Sala de ensayo
César VallejoCompasión, culpa y solidaridad en Los heraldos negros de César Vallejo

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En 1918 se publica en Lima el primer poemario del que se dará a conocer muy pronto como el poeta peruano más universal del siglo veinte. César Vallejo había llegado a Lima desde Trujillo a principios de ese mismo año y, animado por un grupo de amigos escritores como Abraham Valdelomar y Manuel González Prada, reúne el poeta unos 69 poemas, que fueron escritos en su mayoría entre 1917 y 1918, y los publica bajo el título de Los heraldos negros. Las emociones que recorren los versos de este poemario son un antecedente a los sentimientos que emanan de toda su poesía posterior, aunque los matices y el tono varíen entre estas primeras poesías y los poemas que contiene su segundo libro, Trilce (1922), o los poemarios últimos publicados póstumamente: España, aparta de mí este cáliz (1939) y Poemas humanos (1939). Numerosos críticos coinciden en la presencia de un sentimiento de culpabilidad en Los heraldos negros, así como también se percibe en muchos de estos poemas la latencia de un sentimiento de solidaridad que tan intenso va a ser en España, aparta de mí este cáliz. Estos sentimientos se acompañan en este poemario de una constante muestra de piedad y, precisamente, me propongo en las líneas que siguen, ahondar en la presencia de todas estas emociones y estudiar cómo se combinan estos sentimientos a lo largo de los poemas.

El poema primero que da título al poemario lleva el mismo título, “Los heraldos negros”, y se nos antoja como un blasón que simboliza muchas presencias certeras en la obra poética posterior de Vallejo; se aúnan en el poema la desesperanza, la incertidumbre constantemente remarcada por el anafórico “yo no sé”, y un sentimiento piadoso ante ese hermano “el hombre... Pobre... pobre” (13)1 que no sabe exactamente qué hacer ante las tragedias imprevistas que no comprende y que le esperan a la vuelta de cualquier esquina. Por ello nos dice Luis Monguió que el hombre “es objeto de la piedad fraterna del poeta. Éste siente lástima y ternura por el pobre ser humano sometido a estos azares que caen sobre él para castigarlo” (94). El poeta hablante no puede dejar de sentir una solidaridad piadosa hacia todos los hombres, expuestos por igual a los golpes de la vida que causan sufrimiento hasta “en el rostro más fiero y en el lomo más fuerte”.

Ante la falta de inmunidad frente a la desgracia que afecta al ser humano en abstracto sólo cabe una compasión sentida por el poeta al saberse unido fraternalmente al resto de las víctimas de este vivir desgraciado. Unido a este sentimiento de solidaridad, el sentimiento de culpa no se hace esperar: cuando el hombre se siente escogido por las malas pasadas del Destino, con mayúsculas por su poder omnipresente, no puede dejar de sentirse culpable y “vuelve los ojos locos, y todo lo vivido / se empoza, como charco de culpa, en la mirada”. El hombre se ve inmerso en una culpa universal y primordial que viene como innata y ante la que ese hombre es el castigado sin culpa alguna. Visión con remarcados tintes existencialistas la que se desprende de nuestro poema y que lleva a Monguió a pensar que “la vida, tal como la ve Vallejo en mil novecientos dieciocho, es irracional e irrazonable, que en ella alguien que ni conocemos ni nos conoce nos castiga, sin embargo, por culpas de las que realmente somos inocentes. [...] Esas culpas que inocentemente cometemos no podemos menos de cometerlas porque son el vivir mismo” (94). Ricardo Herrera afirma que esa supuesta inocencia del hombre lleva consigo el germen de la ambigüedad al encontrarnos con que los golpes de la vida no sólo son esos castigos de un dios desconocido, también son “las crepitaciones / de algún pan que en la puerta del horno se nos quema” y, nos dice Herrera, “el poema ‘El pan nuestro’ recoge esta misma imagen, la del corazón como un horno de pan, pero ya claramente teñida por la culpabilidad de un deber de amor no cumplido” (487). Ese pan que, creo entender, Herrera considera que no ha sido compartido en Los heraldos negros, y por eso el hombre es “inocente ante lo desmesurado del castigo, pero culpable en cuanto cómplice de una sociedad condenable” (487); es, al menos en este poema, un pan que no podemos compartir porque se nos ha quemado antes de compartirlo. Es decir, que los golpes de la vida dejan el sinsabor de no obtener ese pan tan esperado, pan de los hambrientos, que ya no podremos comer ni compartir. Después de lo dicho, queda confirmado que el pan es el elemento clave que simboliza la unión, el compartir fraternalmente, en el universo poético de Vallejo. Roland Forgues afirma que “con esta imagen del pan se vinculan de hecho destino individual e historia social que son los dos polos dialécticos que determinan el surgimiento, manifestación y tratamiento poético de la culpa” (49-50), y por lo tanto “el paso de lo individual a lo colectivo se hace mediante la recurrente imagen del pan” (Forgues, 45). Este crítico nos pone también el ejemplo del poema “El pan nuestro”, en el que la culpa individual se equipara con la miseria colectiva. El poeta siente tanta compasión por sí mismo y por sus semejantes que la mera oportunidad de vivir le hace sentir culpable ante la noción de estar ocupando el lugar de otro: “Todos mis huesos son ajenos; / yo tal vez los robé! / Yo vine a darme lo que acaso estuvo / asignado para otro; / y pienso que, si no hubiera nacido, otro pobre tomara este café!” (78). De ahí que el compartir solidariamente, o aun más lejos, el ir a llamar a las puertas del hermano y “hacerle pedacitos de pan fresco” es la única acción a la que puede recurrir el poeta para redimir su culpa. He aquí las dos vertientes del sentimiento de culpabilidad: por una parte, en “Los heraldos negros” percibimos un “culpable colectivo”, el ser humano, quien en realidad es inocente, y por otra parte observamos ya en el poema “El pan nuestro” una culpa individual que atormenta al poeta por sentir que está usurpando el lugar de cualquier otro, sentimiento que sólo puede exorcizar en cierta manera poniéndose al servicio de los pobres y dando “pedacitos de pan fresco a todos”. Forgues explica que en la poética vallejiana “hay una estrecha correlación entre vivir y sufrir, comer y no poder compartir, amar y sentirse culpable en un mundo que no ofrece iguales posibilidades de subsistencia para todos” (50). Por esto es que el poeta no alcanza a sentirse satisfecho de su suerte, ya que siente que no la merece y necesita compartir cualquiera de sus pertenencias con los más pobres del mundo entero, ya que según nos dice Mario Boero “parece que la noción ‘pobre’ adquiere en éstos y otros versos de Vallejo un eco particular: siente el poeta que son los oprimidos. Los que en principio él pudo observar en su tierra natal peruana, extendiendo luego esa mirada a todos los del planeta” (720). A todos estos seres desafortunados siente el poeta que debe darse él mismo, nos dice que hasta su misma vida es la que le correspondería a otro y se considera un ladrón por el simple hecho de vivir.

Por todo lo dicho podemos afirmar la presencia de un intenso sentimiento solidario hacia los más necesitados que existe en el poema, en el cual también aparece una emoción muy pocas veces expresada en Los heraldos negros. Se trata de la rebelión y la consecuente crítica ante el vivir egoísta de los más privilegiados, a los que habría que despojar de sus bienes con las manos de Cristo, este despojo es percibido por el poeta como genuinamente justo y sin necesidad de castigo alguno, pues está de acuerdo con las enseñanzas de un cristianismo genuino. El sentimiento de desasosiego espiritual del poeta en este poema es tan intenso que lleva a Monguió a afirmar que “esta tendencia a la igualdad en la pena, este complejo de culpa por la miseria de los demás, están expresados en Los heraldos negros como algo personal, individualizado, que conduce a un personal sentido de frustración permanente y de dolor constante” (111). Debemos esperar algunos años más para que el sentimiento de frustración que se vislumbra en muchos de los poemas de Los heraldos negros vaya cediendo paso a la conciencia clara de que la organización y unión colectiva podrían ser las únicas opciones de lucha eficaz.

El concepto de culpa y la actitud de entrega como expiación aparecen también de forma contundente en el poema “Ágape”. El hablante del poema se extraña de que no haya presenciado ninguna desgracia en ese día; ha pasado un día en el que, misteriosamente, “no ha venido nadie a preguntar / ni me han pedido en esta tarde nada” (74) ante lo cual el poeta reacciona pidiéndole perdón al Señor por no haber sufrido. Observamos un sentimiento intenso de culpa encerrado en el “qué poco he muerto”, el hablante se culpabiliza de no haber escuchado las miserias ajenas por un solo día, de no saberse necesitado. Pareciera que estuviera el poeta tan acostumbrado a la desdicha que fuera ésta la única vía de unión con los demás, la unión en la desgracia, en palabras de Monguió, “le parece al poeta que algo ajeno se le queda en las manos por no haber sufrido ese día tanto como los otros desventurados, le parece que les ha robado su gajo de dicha” (111). Como reacción a toda esta desesperación no es de extrañar que el poeta salga de sí mismo, salga a la puerta de su casa y en un abrirse el corazón fraternalmente le den “ganas de gritar a todos: ¡Si echan de menos algo, aquí se queda!”.

Todo lo dicho nos lleva a hablar de la progresión evolutiva del concepto de culpa en la poética de Vallejo, en Los heraldos negros observamos los primeros atisbos de la actitud posterior del poeta que percibe la solidaridad humana como una solución a la miseria terrena. Sin embargo, la pena y la piedad que esa miseria producen en el poeta son todavía muy angustiosas e individuales, en este primer poemario, como para permitir una conciencia clara del quehacer colectivo que se propone en algunas de las poesías en España, aparta de mí este cáliz. Por otra parte, es interesante observar que la compasión vallejiana por los otros no se limita al género humano; en el poema titulado “La araña” el poeta, al observar el cuerpo impotente de una araña que no puede moverse, nos expresa su emoción: “...Y, al verla / atónita en tal trance, / hoy me ha dado qué pena esa viajera” (37). La impotencia del animal para poder sobrevivir es lo que causa un sentimiento de ternura y pena en el poeta, quien nos expresa así la “pena vital” que envuelve a todo ser viviente: “Hay ficus que meditan, melenudos / trovadores incaicos en derrota” y “Como viejos curacas van los bueyes / camino de Trujillo, meditando...” nos dice en “Nostalgias imperiales” (54). También las cosas inanimadas, como las piedras, son objeto de lástima por parte del poeta. En este caso, el hombre es asimismo culpable de maltratar a estos objetos indefensos: “Las piedras no ofenden; nada / codician. Tan sólo piden / amor, aun a la Nada. [...] / Mas, no falta quien a alguna por puro gusto golpee” (90). Se trata de una melancolía que envuelve como un halo a toda la creación y que se relaciona con el paso inexorable del tiempo y los estragos que esto ha causado en todo aquello que el poeta ha conocido. Este ineludible pasar de las horas que afecta a todo lo viviente, lo animado y también lo inanimado, es otra de las causas que provocan la piedad del poeta. En “Hojas de ébano” (58) nos dice el apesadumbrado hablante que “Están todas las puertas muy ancianas, / y se hastía en su habano carcomido / una insomne piedad de mil ojeras. / Yo las dejé lozanas; / y hoy ya las telarañas han zurcido / hasta en el corazón de sus maderas, / coágulos de sombra oliendo a olvido”. Observamos, en los bellos versos anteriores, la lástima que siente el poeta por el inexorable deterioro que el paso del tiempo produce en las personas y las cosas de aquel pueblo peruano. Este pasar fugaz y la decadencia vital que lleva consigo envuelven también a los objetos inanimados produciendo una sensación negativa de fatalidad, como observamos en algunos versos de “Encaje de fiebre”: “Una mosca llorona en los muebles cansados / yo no sé qué leyenda fatal quiere verter” (108). Unos versos más abajo, el hablante recuerda la imagen vívida de sus padres y notamos el sentimiento de pena que la separación inevitable le produce: “En un sillón antiguo sentado está mi padre. / Como una Dolorosa, entra y sale mi madre. / Y al verlos siento un algo que no quiere partir” (108).

Observamos en “Idilio muerto” el mismo sentimiento de piedad y pena ante un pasado que no volverá, el hablante recuerda con nostalgia a una de sus compañeras y compara los gratos momentos que vivió junto a ella frente a su presente carente de ilusión: “Dónde estarán sus manos que en actitud contrita / planchaban en las tardes blancuras por venir, / ahora, en esta lluvia que me quita / las ganas de vivir” (72).

El sentimiento de lástima por el paso del tiempo se entremezcla con la nostalgia hacia el pasado colectivo de su raza incaica. El olvido y también el recuerdo del pasado perdido para siempre se aúnan en la mente del poeta hablante cuando se encuentra con la anciana aldeana que lo espera en un pueblo perdido. La mujer se nos describe como “trémula y triste” mientras lo está mirando llegar. Después el poeta recordará a la anciana con ternura lastimera: “Con no sé qué memoria secretea / mi corazón ansioso. / ¿Señora? Sí, señor; murió en la aldea; / aún la veo envueltita en su rebozo...” (“Hojas de ébano”, 58). Es también una alusión a los recuerdos de una raza otrora invencible y ahora estragada por la victoria del olvido.

No podemos dejar de notar la rebelión y protesta implícitas en este poemario con respecto a la situación del pueblo indígena: el poeta siente una compasión lógica hacia su gente por las condiciones míseras de sus vidas.

La caracterización del indio que observamos en algunos poemas lo define como un ser abrumadoramente triste al verse abocado a una miserable existencia. En “Terceto autóctono” se nos describe una fiesta religiosa celebrada en un pueblo serrano y alude al significado que el acontecimiento tiene para las vidas de esos individuos: “Echa una cana al aire el indio triste. / [...] La pastora de lana y llanque viste, / con pliegues de candor en su atavío; / y en su humildad de lana heroica y triste, / copo es su blanco corazón bravío” (62). La fiesta del apóstol, quien se ha convertido en “el moderno dios-sol para el labriego”, representa un motivo de alegría en las oscuras vidas de los indios peruanos. La vida de los “modernos” indígenas, descendientes incaicos, se nos presenta bajo un halo de intensa nostalgia por el pasado glorioso de su raza. El presente del pueblo indio se percibe en estos poemas como inmerso en una constante aura de tristeza que volvemos a encontrar en “Aldeana”. En este poema se nos presenta la imagen de melancolía y desamparo que rodea una aldea serrana donde, el indio, como protagonista humano de la escena, aparece una vez más caracterizado por el desamparo: “Lánguido se desgarra / en la vetusta aldea / el dulce yaraví de una guitarra, / en cuya eternidad de hondo quebranto / la triste voz de un indio dondonea, / como un viejo esquilón de camposanto” (70).

Ahora bien, este sentimiento de desdicha ante el presente del indio peruano muy pronto desemboca en un estado de tristeza universal ante la desamparada existencia del ser humano. En su poema “Oración del camino” nos habla de la vida y del vivir con claras alusiones al sufrimiento y la agonía del hombre: “El valle es de oro amargo; / y el viaje es triste, es largo. / [...] y el trago es largo... largo...” (66). La piedad ante lo miserable de la vida produce una solidaridad en el dolor, el poeta se siente uno más entre sus compañeros de viaje como un ser sufriente. De este modo, también el hablante se compadece de sí mismo como poeta y como hombre: “Fosforece un mohín de sueños crueles. / Y el ciego que murió lleno de voces / de nieve. Y madrugar, poeta, nómada, / al crudísimo día de ser hombre” (“Desnudo en barro”, 81).

Ante tanta desolación, el poeta no puede dejar de buscar culpables. La miseria humana y el interminable sufrimiento en la tierra son continua fuente de rebelión en estos versos. Un sentimiento de amarga protesta subyace como corriente subterránea que provoca la expresión poética. El poeta arremete contra sí mismo, contra los otros, contra las mujeres y contra Dios en un intento de explicar, de justificar las causas de tanto dolor.

Hemos hablado hasta ahora de una culpa que podríamos llamar inocente, en el sentido de que es una culpa innata que viene con el mismo nacimiento del hombre y ante la que no queda más que solidarizarse con toda la humanidad como hace el hablante en algunos momentos, o llegar a la frustración y el hastío de vivir que encontramos en muchos otros versos en este primer poemario.

Otro tipo de culpabilidad presente en algunos de los poemas en Los heraldos negros es el remordimiento individual que se relaciona con las acciones pasadas del poeta hablante. En las poesías de asunto amoroso/erótico es donde vemos con más claridad este tipo de culpa. En “Heces” el hablante muestra su arrepentimiento y nostalgia en una tarde lluviosa y, embargado por sus recuerdos bajo la lluvia limeña, desahoga su alma: “Y yo recuerdo / las cavernas crueles de mi ingratitud; / mi bloque de hielo sobre su amapola” (46), la culpa y la nostalgia se entremezclan sutilmente y ésta sí es una recriminación cuya responsabilidad es plenamente aceptada. El poeta amante se comportó ingratamente con su amada y sus pensamientos del ahora vuelven de manera compulsiva al recuerdo de ella que llega a contagiar a todas las mujeres que pasan por la vida del hablante poético: “Y otras pasan; y viéndome tan triste, / toman un poquito de ti / en la abrupta arruga de mi hondo dolor”.

En otro de los poemas, “Capitulación”, también sentimos una culpa implícita en las palabras de compasión y ternura con que el poeta recuerda a la mujer amante: “Pobre trigueña aquella; pobres sus armas; pobres / [...] se quedó pensativa y ojerosa y granate. / Yo me partí de aurora. Y desde aquel combate, / de noche entran dos sierpes esclavas a mi vida” (82). El autor siente lástima y ternura ante la desolación en que deja a la mujer, pues la pasión de ella no se ve correspondida por la del poeta más allá del mero encuentro sexual y “los marfiles histéricos de su beso me hallaron / muerto; y en un suspiro de amor los enjaulé”. Estos versos nos muestran una aflicción por parte del yo poético quien rememora su despedida un amanecer. Sin embargo, el recuerdo de la amante, cuyos atributos no bastaron para retener al hombre, persistirá para siempre en la vida de éste último. La culpa implícita del poeta está entrelazada con un sentimiento de piedad, casi fraternal, hacia la mujer “espiga extraña, dócil” cuyo único pecado fue haberlo amado.

Podemos confirmar a estas alturas que es en los poemas de tema amoroso donde se percibe una culpa neta plenamente asumida por el amante, ahora bien, lo anterior no significa que la mujer no sea la parte condenada en otros poemas. El tormento de la culpa amorosa y el desencuentro de los amantes están claramente recogidos en “Para el alma imposible de mi amada”. El hablante increpa a la mujer por el desengaño que él mismo sufre al contraponer la realidad del amor ofrecida por ella con la visión idealizada que el hombre tenía del amor antes del encuentro: “Amada: no has querido plasmarte jamás / como lo ha pensado mi divino amor. / Quédate en la hostia, ciega e impalpable, / como existe Dios” (88), para acabar auto inculpándose por la desilusión sufrida: “Y si no has querido plasmarte jamás / en mi metafísica emoción de amor, / deja que me azote, / como un pecador”. Esta actitud de desilusión ante el amor terreno contrapuesto a una idea platónica del amor va a ser recurrente en el hablante poético de la poesía vallejiana.

La mujer como culpable del dolor causado en el amante es un elemento clave en el poema “Ausente”, el mismo título es revelador, pues lo que a fin de cuentas se reprocha a la mujer es su ausencia, ella no estaba presente para apreciar y corresponder el amor del hombre, de ahí que el poeta-amante sólo espere el remordimiento de ella cuando él haya muerto: “La mañana en que a la playa / del mar de sombra y del callado imperio, / como un pájaro lúgubre me vaya, / será el blanco panteón tu cautiverio. // Se habrá hecho de noche en tus miradas; / y sufrirás, y tomarás entonces / penitentes blancuras laceradas” (32). En otros poemas se alude en términos más tiernos al sufrimiento que la actitud de la mujer causa en el amante: “En Lima... En Lima está lloviendo / el agua sucia de un dolor / qué mortífero. Está lloviendo / de la gotera de tu amor. // No te hagas la que está durmiendo, / recuerda de tu trovador; / que yo ya comprendo... comprendo / la humana ecuación de tu amor” (“Lluvia”, 100). Parece como si el hablante se hubiera resignado a un amor que sólo le produce dolor pero no puede dejar de presentarse lastimeramente como la víctima de un desamor que le atrae fatalmente: “Mas, cae, cae el aguacero / al ataúd de mi sendero, / donde me ahueso para ti...” (100). La idea del amor erótico y la mujer como atracciones fatales que sólo pueden llevar a la muerte se nos vuelve a presentar en “Desnudo en barro”, donde se compara la tumba con el sexo femenino: “Amor! Y tú también. Pedradas negras / se engendran en tu máscara y la rompen. / ¡La tumba es todavía / un sexo de mujer que atrae al hombre!” (81).

De todo ello se desprende que el mismo sentimiento amoroso se conciba como un pecado que sólo produce dolor en el hombre, el amor puro se transforma en una tentación satánica que tiraniza al hombre como se percibe en “Amor prohibido”: “¡Amor, en el mundo tú eres un pecado! / ¡Mi beso es la punta chispeante del cuerno / del diablo; mi beso que es credo sagrado! // ¿Algún penitente silencio siniestro? / ¿Tú acaso lo escuchas? / ¡Inocente flor! / ¡...Y saber que donde no hay un Padrenuestro, / el Amor es un Cristo pecador!” (84).

De todo esto se deduce que la posibilidad de un encuentro pleno y enriquecedor entre los amantes es imposible y ambos, hombre y mujer, son percibidos a la vez como víctimas y culpables en una relación sin final feliz: “Aquella noche de setiembre, fuiste / tan buena para mí... ¡hasta dolerme! / Yo no sé lo demás; y para eso, / no debiste ser buena, no debiste. // Aquella noche sollozaste al verme / hermético y tirano, enfermo y triste. / Yo no sé lo demás... y para eso, / yo no sé porqué fui triste... ¡tan triste...!” (“Setiembre”, 45).

La decepción ante la misma idea del amor sólo nos puede llevar a la solución expresada en “El tálamo eterno”, donde la muerte es imaginada como el final esperado de tanta discordia: “...Dulce es la tumba / donde todos al fin se compenetran / en un mismo fragor; / dulce es la sombra, donde todos se unen / en una cita universal de amor” (89).

Todo lo anterior lleva a Monguió a resumir que “en Los heraldos negros y en Trilce el dolor de vivir, la miseria de vivir, la piedad por el dolor de sus hermanos en desdicha, fueron motivaciones fundamentales de una poesía de desesperación y pesimismo” (160). El poeta termina intuyendo que la muerte puede ser un reposo ante tanta desolación y clama por que llegue el final de un sufrimiento personal que se universaliza: “Y cuándo nos veremos con los demás, al borde / de una mañana eterna, desayunados todos. / Hasta cuándo este valle de lágrimas, a donde / yo nunca dije que me trajeran. / De codos / todo bañado en llanto, repito cabizbajo / y vencido: hasta cuándo la cena durará” (“La cena miserable”, 86).

La muerte es, en efecto, la única salida cuando el mismo Dios se percibe como el gran culpable de la miseria humana. Las alusiones y recriminaciones a un Dios que se ha alejado del hombre y permite cualquier injusticia son numerosas en Los heraldos negros. En “La de a mil” se nos presenta la imagen de un Dios burlón que juega con las vidas de los hombres como si fuera un suertero: “El suertero que grita ‘La de a mil’ / contiene no sé qué fondo de Dios. // [...] Yo le miro al andrajo. Y él pudiera / darnos el corazón; / pero la suerte aquella que en sus manos / aporta, pregonando en alta voz, / como un pájaro cruel, irá a parar / adonde no lo sabe ni lo quiere / este bohemio dios” (77). En todos estos poemas se nos presenta la imagen de un Dios indiferente hacia el desconcierto trágico del hombre, quien observa aterrorizado cómo la compasión de este Dios ha desaparecido, si es que alguna vez existió. Algunos críticos han señalado la presencia de un ateísmo importante en este primer poemario, pero sólo debemos remitirnos a las abundantes alusiones a un Dios culpable para probar que no es la existencia de Dios lo que se cuestiona sino su proceder. Otra cuestión es que de la perversidad y desinterés de ese Dios hacia los sufrimientos humanos se infiera en la obra más tardía de Vallejo que el hombre puede prescindir de la misma creencia en ese Dios. A estas alturas todavía la presencia de Dios es constante aunque se nos presenta paralela a la continua recriminación al mismo por parte del poeta. En repetidas ocasiones se dirige el hablante a Dios, preguntándole, cuestionándose sobre los límites de su poder. “Mas, ¿no puedes, Señor, contra la muerte, / contra el límite, contra lo que acaba?” (“Absoluta”, 80). También en la trágica queja que leemos en los versos de “Desnudo en barro” se sospecha la inculpación de un Dios que permite una existencia tan mísera: “¡Quién tira tanto el hilo: quién descuelga / sin piedad nuestros nervios, / cordeles ya gastados, a la tumba” (81).

Tiránica y titánica es la culpa que el hablante poeta carga sobre sus espaldas en estos primeros poemarios del chileno. La vida que se desprende de estos versos se nos antoja como un valle de amargura que el poeta debe sufrir, compadeciendo a sus hermanos y hermanas que lo acompañan en esta congoja. De ahí que la solidaridad del hablante con esos compañeros de penas se perciba como el único resquicio de dignidad humana ante tanta desolación. Habremos de esperar a la producción más tardía de Vallejo para que este sentimiento de solidaridad desemboque en un impulso a la lucha activa plasmado claramente en los poemas que se refieren a la guerra civil española de España, aparta de mí este cáliz. Basten por ahora los sentidos versos analizados que expresan por sí mismos toda una filosofía de la vida, caracterizada por una trágica desesperación ante tanto infortunio inevitable.

 

Nota

  1. La cifra entre paréntesis, después de la primera cita del poema que nos ocupe, corresponde a la numeración de página de César Vallejo. Obra poética, edición al cuidado de Américo Ferrari, Allca, Madrid, 1988.

 

Obras citadas

  • Boero, Mario: “La solidaridad y los pobres”. Cuadernos Hispanoamericanos. 1988, 456-457, 717-730.
  • Forgues, Roland. Vallejo. Dar forma a su destino. Lima: Editorial Minerva, 1999.
  • Herrera, Ricardo: “El culpable”. Cuadernos Hispanoamericanos, 1988. 454-55, 487-96.
  • Monguió, Luis. César Vallejo, vida y obra. Lima: Editorial Perú Nuevo, 1952.
  • Vallejo, César. Obra poética. Ed. Américo Ferrari. Nanterre, Francia: ALLCA XX, 1988.