después del baño la madre la cubría amorosamente de cremas, para que la piel permaneciera suave como un ala de paloma. Caminaba para todas partes con las mejores zapatillas importadas para que sus piernas, aunque ya tomaban la forma que habría de atraer miradas, nunca mostraran el menor endurecimiento de los músculos. Sabido era por todos, pero especialmente por la tía Tula, que una pantorrilla dura en la mujer indica juegos venéreos ilícitos y la subsiguiente pérdida de aquello que se le debe entregar a un solo hombre. La tía Julia, por su lado, aseguraba que la piel de la muñeca de una doncella no se arruga cuando ésta aprieta el puño, mas, de llegarse a formar un hoyuelo cerca de la confluencia del cúbito y el radio, es necesario que la descarada salga de la ciudad de noche rumbo al infierno. Unos labios pulposos eran un signo definitivo de corrupción física y moral, además de crear significativas dudas acerca de la pureza de sangre.

Pero a los quince Luisita, rubia como el oro y no morena como sus hermanos, Felipe II y Gladicita, con su lunar buscamacho a lo María Félix y sus carnitas mórbidas como un desnudo erótico del Tiziano o una parrilla de lomito, era ya una versión en miniatura de la gran puta y objeto del deseo de todos los machos caraqueños, Marilyn Monroe. Había que hacer algo. No hubo que esperar mucho. José Luis, ya un maduro gallo pelón de cuarenta, le habló al padre, quien no pudo ponerse más contento. No había mejor partido. Un hombre totalmente respetable, de cuyo linaje no había ni un rumor en toda la ciudad por demás rutinariamente maledicente, con una profesión sólida y lucrativa, y que sería a la vez esposo, amante y segundo papacito de la chiquilla a punto de convertirse en un serio problema.

Se decidió que el compromiso se anunciaría a todo trapo en el cotillón quinceañero de Luisita, matando dos pájaros de una pedrada. Sería en el consabido Country Club, amenizado por Billo y Belisario, y lubricado por ríos de Viuda Cliquot, Chivas Regal y ron Pampero. Para los que todavía mostraran resabios de plebe, se bregaría su tercio Polar. Se servirían pastelillos, tequeñitos, albondiguitas, sangüichitos, de colores, una gigantesca parrillada con yuca, y toda clase de otras delicadezas tales como gigantescas tortas alusivas hechas con la más exclusiva harina de papa y cubiertas de extravagantes rosas de azúcar refinada. Y merenguitos, por aquello de darle gusto a los particulares apetitos de la golosa festejada.

La madre ejerció un férreo control sobre la lista de invitados pero siguiendo la ancestral costumbre dejó la selección de doncellas de honor y sus caballeros a la homenajeada. La escogida como dama principal se retiró abruptamente y hubo que encontrar a otra. Luisita propuso a la hermana del que había sido el amigo íntimo de su hermano. Era una familia medio rara. Los padres habían emigrado de una de esas islitas del Caribe y habían establecido una escuela de comercio. Felipito había conocido a Rafaelito en la Experimental Venezuela en primer grado. A los pocos días descubrieron que compartían la misma fecha de cumpleaños, y por los próximos cinco años y medio no hubo quien pudiera separarlos. Se visitaban constantemente. Rafaelito pasaba los días en casa de Felipito donde, desobedeciendo órdenes estrictas, entraron innumerables veces al estudio del padre para que el primero pudiera leerse la colección entera de Sexología. Felipito rehusó participar en las lecturas. “Me lo tienen prohibido”, dejó saber. “Si nos agarran, me echan la culpa y me jodo”. Pero al otro no le importó. Buscaba una definición, y no iba a cejar hasta que la encontrara.

Y un verano mágico, Felipe padre invitó a Rafaelito y su hermanita a pasar quince días en la playa con sus tres vástagos. Estarían bajo la supervisión de la abuela en una playa cercana al aeropuerto de Catia La Mar. Una casa de barro lecheado con cal, un villorrio con calles de arena y tierra, con el mar a unos pocos metros y del otro lado una siniestra y árida cordillera que los separaba del aeropuerto. Unos catres de campaña cubiertos con mosquiteros servían de lecho. Les despertaba el olor a caraotas negras, arepas y café negro, o el olor a un sabroso perico —huevos, tomates, pimientos verdes— acompañado de casabe, o el olor a queso blanco frito con más arepas. Después, en las más minúsculas camisetas y pantaloncitos cortos, a la calle, a la playa, donde pasaban la mañana metidos en las pequeñas pozas entre las rocas, recogiendo caracoles y corriendo detrás de los cangrejos y los conatos de sardinas.

Pero un mal día a Rafaelito, ya aburrido del chapaleo cotidiano, se le ocurrió que sería mucho más divertido contemplar el despegue de los aviones al otro lado de las colinas circundantes. Felipito no se podía quedar atrás, y respaldó la aventura. No se veían muy empinadas, y los alentó el hecho de que, en efecto, con monótona regularidad contemplaban los pájaros de hierro cruzar la cordillera y perderse sobre el mar. Las niñas objetaron, temerosas, pero no pudieron resistir la persuasión antagónica de los machitos en ciernes. Emprendieron la subida asumiendo que les tomaría un par de horas, sin líquidos ni sólidos ni gorras que los protegieran del letal sol del mediodía. Al poco tiempo Gladicita lloraba a grito pelado, y las otras dos jirimiqueaban a punto de sendos berrinches. Felipito y Rafaelito coordinaron el descenso. A mitad de camino, los interceptó una patrulla de soldados que los había estado buscando después que la abuela había reportado que no habían regresado para el almuerzo. Los padres ya los esperaban en la casa, histéricos. Se acabaron las vacaciones en Catia. Rafaelito pasó par de semanas grave con una insolación que por poco no lo acaba. A Felipito lo mudaron de la escuela pública a la escuela para varones de los Salesianos en un intento inútil por separarlo del amiguito busca problemas. Pero no hubo caso. Tan pronto se enteró Rafaelito, siguió a su amigo del alma y terminaron juntos de nuevo en el nuevo mundo de la educación católica española.

No importa describir cómo a Rafaelito le impresionó toda la patraña de los ritos, las interminables prohibiciones y los interminables rezos. Basta decir que determinó morir lo más pronto posible, virgen como Santo Domingo Savio y mártir como San Tarcisio. Un guapo fraile español que era su profesor y consejero lo alentaba a todas horas. Rafaelito comenzó a tener visiones, escuchar voces angelicales e imaginarse cosas que ni al confesor le contaba. Pero un día en clase, mientras hablaba con Felipito sin preocuparse de las ecuaciones que su amado fraile apuntaba en la pizarra, éste, con una puntería digna de peloteros o arcángeles, le arrojó un borrador que le pegó en la nuca. Rafaelito sintió cómo le subía un buche de soberbia hasta entonces desconocida: “A mí no me pega nadie más que mi madre”, gritó a toda boca mientras metía sus pertenencias en el bulto de cuero. Salió del salón antes de recibir la orden. Cuando llegó a su casa, se lo contó todo a la madre, quien dejó escapar un suspiro de alivio: “No te haré regresar a ese colegio. Pero no puedes perder al año. Hablaré con tu tía para que lo termines en la isla. Después puedes regresar para la secundaria”.

Y se fue, y regresó, pero la amistad había terminado. Felipe permaneció con los curas y Rafael pasó a una escuela privada mixta. Dos años más tarde partió de nuevo a casa de la tía. Y he aquí que en uno de sus regresos al hogar paterno, la madre lo estaba esperando en la puerta, confusamente excitada, con una noticia tanto inesperada como sorprendente: “¿Te acuerdas de Luisa la catira, la hermana de Felipe? Le celebran los quince y el compromiso a la vez en el Country Club. ¡Y a dos días del evento nos avisan que tu hermana será la dama principal! Habrá 14 damas de honor con sus respectivos acompañantes. Piden que lleve un traje largo de color único, no como las otras. Ahora mismo está en el otro cuarto con la costurera, quien se lo está prácticamente cosiendo encima. ¡Tu hermana ha escogido una seda color guayaba! Y contigo hay que hacer lo mismo. Tienes que salir disparado para el sastre, a ver si te arregla una de las etiquetas de tu padre. Suerte que ya son casi de la misma estatura”. Rafael pasó a ver a su hermana con una pregunta en los labios: “Cónchale, ¿y de dónde ha salido esta descarga? Nadie me dijo nada, y hace tiempo que no vemos a esa gente. No he ni tenido tiempo de desempacar”. La hermana, parada sobre un taburete con los brazos en cruz mientras la costurera giraba a su alrededor con las manos llenas de alfileres, contestó en un tono a la vez neutral y displicente: “No tengo la menor idea. Después que te marchaste no volví a ver a nadie. Ellos se mudaron de la parroquia para una de esas urbanizaciones raras, Los Prados del Paraíso o algo por el estilo. Pero de repente sonó el teléfono, y tú sabes cómo es mami, no sabe decir que no”.

El día del evento, su madre y su hermana marcharon de madrugada al salón de belleza. Su padre y él pasaron a recogerlas a la hora del almuerzo. Sabía que su madre saldría manicurada y perfecta, con un peinado “de gato” a lo Sofía Loren y los ojos pintados a lo Cleopatra, que estaba tan de moda. Pero nada lo había preparado para la sorpresa de su hermana. Era la primera vez que la dejaban maquillarse, lo que súbitamente la había trasformado de chiquilla en mujer. Casi no podía reconocerla. Para colmo, siguiendo las instrucciones de la madre de Luisa, la habían peinado en un bouffante pintado de blanco estilo peluca María Antonieta. El efecto era totalmente desconcertante. Cuando entraron al restaurante todo el mundo se volteó para mirarla. “Es mejor que ni se te ocurra recostarte en toda la tarde”, advirtió la madre, ufana. “Si tienes que echar un sueñito, hazlo en una silla. Y por favor, no bajes la cabeza por nada cuando leas el menú, que se te viene la armazón abajo”.

La noche osciló entre sueño y pesadilla. Se sabían protagónicos e invitados de última hora, casi en el medio y muy en la periferia de las festividades. Mientras sorbían el champán y mordisqueaban los canapés, la hermana le comentó: “Estoy loca por llegar a casa y sacarme ese globo de alambre de la cabeza, quitarme los zapatos y lavarme la cara. No soporto esta vaina. ¿A quién se le ocurre comprometer a una chica a los quince con un tipo que puede ser su padre? ¡Y para colmo, tienen que esperar tres años!”. Aprovechando que Gladicita, en un vaporoso traje rosado, les pasaba por el lado, Rafael decidió darle conversación, trayendo a colación la pregunta: “Es muy simple”, contestó la interpelada con una sonrisita irónica. “Luisita no es muy brillante que digamos. Y con esa facha... Querían asegurarse que tuviera un futuro seguro y una mano fuerte para guiarla. ¿Ven la pepa de cuatro carates que lleva en la mano? Pues les puedo decir que a mí no me va a pasar lo mismo. ¿Qué les parece mi vestidito? Me pone arrecha. Quería venir en pantalones pero a mi familia le hubiera dado un patatús colectivo”.

Rafael, como quien no quiere la cosa, cambió el tema. “¿Y Felipe? Nunca me contestó las llamadas cuando regresé por primera vez, y esta noche apenas me ha dirigido la palabra”. Gladis titubeó un segundo. “Pues mira, vale, cuando lo del escándalo en la escuela, se corrieron los rumores que el fraile te había pegado porque creía que ustedes tenían un romance y estaba celoso. Parece que te quería solito para Dios y para él. Mi hermano le contó a papá de tu obsesión con una de las revistas en el consultorio y tus ataques de misticismo. Convinieron usar tu viaje al exterior —que por otro lado reafirmó los comentarios— para crear distancia sin que se viera como un rompimiento. Ah, y en cuanto a tu hermana, lo que pasó es todavía mejor. Luisa no me quería de dama principal —saben que nunca nos hemos llevado— y la amiga que escogió se retiró a última hora por otro escándalo. Al parecer tenía un encarguito del novio en el horno. Todas las otras ya tenían el ajuar hecho, y faltaba una. Así que Luisa, que jamás ha estado enterada de las cosas que pasan en esta familia, propuso a tu hermana. En principio Felipe se opuso alegando que no quería volver a verte ni en pintura, pero a mamá se le subió el moño —ya saben cómo es eso— y le contestó que tolerarte por una noche no lo iba a matar, y que además, como hermano mayor de la novia, ni le iba a dar tiempo para bregar contigo. Vaya familia la que tengo, ¿no? Odio estos tacones; ¡estoy loca por llegar a casa! Y ahora, perdonen, pero veo que Felipe me hace señas para que nos acerquemos. Creo que ha llegado la hora de las fotos. Por cierto, ¿observaron cómo frunció el hociquito cuando nos vio hablando? De seguro que me espera una descarga”.

Nunca los volvieron a ver ni supieron qué le pasó a la novia. El vestido color guayaba viajó con la familia de un país a otro y a otro hasta que al fin, como le pasa a tantas relaciones humanas, terminó en un cajón en un desván, sirviendo de alimento a ratones y polillas.