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Fotograma de “Citizen Kane”, de Orson WellesEl cine ha muerto

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Leemos a Nietzsche (Así habló Zaratustra; II):

“Y, ¿qué hace el santo en el bosque?”, preguntó Zaratustra.

A lo que el santo contestó: “Compongo canciones y las canto. Mientras hago esas canciones, río, lloro y murmuro; y así es como alabo al Señor. Entre cantos y lágrimas, risas y murmullos, alabo al Señor mi Dios. (...)

Cuando Zaratustra estuvo solo, vino a decirle a su corazón: “¿Será posible? ¡Este santo varón, metido en su bosque, no ha oído aún que Dios ha muerto!”.

La conclusión nihilista y desolada del profeta del Superhombre ha llegado a mí, una y otra vez, desde hace unos doce o trece años, cada vez que se habla del cine como expresión artística. Críticas periodísticas, reportajes, publicidades, visitas esporádicas a los denominados “multicines” —lugares desnaturalizados y ruidosos a los que no reconozco como apropiados para ver películas—, declaraciones, festivales: todo se me aparece como el esfuerzo denodado e inútil que los tenaces empleados de una funeraria prodigan al muerto para que no se perciba la cadaverina.

No creo ser el único que se ha percatado de este hecho, intuido por algunos prohombres del cine promediando los ‘60s, los que, si bien ahorraron dictámenes apocalípticos como el que encabeza este artículo, lo publicaron a gritos con su proceder. Tal vez no casualmente, en dos de estos casos el mundo no quiso ver ni oír, y, menos todavía, escuchar estos llamamientos explícitos a la percepción de un trance que reconoce sus causas y proyecta sus efectos en la cultura, la economía y la política. Se prefirió, por el contrario, creer que Roberto Rossellini y Jean-Luc Godard estaban desorientados o, simplemente, no tenían ya nada que decir. Se acertó en lo segundo sin advertir que, en efecto, estos grandes artistas no tenían nada que decir, pero a través del cine. Tal vez fuimos afortunados en no darnos cuenta. De haber conocido esta terrible verdad en 1967 o 1968 se nos habría roto el corazón; en esa época toda la magia, toda la transgresión, toda la aventura y el atrevimiento destellaban en la muchedumbre de cines grandes y pequeños en todo el mundo, y en ninguna otra parte.

Rossellini, que había entrevisto el formidable desarrollo que tendría la televisión, a ella le dedicó sus últimos afanes, y, quizás, sus últimas obras maestras: Los hechos de los apóstoles (1968-1969), Sócrates (1970-1971), San Agustín (1972). Godard saltó por sobre las barricadas del Mayo francés buscando en la experiencia documental las esencias de un lenguaje que se había encargado de disecar y desestructurar en una obra que marcó desde sus comienzos, y hasta hoy, la evolución de las artes audiovisuales. Por aquellos años, también, habrá tenido lugar este diálogo entre los autores que se reproduce en Ciudadano Welles, (Introducción, pág. 37, Ed. Grijalbo, Barcelona, 1995):

Peter Bogdanovich: En una ocasión en la que yo me lamentaba de la llegada del final de la edad de oro de la cinematografía, Orson se echó a reír y dijo:

Orson Welles: —Vamos, hombre, ¿qué esperabas? ¡Incluso el Renacimiento sólo duró 60 años!

Afortunadamente, la tardanza en la publicación del libro nos salvó de conocer la lapidaria analogía del más grande de los cineastas —es mi humilde opinión—, y pudimos disfrutar del cine con la ilusión de que las sorpresas que nos depararía serían infinitas.

¿Cómo pudo ser tan recatada esta muerte, que no nos dimos cuenta? ¿Cuándo se produjo, si es que en efecto se produjo, tan sensible merma de la cultura contemporánea? Yo coincido con Rossellini, Welles y Godard: es decir, el cine se habría agotado a fines de la década de 1960, y sólo por inercia sobrevivió más o menos incólume al cataclismo de cambios que comenzaron promediando los años ‘70s, y que a fines del decenio siguiente lo desplazarían irremisiblemente de la cima del mercado audiovisual.

En 1915, con escasísimos antecedentes y prácticamente de la nada, David Wark Griffith creó, con El nacimiento de una nación, un arte de lo que hasta ese momento era un entretenimiento de feria; en 1940, Orson Welles recogió en El ciudadano los aportes de los maestros del cine mudo —el plano secuencia, la cámara desencadenada, la fotografía con profundidad de campo, el montaje sucesivo y el montaje dialéctico, el primerísimo primer plano, el énfasis en la angulación de cámara—, los refundió en un estilo nuevo inimitable e insoslayable, y le agregó la dimensión sonora, fruto de su experiencia radiofónica; en 1975, tres películas-río, enriquecidas con el uso dramático del color, codificaron definitivamente en imágenes los recursos expresivos que el cine había tomado de la expresión artística por excelencia del siglo que lo vio nacer, la novela burguesa. Hablo de El Padrino, Novecento y Barry Lyndon. Desde entonces no hemos visto más que variaciones, aunque es posible también establecer el fin de la fiesta un año antes, con Grupo de familia (1974) de Luchino Visconti, y aun, un año antes, con los últimos acordes que Nino Rota le puso a las fantasías de Fellini para Amarcord (1973). También resulta probable que Stanley Kubrick haya llegado a aquella síntesis en 1968 con 2001, odisea del espacio, así como no suena descabellado arriesgar que el primero en rozar los límites pudo ser Antonioni, con su formidable Desserto Rosso (1965).

Me adelanto a las objeciones que adivino: tengo para mí que los filmes del “Dogma 95” representan una recurrencia en procura de la objetividad, que ya habían intentado Dziga Vertov con su “Cine-ojo”, a partir de 1926, y Jean Rouch y sus epígonos del “Cine verdad” o “Cine Directo”, como más tarde se le llamó, desde 1961. No se puede dudar que la reciente experiencia de El arca rusa (2003)es deudora de los experimentos con el plano-secuencia realizados por Alfred Hitchcock en La soga (1948). Finalmente, y sin que esto signifique un desmedro de sus incuestionables méritos, el apogeo del cine iranio de los últimos años responde a los periódicos y condescendientes “hallazgos” que el Occidente hace de las cinematografías periféricas de la pobreza, donde gobiernan el autoritarismo o la teocracia, sobre todo porque en esos lugares el cine aparece en brega contra la supresión o la lisa y llana ausencia de las libertades burguesas.

Los que no son tan osados —o son prudentes— sostienen que el cine sólo está en crisis, y buscan en diferentes causas los motivos de ésta. Se engañan, y veamos por qué.

El que dice que la culpa la tienen los efectos especiales, no tiene en cuenta que el cinematógrafo es, todo él, un efecto especial, y que no existiría de otro modo. La persistencia retiniana es el defecto —o virtud— por el cual la imagen procesada en el cerebro queda de 1/7 a 1/10 de segundo en la retina, y, así, juntando la nueva imagen con la anterior, gozamos de la ilusión de movimiento. Cualquiera puede comprender este fenómeno agitando una luz en la oscuridad, ya que vemos una línea, y no las diversas posiciones del objeto luminoso. Además, fueron los efectos especiales creados por George Méliès los que sacaron al cine del marasmo en que se hallaba a comienzos del siglo XX; los fundidos en negro que marcan la transición del relato, los fundidos encadenados de que se vale el flashback para hacer retroceder la narración, el realce de ciertos elementos por medio de la iluminación, la cámara lenta, la película negativa, en fin, el concepto mismo de montaje, es un efecto especial. Lev Kuleshov teorizó desde 1922 sobre ello con sus célebres experimentos realizados en el “Laboratorio Experimental”, creando una mujer inexistente con tomas de muchas mujeres, y logrando con otras neutras casi idénticas del gran actor Iván Mosjoukhine, que el público viera en ellas distintos sentimientos, según las contrapusiera a una muerta, un niño sonriente o un plato de sopa.

Por otro lado, hay quienes sostienen que ya no hay genios como Fellini, Visconti, Eisenstein, Welles, Renoir, Clair, Hitchcock, Kurosawa, Buñuel, De Sica, Pudovkin, Bergman, Antonioni, Von Stroheim, Murnau o Chaplin... y no dicen más que una verdad de Pero Grullo. Lo que nos importa es por qué no hay más genios, no como ellos, sino de otra clase, o estilo.

Hace pocos meses volví a ver, de Fellini, 8½: la película no ha envejecido, y sigue siendo un espléndido ejercicio de poesía visual, muy distante del entretenimiento popular de fácil asimilación por cualquier público, como que trata de la desorientación del creador. Y sin embargo allí está, con su aura de filme señero, reventador de boleterías, orgulloso hasta la soberbia de su potencia intelectual, como testimonio de un mundo que ya no existe y de una sociedad que cambió.

Volvemos a lo que más arriba dicho se tiene: el cine ha dejado de ser el privilegiado espacio de reflexión del que la sociedad demandaba respuesta para sus ansias de entretenimiento, innovación estética, cambio político y transgresión sexual. El bombardeo audiovisual al que hoy estamos sometidos por la televisión, el cable, los videojuegos, la Internet, el VHS y el DVD, nos sacia de aquella hambre, y nos deja, más que satisfechos, ahítos y sin ganas de emprender caminos nuevos por esa vía. El cine ha sido víctima del mismo milagro tecnológico que lo alumbró. Al revés de las revoluciones, que devoran a sus hijos, en este caso el hijo digital se ha tragado a su padre analógico, luego de que éste sorteara con angustia y elegancia el primer asalto que, promediando el siglo XX, vino de la mano de la televisión.

Viktor Sklovski, estudioso de los conflictos ideológicos de las vanguardias soviéticas impugnadas por “formalistas”, culmina su estudio sobre Eisenstein (Ed. Anagrama, Barcelona, 1973), con una afirmación tan rotunda como irrecusable: Lo que nos hace es la época.

Por eso yerran quienes piensan que la declinación artística del cinematógrafo es una cuestión de hombres: porque es una cuestión de hombres en su tiempo. No fue suficiente que Edison sintetizara los descubrimientos y estudios de Roget, Muybridge, Eastman y Marey en el kinetoscopio (1891) para que el cine dejara de ser una atracción de feria, ya agotada en el mismo año de su presentación en público (1893); fue menester recuperar del pasado la Llegada de un tren a la estación de Lyon, ante un espectador plural, para que el cine se convirtiera en pasatiempo, industria y arte (l. L. y A. Lumière, 28 de diciembre de 1895). El cine nació, pues, como un fenómeno político. Para que el cine se convirtiera en rector de la cultura del siglo XX fue imprescindible que su discurso —la película— se pronunciase en las ágoras modernas —salas cinematográficas— ante el pueblo congregado de la ciudad —la polis. Sin la concurrencia de estos elementos no puede haber cine, tal como lo conocimos hasta 1980 o 1983. Sin la concurrencia ordenada de estos factores el cine no puede ser (porque no hay gente dispuesta a pagarlo) una atalaya de privilegio. Sin tal concurrencia, en fin, no puede haber búsquedas formales, porque no hay a quién dirigirse de una manera original para potenciar la lectura del mensaje. El cine de Edison fracasó porque el Mago de Menlo Park creyó que se ganaría más dinero con proyecciones individuales, y posiblemente eso era cierto en el brevísimo plazo. El formato que eligió (una cinta de película sinfín que repetía motivos) si bien aseguraba rápidas ganancias, no posibilitaba la variedad, ni la exposición innovadora de los temas. El séptimo arte, hijo de la máquina y vástago cultural tardío de la revolución industrial, ha claudicado víctima de sus propias contradicciones. Los perfeccionamientos técnicos le fueron incorporando duración, sonido, color y digitalización de las imágenes. Por otro lado, la televisión satelital, el cable y el video hogareño y la computación, que permiten llevar el cine a casa, lo condujeron a un callejón sin salida, de suerte que las películas corren el riesgo de terminar en pura animación, como en el zoótropo de Horner. La saga de El Señor de los Anillos (2001-2003) es un claro ejemplo de abuso del recurso técnico —en el caso, pintura completiva llevada a la casi perfección— desnaturalizado al convertirse en atracción per se, sobre el tratamiento del tema. Parecido tropiezo sufrió Méliès hacia 1913, y el cine salió del atolladero gracias a Griffith.

El final es predecible e inevitable, porque la vaciedad de contenidos que imponen las nuevas condiciones económicas, sociales y políticas retrotraen al cine a la “kermesse” y al kinetoscopio. ¿Qué otra cosa que una gran feria de atracciones son los llamados “multicines”? ¿Qué otra cosa que un kinetoscopio son las películas para el disfrute aislado e individual, y, consecuentemente, políticamente estéril?

Pero el cine sobrevivirá como entretenimiento, no sé cuánto, pero seguramente mucho tiempo. Sus recursos expresivos creados laboriosamente a través de casi un siglo, y refundidos con otros aportes de la cultura popular ya extintos, como la historieta, se utilizarán quizás por siempre cuando se trate de contar una historia con imágenes. Y, así como el cristiano cuando busca el dulce consuelo de María reza sin saberlo al eterno femenino, encarnado en el culto de la Triple Diosa, y del mismo modo que, ignorándolo, celebramos en el Cristo resucitado a Osiris, Apis y Tammuz, en los medios audiovisuales del futuro seguiremos adorando a los dioses muertos del cine, ya sea en pantallas inconcebibles, o en los templos derruidos de las salas oscuras.