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Notas para una paideia

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Los niños son mentirosos, intrigantes y egocéntricos, y siempre tienden a desembarazarse de toda responsabilidad y de toda culpa. Es por ello que, durante generaciones, sus padres suelen castigarlos sin mucha conmiseración y con pías intenciones de corregir las deformaciones morales con las que nacen, que como ya está bien fundado es asunto genético. Así, con mucho amor y más trabajo, inventan métodos y promueven técnicas para ayudarlos a dejar atrás la ignorante niñez. Estos métodos de manipulación afectiva y estas sofisticadas técnicas de seducción intelectual suelen parecer inverosímiles a todo aquel no comprometido en un vínculo familiar. A veces, incluso, esta abnegada conducta de índole educativa se presenta al ojo ajeno como una confabulación generacional digna de un libro de curiosidades o de un pleito judicial, según la moda y las costumbres del país.

(Siempre fue así, solían afirmar mis letrados progenitores en conversaciones de salón.)

Pero ahora, están de moda oscuras teorías que subvierten la seguridad intrínseca del accionar de los padres y resquebrajan la fundamentada autoridad de los maestros. Se trata de ideas peligrosas, perversas, putañosas, que con suaves palabras e imágenes de resonancias románticas intentan socavar el establecido y no siempre suficientemente apreciado poder de los que con mano de hierro crían a sus párvulos, para beneficio propio y de nuestra comunidad.

(Todo esto escribió mi padre en el libro que le dio fama y que me está dedicado.)

Estas ideas locas trastornaron la delicada armonía que reinaba en nuestro hogar. A decir verdad, yo supongo que nuestra casa reflejaba la inestabilidad general que comenzaba a aflorar en el país, y quizás también más allá de sus fronteras de cuarzo. Un cierto vaho de conspiración, de inminente sedición, parecía adherirse a los actos más cotidianos dándoles así una cierta duplicidad, una sombra de sospecha que volvía peligroso lo trivial y lo hogareño. Tomar un café podía ser una invitación a deleitarse con la oscura y humeante bebida servida en un pocillo de porcelana, invitación marcada por la intimidad, como así también una gentil advertencia que urgía a abandonar el lugar de estadía antes de que los encargados de reencauzar el proceso de educación nacional llegasen con sus palos y sus textos de instrucciones. Todos en esa época de confusión y turbulencia parecían apremiados por una urgencia pedagógica de orígenes inciertos. Sin embargo, ningún dato podía afirmarse con suficiente seguridad, porque aún no había pruebas concretas, objetivas e irrefutables que permitiesen anticipar ese tipo de hechos; las reverberaciones del aire húmedo, un cierto desasosiego en la garganta, el canto colérico de los grillos que insultan la tarde constituyen un lenguaje metonímico y evasivo que sólo los profetas, los delirantes de cabellos hirsutos y algunos niños educados en la zozobra espiritual pueden percibir, y sólo esporádicamente comprender. Algo estaba acechando. Como la ballena blanca del libro que por entonces había recibido para mi cumpleaños, algo estaba por asomar a la superficie para trastornar mi rutina de escuela y juegos, para iniciarme así en un nuevo, revolucionario camino formativo. Sin saberlo, un Bildungsroman se estaba escribiendo para mí.

Pero un niño, qué sabe de estos arduos asuntos.

Sea como fuere, mis padres se vieron acosados por el no saber, y yo creo que esa angustia de índole didáctica abrió ante ellos un espacio de dudas que la enmarañada costumbre tapaba. Cada uno quería criarme a su manera, y así instaurar una nueva y basada paideia. Ese fue el motivo por el cual dejaron de pelearse a palos en el espacio doméstico y pasaron a desplegar sus argumentos educativos en un espacio simbólico de violencia insinuada. Sin duda alguna, la atmósfera general debía de inspirar sus actos, y aunque por caminos diversos, mamá y papá trataron de esbozar ejercicios espirituales que forjasen mi alma y corrigiesen mi vocación por la mentira, la mirada impertinente y los mundos alternativos. Para reformar mi siempre indómita conducta, formularon teorías que permitiesen entender de “otra manera” los turbios principios que se suponía guiaban mi deseo y los gestos que me salían a la superficie. El hecho de que yo escribiera incorregiblemente con la mano izquierda los llevó a desarrollar dos planteos opuestos y contradictorios, a pesar del común acuerdo acerca de la necesidad de subyugar una tal inadecuada inclinación de ánimo. Pero todas sus teorías, como es propio de toda construcción hipotética, no podían desprenderse de sus márgenes imaginarios y probabilísticos.

Así fue que cada uno, sin consultarse mutuamente y sin pensarlo dos veces, y porque me querían y me creían un niño especial y cargado de promesas, se dedicaron con ciegas energías a criarme, y a darme forma y a dibujar mi porvenir.

Algo real, tangible, tenía que pasar. Algo que les permitiese a ellos, ir más allá de las palabras y los ejemplos, para poner así a prueba sus hipótesis. Se trataba de algo indecible y salvador, ya que les permitiría a mis padres rasgar el telón de fondo contra el cual su accionar operístico se percibía como realidad.

Este fue, pues, sin saberlo, un período de formación y de espera. Una época de acumulación larvada. Una época de cooperación familiar.

Hasta que, sin augurios que me preparasen, todo cambió. Todo cambió porque un poco antes de la madrugada, un poco antes de la hora clara en que yo tendría que haberme despertado para ir al colegio en esos primeros días de verano, una bomba habría de explotar y así modificar el rumbo de los hechos por venir y el significado de los ya ocurridos. Esta bomba es el núcleo de la historia que quiero contar. Explotó esa noche cuya fecha no recuerdo, a comienzos de diciembre; pero yo sé que esta explosión formativa podría haber ocurrido antes o después.

Inevitablemente, se produjo el resquebrajamiento de la natural relación que vincula todo objeto con su lugar de inserción en el espacio de la imaginación personal, espacio escandido por el temor y por el deseo y por la costumbre. Este es un espacio de límites flexibles pero fijos, que asegura que lo que está ahí afuera del otro lado de la piel, permanecerá, como un faro en una costa desierta, para indicarnos dónde se acaba lo real y dónde comienzan los fantasmas. Desde ahora —yo tenía que aprenderlo— todo objeto podía ser otra cosa, representar otra cosa. Cualquier puerta podía abrirse a un abismo imprevisible, o bien dejar aparecer, de entre sus goznes sin aceite, guerreros aztecas de subversivas pesadillas. Lo natural había desaparecido bajo los escombros. La conspiración de los rebeldes afásicos estaba en marcha, así se decía. La guerrilla de la selva verde e imbricada se había confabulado contra las reglas de un juego en el que todos hacían trampas. La tensión que distancia los términos engarzados en una metáfora estaba en peligro. ¿Con qué lenguaje se puede hablar de lo que no encaja en los marcos aceptados del sentido comunal y normativo, de lo que escapa a los significados ya instaurados por el peso de la costumbre?

Algo como un vacío pascalino se abrió bajo mis pies, y mientras los otros (mis hermanos, mi familia, los vecinos) se esforzaron, luego, más tarde, en los días por venir, por que todo volviese a la demarcada y segura normalidad, como si nada hubiese pasado, yo empecé a dedicarme, curioso, fascinado y asqueado a la vez, a ahondar esa grieta ya abierta por la bomba, para dejar aflorar los viscosos seres subterráneos que pululaban por aquellos laberintos rocosos que ella había abierto con su retumbar. La explosión removió la cristalizada corteza de realidad que los mantenía apresados en estado larvado, y favoreció así su movilidad en los cóncavos canales que ahora les permitían reptar hacia afuera, y colmar mis sueños y mis horas vacías.

La bomba explotó después de lo que, con los años, se me reveló como una larga, larga espera.

Después que la bomba explotó, después que explotó en la puerta de mi casa, bajo el balcón de la ventana de la pieza en la que yo dormía, ya nada hubo de ser igual. Mi vida se transformó entonces —no en ese exacto momento pero sí un poco más adelante— en otra cosa, a orillas de un desierto de miedo y desconfianza. Ya no fui quien había sido ni quien habría de ser. La posibilidad tangible de no-estar, de desaparecer, de convertirme en un cúmulo informe de algo innombrable, de ya no-más-ni-después, pasó a ser una magma en expansión. Un volcán silencioso. De ahí en más, algo que en todo momento podía ocurrir, empezó a pisarme los talones y a hundir sus garfios en mi piel bien perfumada por el talco de Avanta.

Cuando explotó, yo era chico, y aunque el ruido debe de haber sido increíble, lo que me despertó fue un olor ácido y pastoso que se me iba enroscando entre las sábanas. Me desperté y ya no pude volver a dormirme: el aire enrarecido ocupó también el espacio onírico y lo cambió y lo canceló.

Después, por supuesto, nada fue ya igual a lo que había sido, las capas superpuestas de la costumbre se desmoronaron, y así también el significado de los actos y las palabras. Esto, de todas maneras, no tenía demasiada importancia. Nunca la tuvo: yo estaba acostumbrado a las diferencias, a los delicados repliegues de la voz que señalan los matices entre una forma de querer y otra.

Creo que olvidé decir, al comienzo de esta relación, que sin mucho afán y con previsto desconsuelo, yo dedico mi tiempo a enseñar literatura, a buscar relaciones entre sistemas de signos y a esbozar así algún sentido. Mis alumnos son futuros docentes, adoctrinados por la trivialidad y el desgano. A veces pienso (cuando consigo zafarme de los nudos caprichosos de mi propia imaginación y enhebrar así alguna frágil idea) que un alucinado estado de ánimo debe de cubrirlos, como una brea mágica, sin dejarles lugar para la curiosidad o la sospecha. En estos tiempos, ser maestros les parece un acto de empolvado heroísmo.

Para mí, esto de tratar de enseñar el olvidado y anacrónico arte de la lectura, es sin duda el producto de una vocación compensatoria, suplementaria, que oscuramente me viene de lejos, de saber con certidumbre corporal que las cosas no son lo que parecen, y que sin embargo, casi inevitablemente, un cierto andamiaje puede construirse como promesa de lo que vendrá. Algo se está urdiendo siempre más allá de los umbrales de lo cotidiano, pero es imposible saberlo y estar preparado. Algo se devela una y otra vez, ante nuestros ojos enceguecidos por la claridad, pero la presencia de lo venidero es invisible para quienes no saben mirar. Uno nunca puede estar realmente preparado. Un libro puede ser una manera de acceder a una revelación anticipatoria. A veces. Sólo a veces. Otras, una conversación oída al pasar nos permite acceder a una iluminación.

Mucho de lo que después iba a ser la costra dura de mi imaginación, ya estaba entonces, allí —quizás emergiendo, quizás germinando—, en el preciso momento en que lo inesperado, lo estremecedor y lo inevitable interrumpieron el curso de aquella única eterna noche. La bomba explotó: cumplió así la oscura finalidad para la que había sido armada, llenó de satisfacción, quizás, el corazón mecánico del hombre que con sus manos de hábiles y dedicados dedos le dio su justa forma, su peso, y la depositó suavemente junto al umbral de mi casa. ¿Cómo habrá sido, en ese momento fugaz, su mirada? ¿O quizás cerró los ojos, y pensó aliviado en las monedas que recibiría por una tal acción? Tal vez, agotado, se sintió feliz, orgulloso, parte de un plan educativo que estaba investigando la conducta humana mediante nuevas y aún no aceptadas técnicas. Para mí, de todas maneras, se estableció, de una vez y para siempre, una relación irrevocable entre el orden de los objetos accidentales y el trabajo de construirles un sentido.

Como de muchas otras cosas, tampoco de este asunto se pudo reconstruir un relato coherente, con sus causas y consecuencias. La policía esbozó algunas suposiciones, planteó tímidos balbuceos explicativos, pero era evidente que no me había tocado en suerte un argumento realista. Se trataba de una nueva gramática narrativa, y aunque era obvio que las estructuras tenían un significado y que respondían a un plan no inocente, sus reglas de transformación eran todavía inexistentes, o tan hipotéticas como las que regían mi obrar. Eran tiempos azarosos, de turbulencia, y la sospecha parecía reinar en todos.

Nadie se interesó por mi afirmación de que mi padre estaba tratando de educarme. De educarme produciendo en mi conducta de niño cambios estables y duraderos. Demasiadas teorías acerca del amor y de sus manifestaciones anulaban un tal planteo. Además, mi padre era un experto en estas cuestiones del alma y de la mente, un innovador, un hombre cultivado, un mago de la elocuencia ante el público extasiado. Como me escribió muchos años más tarde en una breve nota de estilo furibundo y conciliatorio, él era un mito viviente, y ya era ocasión de que yo me percatase de ello. Quién podría, pues, creerle a un niño. Me pusieron de costado. Y ahí me quedé sin saber qué iba a pasarme.

Estábamos en una época de rencores y de torbellinos afectivos, de fisuración invisible de las finas redes que mantienen unida la realidad. El gobierno de entonces difundía con creciente ansiedad y con agazapada violencia la teoría de una gran conspiración social que trataba de disolver todos nuestros santos y profundos valores nacionales. Una teoría de la conspiración siempre posee su propia fuerza de gravedad, su propio núcleo, y todo lo que es distinto se torna ajeno y, aun más, peligroso. Lo nuestro era algo menor, y como tal, destinado al olvido incoloro de los hechos que-casi-no-fueron, porque apenas perturban los bordes de lo cotidiano. Se trataba del síntoma de una parálisis afectiva, y como tal, la negación de su existencia era la mejor manera de conservar la cáscara social.

La vida se agudizó en su fuerza y en su fragilidad de espuma. Hacia afuera, el miedo se volvió vergüenza, y la vergüenza, silencio.

Estábamos en una época embrionaria, silenciosa: la época de mi formación.

Mi padre, lejano, inexistente casi, lograba educarme en el miedo y la sospecha constante. A la distancia, yo le servía, como un conejo de laboratorio, para poner a prueba sus ideas acerca del determinismo, y los acontecimientos formadores, acerca de la educación directa y la manipulación telepática de la mente. Yo lo sabía tramando, hilvanando las hebras que le permitiesen señalarme como a un rebelde incurable que trataba de renegar de sus bienintencionados intentos de reformar mi conducta. Su accionar inteligente y colérico parecía provisto de un mimetismo vegetal que le permitía adecuarse a los ritmos sociales que le servían de biombo para asegurarse así el éxito.

Mi padre, hombre de acción y de doctrina, se alejó con elegancia de toda acusación. Dejó la casa con su contenido, dejó la ciudad, dejó sus imposibles y caóticos libros, y comenzó a elaborar sus teorías acerca del funcionamiento del cerebro. Necesitaba encontrar una base consistente para asentar sus ideas educativas. Fue por ello que dedicó sus energías a la investigación de la conducta humana, y a la elaboración de remedios que prometían modificarla. Éstos le dieron fama de curandero, de genio y extrañamente también de profeta. Instalado en los bordes del mundo organizado por la paciencia inagotable de mi madre, estaba rodeado por figuras aleatorias, desteñidas, destinadas a su constante alabanza. Eran figuras carentes de pensamiento coherente y segmentado, eternizadas en innumerables fotos de colores en las que aparecían acompañando a mi padre en variadas circunstancias: tomando el té, junto a un rosal, a los pies de un monumento de patriótico mármol gris, junto a algún enfermo restablecido.

Todo esto lo supe después, mucho más tarde, cuando me tocó en suerte ordenar sus escritos póstumos en su inmensa y desolada mansión. Mis hermanos estaban entregados a meandrosos viajes por tierras lejanas, y no quisieron entregarse a una tal tarea. A mí, la curiosidad me arrastró.

Después de aquel verano, ya no lo vi más.

Con eso, con ese alejamiento enigmático, él me hizo lo que soy, él me condenó a la escritura para reconstruir siempre, una y otra vez, los restos que quedaron después de su irse. Siempre, para siempre, un intento constante de contar una historia, como una manera de sobrellevar el vacío, de fusionar los fragmentos que inevitablemente se dispersaron después de la explosión: una anónima bomba explota, impersonal, indefensa, en la casa de un niño que está durmiendo. La causa que supuestamente estaba en el comienzo de los hechos, se vuelve un después, un constante futuro perfecto cuya reconstrucción me llevará ya toda la vida, hasta agotarla. Es una sisífica tarea escolar que nunca se acaba. Se trata de tejer redes que permitan suturar las fisuras que dejan percibir el lado irracional y casual de lo cotidiano. Es, quizás, como un juego de palabras: una manera de transformar lo casual en causal. Quizás.

Desde entonces, ya siempre supe que eso y todo lo demás me ocurría para que pudiese escribirlo. Creo que esa seguridad precoz fue la que me permitió vivir todo ese verano con una cierta lejanía, una cierta distancia que adormecía los sentidos, y me mimetizaba a los objetos. Una mirada sensual, escéptica y distante me quedó de aquella época como un talismán protector.

A veces, el oscuro, voluptuoso placer de verme escrito después, en otro tiempo, un tiempo por venir que daría sentido, posteriormente, a lo que en un-entonces-sin-forma ya había sido, se infiltraba en mis ensoñaciones. El presente era los recuerdos de un mañana incierto, que de alguna manera inscribía su garabato en mi piel, dejando su tupida huella en mi mirada. Algo irremediable iba a ocurrir o tal vez ya había ocurrido o estaba a punto de ocurrir, algo de índole formativa pero carente de instrucciones para su interpretación: un artefacto no-visto por mi mirada pero supuesto por la imaginación, habría de explotar, inextinguible, para siempre, en la puerta de entrada de mi casa, y su eco llega hasta la noche de hoy, en que escribo estas líneas. Hasta acá.