Entrevistas
Los cuatro veintes de Triunfo Arciniegas
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El escritor colombiano Triunfo Arciniegas cumplió en 2008 veinte años de trabajo literario. Ha escrito más de veinte obras narrativas para niños y creado más de veinte personajes inolvidables de la literatura infantil colombiana, que, para terminar el juego verbal, gira alrededor de unos veinte nombres. Arciniegas es uno de los nombres en que hay que detenerse. Libros como Las batallas de Rosalino, Los casibandidos que casi se roban el sol, Caperucita roja y otras historias perversas o El árbol triste, lo han convertido en un clásico vivo de la literatura para niños y jóvenes en América Latina. Obras cada vez más sólidas como La hija del vampiro, Yo, Claudia y Bocaflor presentan un escritor que se plantea nuevas exigencias estéticas y la búsqueda de una configuración literaria cada vez más depurada.

 

El autor

—¿Cómo fue la niñez de Triunfo Arciniegas en Málaga y Pamplona?

—Desgraciada. Podríamos dejar la respuesta en esta única palabra si se tratara de respuestas rápidas. Pero voy a matizar el asunto. No quiero ahondar en las desdichas que vienen con el alcohol y la miseria. Cumplí con el consejo que Hemingway daba a los escritores: una infancia desgraciada. Debo precisar, en primer lugar, que mi niñez es y seguirá siendo Málaga. La niñez es eterna, un pozo inagotable. Ya era un lector entonces, ya era un solitario y atrapaba pájaros con cauchera y sombrero. Mi niñez terminó precisamente cuando papá decidió que nos fuéramos a vivir a Pamplona. Dejé en Málaga el primer gran amor de mi vida, mi abuela Emperatriz. Qué arrogancia, ¿verdad? Soy Triunfo, nieto de Emperatriz. Ni ella ni yo decidimos nuestros nombres. Ella vivía de lavar ropa ajena, y yo apenas soy un pobre bebedor de relámpagos. Mantuvimos una relación afectuosa, poética y comercial. Durante la semana memorizaba coplas. Se las declamaba el domingo y ella me enviaba a entregar un traje recién lavado y planchado y con el peso que recibía del dueño del traje entraba al cine. Poesía con poesía se paga. Pero entonces mi papá, con ese corazón de gitano, decidió una vez más que nos íbamos de Málaga. Ya habíamos vivido en Sogamoso, Belencito y Ragonvalia. Me fui a Pamplona por un sendero de lágrimas y comencé a escribirle a mi abuela largas cartas, con ilustraciones, y sin respuesta, por supuesto. Una tía se encargaba de la lectura. Cuando se me agotaba el tema, inventaba. De ahí vengo, de las cartas a mi abuela. Pamplona era entonces una ciudad más fría que ahora y el viento nos mordía las orejas. Nos asomábamos a la puerta con cobijas. Para colmo, llegamos a vivir en la parte alta, detrás del cementerio. Una vez vimos enterrar a un pobre sin cajón, en la tierra cruda. Como había llovido, al caer en el hueco, el cuerpo salpicó a los presentes. Cómo sería de miserable la vida que nos entreteníamos con los entierros. En esa atmósfera desolada, ante las montañas peladas y sin un solo amigo, me refugié en la lectura de los libros y pronto empecé a escribirlos. En los primeros años todavía atrapaba golondrinas.

—¿Qué leía de niño, Triunfo?

—Leí, en la Biblioteca Municipal, El tesoro de la juventud, una enciclopedia que nunca he vuelto a ver, y los libros que la bibliotecaria seleccionaba para mí. Había un mueble en un rincón, con vidrio y chapa, que la bibliotecaria abría con una pequeña llave de oro que colgaba de su cuello, para los usuarios especiales, ciertos caballeros que provocaban mi envidia. Años después, en una visita a Málaga, me acerqué al famoso mueble y vi un libro que me interesaba. Se lo solicité a la bibliotecaria, la misma viejecita de todos los años, y sólo cuando me senté a leerlo me di cuenta de que estaba cumpliendo uno de los sueños de mi vida.

—¿Fueron sus padres o hubo algún profesor o profesora que lo estimulara a leer y escribir literatura?

—Soy hijo de herrero, y en casa de herrero escritor de palo. No hay antecedentes literarios en mi familia. Mis abuelos no conocieron la escritura y mis padres no terminaron la educación primaria. Fui el primero de la familia que asistió a la universidad. En Pamplona y luego en Bogotá. Contra viento y marea. Tengo una maestría en literatura de la Pontificia Universidad Javeriana. Es uno de mis mayores orgullos. Y entiendo que allá también están orgullosos de que sea uno de sus egresados.

—¿Sus profesores entonces?

—En la Escuela Normal tuve dos profesores muy distintos, contradictorios y complementarios, que me marcaron para siempre: Elio Buitrago y Gabriel Suárez. Elio era milimétrico, ordenado, pedagógico hasta la saciedad. Y Gabriel, desordenado, caótico, maravilloso. Siempre llevaba un libro en el bolsillo de la chaqueta. De pronto, como por arte de magia, lo abría y nos leía un párrafo. Una vez leyó: “Hoy ha muerto mamá...”. Alguna vez, frente al tablero y con la tiza en el aire, se volteó hacia nosotros para preguntar si Ernest se escribía con o sin h. Se refería, por supuesto, a Ernest Hemingway. Ese día, en ese instante, comenzó una de las pasiones de mi vida. Con el profe Gabriel supe de otros grandes autores que todavía me acompañan: Kafka, Moravia, Neruda, Camus, Flaubert. El profe Gabriel elaboró el pedido para la biblioteca de la Escuela Normal y de ese banquete bebí durante años. Los libros venían de Argentina y eran publicados por Losada. En los mercados de pulgas y en las librerías de viejo los sigo buscando como perro hambriento. Tengo cuatro cotos de caza que recomiendo: el mercado de pulgas y la carrera Séptima en el centro de Bogotá, la calle Donceles de Ciudad de México, la calle Corrientes de Buenos Aires y debajo de un puente en Caracas, donde se cruzan las avenidas Fuerzas Armadas y Urdaneta.

—¿Cómo fueron aquellos años en la Universidad Javeriana?

—Yo era el único alumno a quien los vigilantes le pedían documentos. Supongo que me confundían con un ratero. Con esa pinta de pobre, con esos zapatos rotos, y como todo lo del pobre es robado. Pasar por la Javeriana vale la pena tan sólo por ver a las muchachas. Me quedaba horas contemplándolas. Tuve la suerte de encontrar profesores maravillosos: Fernando Charry Lara, Otto Ricardo, Marino Troncoso, Cristo Figueroa, Luz Mery Giraldo, Fabio Jurado, Monserrat Ordóñez, Eduardo Jaramillo, entre otros. Los lunes, de seis a ocho, Charry Lara nos daba una clase sobre Pablo Neruda en un salón de un segundo piso con ventanales sobre la Séptima. Qué delicia, qué absoluta delicia. Oía al poeta mientras caía la tarde, y luego caminaba, como entre sueños, hasta mi casa en La Candelaria. Disfruté de La Javeriana pero no fui muy buen alumno. Me interesaba mucho más la experiencia de vivir en Bogotá. A veces iba a la Javeriana a buscar una muchacha que me acompañara al cine. Puedo decirlo ahora que ya no está entre nosotros uno de mis ángeles de la guarda, el padre Marino Troncoso, que inventó para mí la beca Fumio Ito.

—¿Cuándo comenzó el amor por el teatro?

—No voy al teatro. Prefiero el cine, el arte de nuestro tiempo. Pero sí leo teatro: Sófocles, Beckett, García Lorca. Por supuesto, Shakespeare, a quien considero el más grande, por encima de Cervantes, Proust, Borges y el mismo Dostoievski. La muerte de un viajante y Un tranvía llamado Deseo son, para mí, obras maestras. Y en el terreno nacional, La agonía del difunto, de Esteban Navajas. Empecé a hacer teatro por razones de trabajo. En Pamplona, durante unos diez años, tuvimos un festival. Mi trabajo consistía en visitar una escuela un día a la semana, durante unos tres meses, con el propósito de inventar y montar una obra de teatro que debía estrenarse en el festival. Es decir, que trabajaba de manera simultánea en tres o cuatro obras.

—¿Y de sus lecturas? ¿Los libros de su biblioteca que relee cuáles son? ¿Qué libro lleva a todas partes?

—Tengo una casa de cinco habitaciones repleta de libros. La mayoría de esos libros van a quedarse sin leer. Con buen ritmo, con disciplina, uno se lee ciento veinte libros al año, pero el ritmo de adquisición es mayor. Cada treinta segundos entra un nuevo libro a una librería española. Nadie, absolutamente nadie es capaz de mantenerse al día. Para leer a Victor Hugo completo, según cuentas de Vargas Llosa, se requieren diez años sin hacer otra cosa. Y apenas hablamos de primeras lecturas. He leído cinco o seis veces Cien años de soledad, siete o nueve veces El coronel no tiene quien le escriba, siete veces Madame Bovary, tres veces Rosario Tijeras, no sé cuántas Pedro Páramo. De otros, como los cuentos de Hemingway y Rubem Fonseca, Cortázar y Rulfo, Borges, Chejov y Carver, Capote y Bukowski, no llevo cuentas. Durante años viajé con mi primer libro, un libro de oraciones que me regaló mi abuela Candelaria cuando aún no sabía leer, pero se maltrató más de la cuenta y decidí guardarlo en la caja de los tesoros. Nunca viajo sin un libro, no sólo para salvar las horas muertas sino por asuntos de buena suerte. Para mi último viaje, por Caracas, Buenos Aires y Montevideo, escogí Sauce ciego, mujer dormida, de Haruki Murakami. Lo primero que hago al llegar a una ciudad es esculcar sus librerías. A menudo vuelvo a casa sin haber terminado el libro con el que salí: me entretienen otros tesoros. La novedad, como con las mujeres, me resulta irresistible. Compré veinte títulos en Caracas, casi setenta en Buenos Aires y cinco en Montevideo. Los veinte los dejé en casa de un amigo, los setenta los despaché por correo y los cinco los acomodé en el equipaje. Para hablar con exactitud, volviendo al tema del libro como talismán, de Pamplona a Caracas fui con Sauce ciego, mujer dormida, que cambié por Los detectives salvajes de Caracas a Buenos Aires, y de Buenos Aires a Montevideo ya estaba con una biografía de Neruda. Para el regreso, escogí la obra completa de Idea Vilariño. Es evidente: soy un lector infiel. ¿Por qué nos concedieron tantos libros y una vida tan corta?

—¿Por qué escribe?

—Escribir es una absoluta delicia, una manera de vivir, no tan relajada como la pintura ni tan emocionante como la fotografía. La sintaxis es un placer mayor. La gente me pregunta de dónde saco tantas historias, pero es un detalle apenas, un punto de partida. Aunque la historia ya respira en el primer borrador, la vida se me va en las versiones. Soy un escritor de más versiones que ediciones, como dijo un amigo. La vida se me va amasando en el lenguaje, peleando con las comas y la arquitectura del párrafo. La literatura me ha permitido la existencia, qué más se puede pedir. Cortázar decía que si no hubiese escrito Rayuela se hubiera arrojado al Sena. Todavía no he escrito mi Rayuela, pero tampoco tengo el Sena a la mano. Tendría que arrojarme a las miserables aguas del Pamplonita, donde creo que mi muerte no sería por ahogamiento sino por infección.

—Lo hemos visto interesado en la fotografía. ¿Qué está haciendo?

—Soy fotógrafo desde niño. Pero ahora lo hago de una manera más profesional. Creo que voy a terminar publicando libros de fotografías. Ya empecé a hacer exposiciones: Cúcuta, El Naranjo, Chíchira, Pamplona. “Después desde cualquier lugar del mundo”. Hice un trabajo en las montañas de Pamplona, Entre la magia y el silencio, con los niños que hacen teatro conmigo. He fotografiado escritores y viejos en una y otra ciudad. Me interesa el retrato, la geografía del rostro, la escritura del tiempo sobre el rostro. En México, hace dos años, para una edición de lujo de un libro de Daniel Goldin, me encargaron fotografiar lectores en distintas ciudades, y Alfaguara me compró una foto de Yolanda Reyes. La revista mexicana Fractal, 45/46, seleccionó 17 fotografías mías.

—Veinte años de trabajo lo han llevado a la madurez creativa, que no es otra cosa que un compromiso con la tradición literaria y la palabra viva. ¿Qué sigue? ¿En qué proyectos trabaja?

—Lo dije en público hace como veinte años: quiero escribir para niños de cuatro años. Hasta ahora lo estoy logrando. Cada vez escribo libros con menos palabras. Incluso tengo tres títulos inéditos sin una sola palabra. No sé si eso es posible: un escritor sin palabras. Es decir, libros de imágenes. Porque la ilustración es otra de mis pasiones. Las batallas de Rosalino, publicado por Alfaguara, va con ilustraciones mías. Reconozco que hay una falla grande con este libro: parece ilustrado por tres o cuatro personas, pues es un trabajo de aprendizaje de muchos años. Ya lo remedié en otro libro, Roberto está loco, donde me atreví con el color. Hice las acuarelas, las fotografié con cámara digital y las trabajé luego en el computador. Tuve que hacer el trabajo tres veces e incluso sacrifiqué unas vacaciones en México: en vez de vagabundear por Acapulco, Cuernavaca y Veracruz, me encerré en un apartamento de Coyoacán a trabajar como loco. Y hay otro libro que está por salir, María Pepitas, donde experimenté con acuarela y tinta y no recurrí al computador. Me pasé al acrílico en otro libro que acabé hace poco. Espero que cada vez pueda hacerlo mejor. A los noventa años seré un asombroso ilustrador. Quiero decir, será un asombro que pueda ilustrar a los noventa.

 

“Las batallas de Rosalino”, de Triunfo ArciniegasLa obra

—Quisiera que nos detallara cuándo y cómo fue el momento en que de su máquina de escribir salió una página de literatura para niños que usted sintió perfecta y lista para imprimirse.

—No una página perfecta ni lista para imprimirse sino la primera historia para niños que me funcionó. La fecha: 16 de marzo de 1986. El lugar: una sala de lectura que la Biblioteca Luis Ángel Arango tenía sobre la carrera Cuarta. Vivía con mal de amores y zapatos rotos en ese entonces. Esa tarde de marzo me pregunté cuál sería el más desgraciado de los amores y pensé en un gusano enamorado de una golondrina. Un gusano tímido, enredado y algo poeta, y una golondrina altiva que vive de fiesta en fiesta. De ahí sólo puede surgir una desgracia. Escribí de un tiro “La bella y el gusano”, que hace parte de mi primer libro para niños, La silla que perdió una pata. En el fondo, en cuestiones de amores, los amantes somos gusanos que transformamos a las amadas en golondrinas.

—¿Cómo es el proceso de la escritura?

—Escribo la primera versión a mano y luego digito e imprimo. Leo tres veces cada impresión antes de limpiar de nuevo en pantalla. Imprimo, leo, imprimo. La historia suele mantenerse desde el principio, pero es como un esqueleto que voy llenando de carne hasta que merece ingresar a un libro. Luego, trabajando el libro como una totalidad, continúo con el proceso: imprimir, leer con estilógrafo en mano, limpiar, imprimir... Es raro que una historia salga limpia desde un principio.

—Las batallas de Rosalino (1989) está en el grupo de obras que dan inicio a la moderna literatura infantil y juvenil en Colombia. ¿Cómo fue la génesis de este libro?

—Hice veintidós versiones de ese libro durante doce o catorce años. La primera versión la escribí en más o menos treinta horas en un barrio del sur de Bogotá, en 1988. Presenté al Premio Enka la tercera versión y seguí trabajando como si nada. Cuando me anunciaron el premio ya tenía otra versión y, como estuve al cuidado de la edición, publiqué la quinta o sexta. Alfaguara publicó en 2002 la edición definitiva. Aunque no parece, Las batallas de Rosalino es cosecha bogotana. Vivía en Meissen, en un restaurante. Los dueños habían viajado al Tolima y quedé como el hombre de la casa. Cierta noche la hija y la sobrina de los dueños subieron a despertarme a mi cuarto porque habían oído ruidos y los perros estaban ladrando con desesperación. Tomé una escoba y, seguido por las muchachas, revisé toda la casa, diciéndome en voz baja: “Que no haya nadie, que no haya nadie”. No había nadie y puedo contar el cuento. Para pasar el susto, amanecimos conversando en la sala. Cuando llegaron las mujeres que atendían la cocina, se sorprendieron al vernos en plena visita. Las doncellas se fueron a dormir y yo subí a mi cuarto y empecé a escribir Las batallas de Rosalino. El año anterior, en Pamplona, había fallado: un par de páginas se fueron a la basura. La idea de la novela surgió de los bigotes de un profesor de Pamplona y se concretó el día que supe su nombre: Rosalino Pacheco. En la versión de Enka su apellido es Mendoza, pero en la definitiva recuperó el propio. Volviendo al cuento, para terminar de pasar el susto, trabajé todo el día, la noche entera y parte de la mañana siguiente. Luego, una de las doncellas me dijo que había dormido muy tranquila oyendo el rumor de mi máquina de escribir, sin saber que mi cuerpo estaba ahí, tecleando, pero mi espíritu vagaba por otros territorios. Los ladrones hubieran podido leer la historia por encima de mi hombro y no me hubiera dado cuenta.

—El humor ha estado presente en gran parte de sus obras. De La silla que perdió una pata y otras historias (1988), pasando por La muchacha de Transilvania y otras historias de amor (1993) a Roberto está loco (2005), ese humor ha evolucionado. Hay pasos superados desde el humor surrealista en Los casibandidos que casi se roban el sol (1991) a la parodia de los cuentos clásicos en Caperucita roja y otras historias perversas (1993).

—Soy un payaso como profesor y en la vida cotidiana, en el círculo más íntimo. El humor nunca ha sido el propósito de mi escritura. Es más, siempre he querido escribir una historia de terror, pero el humor se atraviesa. Mi humor es puro veneno. El humor (no la vulgaridad de cantina) es un ejercicio de la inteligencia. Permite decir ciertas cosas, abrir las ventanas que el pudor mantiene cerradas. En Cabrera Infante los juegos de palabras fluyen como el agua. Lo mismo pasa con los disparates de Cervantes.

“El árbol triste”, de Triunfo Arciniegas—El árbol triste, publicado por Ediciones SM México, indica un punto de giro en la obra de Arciniegas. Ya no hay humor sino una reflexión realista durísima sobre la guerra, y en especial sobre la guerra en Colombia. Hablemos de este libro.

—Estoy enfrentando otros temas. Quiero escribir sobre el dolor, la vejez, la soledad, la muerte. Asuntos fundamentales, verdades ineludibles, preguntas eternas. Todo esto también es la vida. No creo que debamos mantener a nuestros niños en un corralito de piedra, con una literatura rosa, falsa y mentirosa. De todos modos, ellos no son para nada inocentes, como suelen creer los adultos. Ellos saben, y a menudo más que nosotros. Pasan demasiado tiempo frente al televisor y el resto del tiempo navegan en Internet. Los expertos dicen que no leen pero es falso. Todo el tiempo están leyendo. Leer es algo más que agotar las páginas de un libro.

—¿Por qué un libro para niños que desde la ficción toque la guerra?

—Es parte de nuestra miserable vida cotidiana. Es uno más de los asuntos de la realidad del país del Sangrado Corazón. Desde el principio de los tiempos el hombre se enfrenta a muerte con el mismo hombre. Esa criatura tan maravillosa, tan llena de magia y poesía, es también capaz de las cosas más horribles. Fíjese bien, Colombia es un país católico, dedicado al Sagrado Corazón, y presenta al mundo semejante cosecha de muertos. Aquí los asesinatos se dan al por mayor. Los sicarios invocan a la Virgen para que les afine la puntería. Se sabe de personajes con cien, doscientos o más muertos encima, que en el peor de los casos pagarán condenas ridículas y seguirán tan campantes, disfrutando de los bienes ajenos, mientras los pobres muertos siguen muertos y las viudas y los huérfanos se retuercen por siempre en la casa del dolor. El historiador Jorge Orlando Melo calcula que en los últimos cincuenta años han sido asesinadas en Colombia 709.000 personas. Y no los contó a todos. El mismo historiador considera que en es probable que en esas cuentas no figuren las víctimas enterradas en fosas comunes y las arrojadas a los ríos. ¿Y si el cálculo arrancara desde el año sangriento de 1948? Nuestro Himno Nacional dice que cesó la horrible noche y el bien germina ya, cuando en realidad el rancho sigue ardiendo. Nos ponemos la mano en el pecho para cantar mentiras. No recuerdo a quién le oí esta frase: “Pobrecitas las mujeres, nos estamos quedando sin hombres”. ¿De dónde sacan ese cuento de que somos uno de los países más felices del mundo? Nadie es feliz en peligro de muerte. ¿Quiénes hacen las encuestas y a quién demonios le preguntan? ¿Por qué García Márquez, a quien admiro y respeto, dijo que Colombia es el mejor vividero del mundo? Sin embargo, Gabito no vive en Colombia y cuando nos visita requiere de guardaespaldas. ¿Será que confundimos la parranda con la felicidad? Somos parranderos, afectuosos, tercos. Nos mantenemos a pesar de las adversidades. Falseamos la realidad con palabras. La falsea el gobierno, en primer lugar. A la guerra le dicen “conflicto”, a los secuestrados los confunden con “retenidos” y a los desplazados los denominan “migrantes”. Terminarán por confundirlos con turistas. No se trata de un vicio exclusivo. En otras partes hablan de “fuego amigo”, “misiles inteligentes” y “guerra preventiva”. Desde hace unos veinte años, en Colombia, a los vagabundos, esos pobres infelices que no tienen techo y que pasan el día buscando un pan para saciar las tripas, los identifican con una palabra asquerosa: “desechables”. Es decir, eliminables. Es decir, y se ha hecho, que cualquier hijo de perra puede salir una noche de éstas a matarlos. La operación se denomina “limpieza social”. La operación abarca otros “objetivos”, por supuesto, depende del hijo de perra que la practique.

—¿De dónde viene El árbol triste? Igualmente le agradeceremos nos indique cómo fue el trabajo con el ilustrador del libro.

—La historia surgió así, no sé de dónde, y así se publicó, sin mayores cambios. Separo el texto en líneas por razones de diseño, no en versos porque no se trata de un poema. Me interesa contar una historia, no el ejercicio lírico. Escribí un libro sobre los pájaros. Tres pájaros negros, raros, que vienen de lejos y buscan nido en el árbol del patio. Esa es la primera lectura, esa es la apariencia, y el lector puede quedarse ahí. Pero hay una dura realidad que sostiene la historia: el exilio. Despertar cada mañana en tierra ajena es doloroso. En mi adolescencia fui indocumentado e infeliz en Venezuela. Padecí el miedo y el acoso y sobreviví con oficios miserables. Ahora tengo la posibilidad de vivir en otro país con cierta comodidad, pero no quiero. Me quedo en Colombia, este horrible país. Viajo todos los años, y cada vez más lejos, pero sigo viviendo en Colombia. No me voy. No pienso irme.

—¿Cómo fue el trabajo con el ilustrador de El árbol triste?

—A veces tengo la oportunidad de sugerir un ilustrador. A veces los editores me permiten ver las pruebas. Si el trabajo es de calidad, sólo señalo contradicciones o errores evidentes. Mi vigilancia se centra en el texto. Los correctores de pruebas o de estilo son un dolor de cabeza. Casi siempre envío notas al ilustrador sobre las situaciones que no se describen pero que sostienen la trama. Por ejemplo, digamos que un narrador en primera persona no se describe a sí mismo pero todo ilustrador debe conocer esta información. Por ejemplo, un objeto que no menciono pero que puede jugar con el texto. Por ejemplo, sorpresas visuales para abrir o cerrar el libro. No recuerdo si me comuniqué con Diego Álvarez antes de las ilustraciones, creo que no. En todo caso, el joven Diego Álvarez, que no padece el azote de los ilustradores mexicanos, la caricatura, hizo un trabajo maravilloso. Para mí, aunque no lo dice el texto, el protagonista era un niño, pero Álvarez dibujó una niña. El cambio me sorprendió y lo acepté de inmediato. El verdadero ilustrador no repite el texto: lo enriquece.

“La hija del vampiro”, de Triunfo Arciniegas—¿Qué obra siente como la que más exigencia creativa le planteó y cuál es la que siente como hija entrañable?

—Las batallas de Rosalino y La lagartija y sol fueron mi aprendizaje. Por ahora me siento más cercano a La hija del vampiro, donde exploré la conflictiva relación de un muchacho con su padre y el papel de los celos ante el hombre que lo reemplaza en casa. Cada obra tiene sus propios problemas, sus propias exigencias. Escribí tantas veces Las batallas de Rosalino durante todos esos años con un propósito de despojamiento. La versión que publicó Enka es demasiado barroca, diría. Eliminé una serpiente que tragaba monedas, un oso que no sé qué, una oveja enamorada, tres tristes gatos. En un capítulo que arrojé a la basura, Rosalino va al cine y contempla la película de sus propias aventuras. No me funcionó, no supe resolverlo, digamos. Estoy seguro de que si vuelvo a leer el libro, terminaré haciendo otra versión, quizá algo más ligera. Podría decirse que mis editores no pueden levantar los brazos porque en un abrir y cerrar de ojos les acomodo otra versión. Las batallas de Rosalino es un homenaje a mi padre, un herrero con quien mantengo una relación muy conflictiva, pero también es una lectura de Don Quijote. El gato, que a menudo se roba el protagonismo, representa a Sancho Panza. Y todos sabemos que en la segunda parte de Don Quijote, el Caballero de la Triste Figura sabe que sus aventuras ya están en un libro. Me fascina esta idea de un personaje que se lee a sí mismo, tanto como el personaje que se escapa de la pantalla en La Rosa Púrpura del Cairo, de Woody Allen. No alcancé este nivel con Las batallas de Rosalino. No conseguí que los personajes se vieran al espejo o pasaran al otro lado. A menudo me pregunto qué pensarán de mí mis propios personajes y si alguna vez vendrán a pedirme cuentas. “Qué maravilla, inventar la vida”, algo así dice García Márquez. En la escritura nos comportamos como dioses porque decidimos el destino ajeno. Qué ilusión de eternidad, que ilusión de poder. “Usted no es más que un desgraciado, usted hizo de nosotros lo que se le dio la reverenda gana”, podrían decirme los personajes, y yo, avergonzado, sólo tendría que pedir perdón.

—Usted ha ganado cinco premios de literatura infantil, desde el Enka (1989) y el Comfamiliar del Atlántico (1991) al Premio Nacional de Literatura en Narrativa (1993) y en Dramaturgia (1999) y el Parker (2003). ¿Qué opina de los premios?

—Lo único malo de los premios es no ganárselos. Como con las mujeres: lo peor es no tenerlas. ¿Para qué sirven? Para los dulces y para darse a conocer, entre otras cosas. Con el Enka compré el María Moliner y parte de mi primer computador. Exagerando, diría que sin los premios todavía viviría arrendado y sin el más maravilloso de los diccionarios, escribiría en mi antigua máquina de palo y seguiría de peatón. Tengo una vida más cómoda y produzco más. No creo en la idea romántica y absurda de que el artista tiene que ser un muerto de hambre o un alcohólico o un loco o un drogadicto. Hay que trabajar como un burro, con seriedad y disciplina, y sin la garantía de alcanzar la orilla de la dicha.