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Margherita SarfattiMargherita Sarfatti, estrella parda del fascismo

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En momentos en que el último filme de Marco Bellocchio, Vincere (2009) —que revela en lo público y lo privado los primeros pasos en los que se fundó el régimen de Benito Mussolini—, es alabado por público y crítica internacionales, es oportuno traer a cuento la presencia protagónica durante más de dos décadas en la vida del Duce de una mujer más que singular.

En Italia o Israel, en Argentina o Estados Unidos en general prefieren olvidarla. En el mejor de los casos Margherita Sarfatti es un personaje de película y objeto de tesis universitarias. Lo menos riesgoso es ignorarla. Los fascistas por judía, los judíos por la viceversa. Es que veinte años de amante del Duce en el núcleo del ciclón fascista no pasan en vano.

A veces en primer plano, otras fuera de foco, en pentimento o filigrana, lo más perturbador, lo más arduo de entender en personajes de su estirpe es la fascinación siempre perversa por el despotismo.

Periodista, primera biógrafa de Mussolini, inspirada crítica de arte, escritora, impulsora de la Marcha sobre Roma y esteta del Novecento, movimiento mayor de la historia del arte italiano del siglo XX, negro de buena parte de los discursos más normativos del Duce y exiliada en Argentina prácticamente toda la década del 40, son mucha densidad de vida para una sola persona.

“Una especie de agudo olfato me impulsaba hacia la gente de talento”, afirmó en sus memorias, que son una especie de espectro de sus encuentros con personajes descollantes de su época; Guglielmo Marconi, Pío X, Franklin Roosevelt, Albert Einstein y muchos más. A buena parte de las verdaderas estrellas, los cometas y tantas falsas pistas de su tiempo, los coleccionó en su salotto de los miércoles. Convertida en insoslayable, Margherita hizo entrar a su casa, con la mayor habilidad y naturalidad, a los protagonistas políticos o intelectuales de primera línea, y los tuvo así al alcance de la mano y de la agenda. Al menos por bastante tiempo.

 

Dos o tres cosas que sé de ella

Margherita Grassini nació en el viejo gueto veneciano el 8 de abril de 1880. Su familia pertenecía a la élite económica y cultural judía y, aunque se convirtió públicamente al catolicismo, la historia nunca dejó de considerarla hebrea o israelita, como se nombraba entonces.

Sus verdaderas pasiones juveniles fueron el marxismo y Cesare Sarfatti, un brillante penalista socialista 14 años mayor que ella con quien se casó a los 18 contra la voluntad de la familia. Margherita y Césare se trasladaron a Milán en 1898 y tuvieron tres hijos, Amedeo, Roberto y Fiametta. Allí frecuentó asiduamente el círculo socialista de la gran feminista rusa Anna Kuliscioff, quien la introdujo en el periódico Avanti!, donde a partir de 1902 empezó a escribir sobre arte. Sus compañeros socialistas de la época nunca vieron con buenos ojos su pasión de coleccionista, tampoco su predilección por las joyas, ni su arrebato por la moda sobre todo de París.

Su participación en los círculos feministas de la época fue apenas tangencial, sus prioridades no fueron ni el voto ni la liberación de la mujer, ello explicaría de alguna manera su temprana adhesión al fascismo. Por entonces frecuenta a Giovanni Papini y Tommaso Marinetti y escribe para La Voce, una publicación literaria de inspiración claramente nacionalista. A través de ésta se va alejando paso a paso del socialismo, del pacifismo y del internacionalismo para deslizarse con ímpetu y entusiasmo en lo que constituye, por oposición, los gérmenes, la crisálida del fascismo. Tiene una concepción mística y religiosa del Estado: considera que la unidad política no es viable sin una unidad moral y sin la plena conciencia de una misión colectiva.

En 1912 irrumpe en la vida política italiana, y luego por círculos concéntricos en la europea y finalmente en la del mundo en general, y en la de Margherita muy en particular, Benito Mussolini, quien asume la dirección del Avanti! el 12 de diciembre. La energía y carisma que emanaba de su persona la fascinaron de inmediato. Quedó así sellada una duradera relación pasional hecha de sobresaltos, empresas magnánimas, delirios imperiales, furia, celos, intrigas y venganzas políticas; en suma, una gran ópera, lástima que fue hiperreal.

Margherita y Benito no pudieron afirmar que en amor como en la guerra todo vale porque estaban y estuvieron siempre en guerra, no sólo ellos, sino Italia y el planeta también.

No es que no se conozcan mujeres —aparte de su esposa doña Rachele, madre de sus cinco hijos— que contaron en forma prolongada en la vida de Mussolini, que haber las hubo: Leda Rafanelli, Ida Dalser —protagonista de la película Vincere—, con quien tuvo un hijo, Benito Albino, que como ella tuvo un final trágico y turbio en un loquero, o la militante socialista Angélica Balabanoff, a la que algunos atribuyen la maternidad de Edda, su favorita hija mayor. Pero desde 1912 hasta la ruptura, afectiva primero y política después, ubicada alrededor de 1932 (año en que aparece en la vida de Mussolini la veinteañera Clara Petacci, quien lo seguirá en las cruentas, trágicas y desastrosas horas de la Segunda Guerra y el ajusticiamiento final), lo de ellos fue una relación no sólo amorosa, sino también un proyecto político mancomunado y cultural muy ambicioso.

Su primer trabajo conjunto fue la participación activa en el movimiento intervencionista italiano: intelectuales y políticos, sacudidos por una neutralidad que en su mayoría rechazaban, encontraron en Mussolini un referente.

Por entonces Margherita tenía espléndidos 35 años y más envidiosos que admiradores. Se había convertido en una de las críticas de arte más reputadas, su salón había asumido un carácter político de fundamental frecuentación para todo quien aspirase o tuviera ya una posición relevante que mantener. De yapa uno podía toparse allí con artistas, escritores y exponentes de la cultura internacional como Jean Cocteau, Josephine Baker o George Bernard Shaw. Su credo machacón: la creación de una cultura nacional, un estilo nacional en arte, literatura y arquitectura que abrevara en la romanidad. Esto, que según ella y Benito, sólo podía ser realizado por el Hombre Nuevo en el ámbito de un Nuevo Estado. Obvio que por él liderado, porque “el fascismo es universal en su espíritu e italiano en sus instituciones”.

Así las cosas, Mussolini es destituido de la dirección del periódico y por ende del partido porque su oposición a la neutralidad propugnada por los socialistas es muy frontal. Funda entonces, con la activa participación de Margherita, también expulsada, un periódico nuevo, el Popolo d’Italia, que se convirtió en la principal tribuna a través de la cual proclamar con inflamada convicción la necesidad de la guerra para curar y restaurar la sociedad italiana.

Desde el vamos, se ve, es gente que apuesta muy fuerte. Delante y detrás de los reflectores. Ganar y decidir embriagan. La euforia sin parangón del poder impone entrar también en una rueda sin fin de humillaciones, componendas, ascensos, suicidios, de los que muchos con frecuencia no zafan. En suma, un juego sadomasoquista, un nido de víboras que hasta en el monopoly juega con cartas marcadas, sangre verdadera, y siempre acaba enviando al pueblo contra las cuerdas, a fojas cero, pero peor.

A ambos tampoco nunca les satisfizo el hoy, corrían detrás de gloriosos castillos de viento, y los furiosos vientos peninsulares, el libiccio y el siroco, que vienen de Libia y del Sahara, los pudieron, los incendiaron, es un decir. Casi literal.

Durante los años de la Primera Guerra, Margherita proveyó a Mussolini ideas, y financiamiento, al tiempo que luchaba por desempeñar un papel protagónico —cosa que logró— luego de la fundación del movimiento en 1921. Tuvo a su cargo la promoción y sistematización de la política cultural del régimen y se convirtió en ese mismo año en directora nada menos que de Gerarchia, la publicación ideológica más dogmática del fascismo.

En cuanto a la guerra propiamente dicha, le cobró un precio bien fuerte: la vida de su primogénito, Roberto, de diecisiete años, enrolado voluntario. Recibió a posteriori a cambio, de manos de Mussolini, una medalla con el título de Madre de Héroe.

 

Margherita SarfattiEl álbum de fotos (retocadas)

Temas que los judíos no abordamos de buen grado, lo sobrenatural —ejemplo de ello es la trasmigración de las almas—, la conversión ni el autoodio. Creo que Sarfatti es ajena al primer tema, los otros dos los perpetró y con largueza.

Sin embargo no hay que singularizar en extremo el hecho de que Sarfatti sea judía en un gobierno totalitario si los hubo y que proclamó las leyes raciales en 1938 con su secuela de exclusión, expropiaciones, deportación y harta muerte. Un especialista del régimen como Mario Avigliano es contundente: “En los primeros años del Régimen, el problema hebraico no existe”.

La Historia hoy distingue vertientes en la corriente del infierno: el elemento racial integrante desde el nacimiento mismo del nazismo, del antisemitismo desarrollado sobre todo a partir de los años 30 en el fascismo italiano, del totalitarismo clerical español y el corporativismo portugués. Los cuatro propugnaron siempre con mayúsculas las palabras Raza y pureza étnica (?), en sus programas, conceptos que hoy por fortuna quiero creer que masivamente vilipendiamos.

La Sarfatti en sí francamente, aventuro, no es del tipo de belleza que atraviesa las generaciones recogiendo, a medida que salen a relucir las viejas imágenes, miradas admirativas de identificación. En su aspecto está fuera del canon. Pelirroja, más bien corpulenta, con tendencia a medida que trascurría el tiempo a engordar, maquillaje pesado y autoritaria —como otras mujeres muy cercanas al Duce, en primer lugar su mujer donna Raquele y Edda, su primogénita. Pero todos los testimonios concuerdan en su seducción y cultura excepcionales. Una mujer deslumbrante en un mundo de madres abnegadas, putas irredentas y algunas pocas sufragistas.

Giorgio Fabre dice sin ambages que Margherita Sarfatti “fue más fascista que el propio Mussolini”. Por entonces Gerarchia lo llamaba nada menos que Hombre Providencial, Príncipe de la Juventud, Demiurgo Fascista o simplemente Dux, el de la palabra “inspirada” a quien se debe “obediencia ciega y absoluta”.

Pasa que el tiempo redimensiona el carisma imantado de los líderes. La atracción sexual que ejercen se va disolviendo con la pérdida de poder y relumbrón. Yeltsin o Kissinger van de ejemplo. Marta Lynch en Informe bajo llave describe con justeza desde la autoficción la fascinación ejercida por la mera silla del poder aunque quien la ocupe de facto sea en ese momento a todas luces el almirante Massera del más siniestro y cruento recuerdo.

 

Viajando se conoce gente

Para Margherita la década del veinte es riquísima en grandes acontecimientos, la Marcha sobre Roma, la fundación del Novecento, la viudez en 1924, la instalación en Roma a dos pasos de Mussolini, la publicación de Dux en 1925, primera biografía de Mussolini, prefaciada por el propio Benito y traducida de inmediato a dieciocho idiomas, giras europeas y transatlánticas como poderosa adelantada del fascismo y un primer viaje a Buenos Aires para organizar cómo Emilio Pettorutti recibirá la gran muestra del nuevo arte italiano.

En el tiempo libre escribió, lo atestigua su bibliografía, miles de artículos, una novela, Il Palazzone, recibió en París la Legión de Honor, “he aquí un galardón bien adjudicado”, comentó la periodista de Le Figaro, acrecentó su colección de diseño y dibujos —de Modigliani y Toulouse-Lautrec— y le regaló como quien va de compras a su amado, para que aprendiera a manejar, dos fabulosos Alfa Romeos de colección que recientemente salieron a remate.

En cuanto al Novecento, fue un movimiento constituido en esencia por un núcleo de siete artistas que ella promovió contra viento y marea, mancomunados por una estilística común cuya premisa más importante fue el retorno al arte antiguo, el de la tradición, reaccionando contra las “extravagancias y lo excéntrico de la vanguardia”.

De los siete, los nombres más conocidos son los de Mario Sironi, Achille Funi y Emilio Malerba. Cercano al núcleo primigenio figuraron el gran Giorgio Morandi, Carlo Carrá y Giorgio de Chirico. En 1923 exponen con gran éxito en Milán en una galería inaugurada por Mussolini. Para 1930 el Novecento, tras el éxito de la presentación en la Bienal de Venecia, fue declarado arte oficial del fascismo.

El regreso al concepto forma-volumen, a la predilección por la pintura italiana del Giotto a la del Renacimiento, fue aplicado por extensión a la arquitectura, la escultura, pero también a la música y la literatura.

En suma, se preconizaba una temática épico popular dentro de esquemas neoclásicos y con fines sociales educativos, evitando la experimentación, cara a los vanguardistas.

El fascismo preconizaba un arte fundado en el oficio que debía, en forma perentoria, ser comprendido lineal y literalmente por el pueblo. En consecuencia la figuración era un imperativo y la excelencia técnica otro: en breve, fue un buen tiempo para futuristas y artesanos y nulo y peligroso para abstractos soñadores.

Una anécdota o no tanto; en ese primer viaje a Buenos Aires tuvo lugar una áspera discusión entre Pettoruti y Sarfatti porque Margherita quiso imponer que la exposición estuviera presidida por un imponente busto de Mussolini. Esa vez no lo consiguió, tuvo que conformarse con panegíricos al arte de Estado y su viril inspirador en el lujoso catálogo de la muestra.

 

Las plagas, la caída

Los años 30 causaron la caída de casi todo el mundo conocido; Margherita no fue una excepción. Para ayuda memoria, algunas muestras: la bancarrota planetaria, la noche de los cristales rotos, la guerra civil española, la proclamación también en Italia de las leyes raciales, el comienzo de la Segunda Guerra Mundial.

Para 1932 la influencia de Sarfatti empieza a desvanecerse. En lo personal la aparición en la vida del Duce de Clara Petacci (1912-1945) y la instalación de su clan familiar en materia de componendas políticas, sobre todo de corrupción. Claretta, sin embargo, quedó para los italianos como ícono de lealtad pasional al ser fusilada primero y colgada después, el 29 de abril de 1945 en Piazzale Loreto, Milán, junto al “amado Ben”.

En 1938 su “agudo olfato” y un par de soplones le hicieron saber que la deportación no iba a escatimar su puerta, y apenas con lo puesto, una bolsa de joyas y su “póliza de seguros propia”, consistente en 1.272 cartas de Benito Mussolini, Margherita atravesó en taxi la frontera suiza. Al no obtener visa para Estados Unidos recaló primero en Uruguay, donde ya se encontraba su hijo Amedeo, y luego se aposentó hasta 1947 en Argentina, donde sus correligionarios la evitaron con el mayor cuidado.

Contó con muy pocos apoyos, Romero Brest en Ver y Estimar y Victoria Ocampo, quien pese a no adherir para nada a la causa fascista las veces que tuvo que presentarla como conferencista jamás aludió a su ideología sino que aplaudió a la crítica y escritora que respetaba. En una oportunidad escribió a Roger Caillois sobre la Sarfatti, “mira lo que perdono”. Cosas de Victoria. Su paso por América no dejó trazas remarcables, una “pulseada” Venturi c/ Sarfatti —abstracción contra figuración—, un encomiable temprano reconocimiento de la singularidad de Xul Solar y mucha escritura. Pero pese a un primer acoso de las publicaciones femeninas y también generalistas para que revelara detalles, escándalos y ajustes de cuentas personales con el régimen, ante el silencio empecinado de Margherita, “quiero estudiar arte precolombino y basta” solía repetir, poco a poco la fueron dejando en paz. Hay que resignarse, el arte precolombino no es noticia.

A poco, de vuelta a casa que la guerra ha terminado. Margherita se reinstala en su mansión del Lago di Como hasta su muerte en 1961. En 1956 publica una suerte de autobiografía, Acqua passatta, donde la particularidad mayor es la voz áfona pero cuán estridente, porque jamás se nombra a Mussolini y al fascismo. Ni una sola vez. En cuanto a autocrítica o arrepentimiento no fueron términos que pronunció jamás.

La línea de sombra que persiste hasta hoy es el destino que corrieron las cartas. Una versión dice que Margherita las vendió a un cirujano norteamericano; otras, las más insistentes, dicen que se encuentran ocultas en su casa de Roma, cada vez más visitada. También se insiste en que dos primas, una en Estados Unidos, otra en Italia, se hicieron con ellas.

Tal vez las haya negociado a cambio de su propia vida y la de su hija Fiametta, que permaneció en Italia durante la guerra. En el paquete también estaría incluido un silencio absoluto sobre hombres, bienes y cosas, cláusula que cumplió, al pie de la letra. Su hermana Nella no tuvo su suerte y acabó con su marido —que no era judío—, en Auschwitz. La pareja tenía 70 y 82 años. La comuna de Mirano bautizó una plaza con el nombre de ambos el 25 de abril de 2007.

De la pasión de coleccionista de la Sarfatti sí quedan huellas. Cada tanto las grandes casas de remates Sotheby’s o Christie’s sacan discretamente a la venta uno que otro Modigliani, un Sironi, un Toulouse-Lautrec o muebles de diseño que le pertenecieron. Cosa de solventar fondos para que los herederos sigan ningunéandola, que alivia.

Un detalle: la película que en 1999 rodó Tim Robbins con Susan Sarandon desempeñando el papel de Margherita Sarfatti se llamó en castellano ¡Abajo el telón! Lástima que falten aplausos.