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Una sombra en el jardín

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Jenny tenía las piernas más hermosas que haya visto. Iba esporádicamente en las tardes a casa a conversar con mamá sobre quehaceres domésticos y recetas de cocina. Que yo recuerde, era delgada, de senos prominentes, cabellos largos, negrísimos, y un aire coqueto que llenaba la casa. Creo que llegué a amarla, aunque nunca se lo dije.

Vivía en una casa contigua a la mía, en un cuarto tan pequeño que parecía una casa de muñecas. Su madre, quien casi nunca salía, pues tenía un problema lumbar que no la dejaba caminar bien, era una mujer bellísima, y resultaba difícil pensar que el marido la hubiese dejado (más bien, la hubiese cambiado por una fea) cuando Jenny nació.

De ella, de doña Doris, me enteré que había sido modelo profesional de ropa interior y que había alcanzado cierto éxito en las pasarelas del país y del exterior y que su rostro había aparecido en algunas revistas de farándula y programas de televisión. Era quizá por eso que nunca le faltaban visitas. Por lo general, una docena de personas, desde por la mañana hasta bien entrada la tarde, pasaban a diario por su casa. La mayoría de las veces eran hombres en lujosos carros y bien vestidos, o mujeres jóvenes y bonitas que no alcanzan los veinte años.

Doña Doris no era bruja ni adivina ni practicaba actos de magia ni vendía, que yo supiera, nada que se pudiera comprar. Al parecer, las visitas eran amigos del interior del país (Medellín, Bogotá, Pereira, entre otras ciudades donde había vivido), o hijos de los amigos del interior del país. Ella los recibía en la sala de estar o en la amplia terraza, bien vestida, sentada en un butacón de cuero labrado que alguien le había regalado en su cumpleaños número veinticinco, cuando Jenny era ya una jovencita de diez.

Siempre me llenó de curiosidad pensar qué tanto y sobre qué podían hablar aquellas personas con doña Doris. Pero yo mismo cargaba por entonces con un rosario de problemas como para involucrarme en los asuntos ajenos. Cada vez que pensaba en ello, me figuraba que eran pretendientes al acecho o amigos que habían encontrado en ella a una mujer inteligente para dar consejos o asesorar a las noveles aspirantes a modelos.

Al igual que las visitas, su teléfono era el único de la cuadra que repicaba constantemente, incluso hasta altas horas de la noche y primeras de la mañana. Una madrugada, mientras luchaba con el insomnio, escuché el motor de un carro detenerse en su jardín. Entonces hice lo que nunca había hecho: abandoné la cama y espié por la ventana. Las luces del jardín estaban apagadas, pero en la suave penumbra se alcanzaba a ver una figura masculina que abandonó el carro y se detuvo frente a las escalinatas. Una mujer, casi desnuda, y que no pude reconocer, apareció de repente por detrás y rodeó con sus brazos al tipo. Luego subieron al carro y se marcharon.

Jenny, que yo recuerde, fue siempre una chica discreta. Tenía unos ojos grandes y azules y una belleza tan deslumbrante como la de la madre. Tenía unos senos como los de Sofía Vergara. Una cabellera negra. Unos labios sensuales. Un trasero enorme. Todos los chicos del barrio le tenían ganas, y habrían dado sus vidas, o parte de ellas, por alcanzar la cerecita prohibida. Yo incluso. No obstante, había algo en doña Doris que siempre llamó mi atención.

La imagen que conservo de ella está ubicada en una noche en que la vi a través de la ventana del segundo piso: estaba desnuda de la cintura para arriba, hurgando seguramente en una de las gavetas del clóset. Yo me quedé embebido mirando la delicadeza de su rostro y la belleza de sus senos que no advertí el momento en que ella, en un acto de distracción, corrió el mechón de cabellos que hacía equilibrio en su rostro, levantó la cabeza y su mirada se tropezó con la mía. Pensé que se molestaría, que gritaría o haría algo por el estilo. Pero no. Sonrió con una sonrisa pícara. Me dio la espalda y se sujeto el brasier. Ni siquiera se tomó la molestia de correr la cortina.

Esa noche fue calurosa. Los árboles de la calzada estaban quietos. No se movía una sola partícula de aire y el único ruido en mi cuarto era el tic tac del reloj en la mesita. Encendí el televisor y, como cosa curiosa, me quedé dormido. Lo único que recuerdo es el sonido del motor de un carro alejándose. Hundí mi cabeza en la almohada y un rato después me llegó el cacareo de la voz de mamá, diciendo:

—Tienes que ver esto.

—¿Qué? —le respondí entre sueño.

—Tienes que ver esto —repitió eufórica.

—¿Qué horas es?

—Son las siete —le oí decir.

Corrió la cortina y pude ver, en el jardín de doña Doris, un enorme aviso de “SE VENDE” y a un pequeño grupo de curiosos comentando, sin duda alguna, el hecho. Al parecer, la noche anterior, doña Doris y su hija se habían marchado sin dejar rastro.

* * *

Desde entonces han pasado diez años. Estoy en Bogotá. Es una mañana lluviosa, hace un frío bárbaro, una espesa bruma baja de las montañas y me encuentro sentado en un café de la 93 esperando a una amiga. El reloj del salón marca las nueve en punto y sigue avanzando. Una de las chicas que atienden me ofrece el periódico. Es un ejemplar de El Tiempo del día anterior. Lo abro. Lo ojeo. Allí, en un cuarto de página, en un recuadro, está la fotografía de dos mujeres, impecablemente vestidas, mirando a la cámara como dos modelos profesionales. “La policía internacional detuvo en Miami a dos colombianas acusadas de narcotráfico y trata de personas. Las detenidas hacen parte de una banda que...”.

Tras un momento de duda, miro y remiro embobado aquellos rostros. Pero no hay posibilidad de equivocación: aunque hubiesen pasado cien años, jamás hubiera podido olvidar a Jenny y a su madre, dos mujeres que habían hecho parte de mi vida y que ahora hacían parte de la leyenda negra de un país.