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Poemas

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Ahora que ya
no guardo prisas,
ni azares de primera mano,
ni cumbre a plazo fijo,
ni coartada idiota,
o amuleto feliz
contra el olvido,
ni besos desayuno,
ni graffitis de amor
sobre muros de trigo.

Justo cuando
se duerme mi desánimo
la siesta del domingo
y el carrusel de insomnios
se abstiene de sortijas,
ahora que mi rencor
anda descalzo,
que las nueces son mucho más
que médicos  y  ruido.

En este tiempo
en que las bienvenidas
tiemblan en los espejos
y el pasado nos pica
como un cuervo de exilio.

Precisamente ahora
en que ya no soy huésped
debajo de tu piel,
ni miel bajo tu ropa,
me afiebra el horror cotidiano,
mientras aguardo turno
en la antesala del miserable destino.

Recién en esta tarde
de muelle sin pañuelos,
silencio sin conjuros,
plumas huérfanas,
ojos sin deseo,
acupuntura torpe
contra el miedo,
mayo sin poesía,
soledad y trapecio.

En esta hora
que no transmite nada,
este rato perdido,
sin cuerda en el reloj,
pantano de las emociones,
arena y espejismo.

Esta calle desolada,
este latir sin sangre,
esta hiel y este frío.

Acabo de descubrir
una paloma sin rumbo
que me anida en la puerta,
un caracol de lluvia,
reproduciendo el eco
de un dolor repetido.

 


 

El tiempo es un café
humeante sobre el mármol,
que amuralla en vapor
los signos de las manos,
y la telegrafía aguda de los ojos,
en este juego de verbos conjurados.

En este territorio de aromas invernales.

Casi una invocación
de miel sombría.

Sobre su luz
detienen mis palabras
su errante levedad
de aves marinas,
y restalla en su lava
mi aliento constelado.

(quizás la madrugada
remiende los silencios)

La lluvia alza
su altar de transparencia,
y yo dejo de estar
en donde estaba,
para soltar a andar
la rueda del otoño.

 


 

Como si fuera mía
la vocación lineal
del horizonte,
y este cuerpo que viaja
detrás de los cristales,
ya preso de una red
de truenos y sonrisas
que fecunda esas horas
de flor deshabitada.

Y me alejo de sombras
y pocillos,
entre el follaje ardiente
de las gotas,
hacia azules panales
y arrecifes,
buscando desvaríos del crepúsculo,
túneles y ventanas sumergidas.

Hacia una isla púrpura
de copas y racimos,
en donde se desgranan
los hilos invisibles
de la marinería.

Germinaron entonces los primeros relámpagos,
y el cielo salpicaba de campanas la noche.

 

El fuego de agosto

Llueve sobre las calles
todas las lluvias juntas,
como si un mar de grifos
se abriera de repente,
y la sangre del suelo
nos mojara las manos.

Llueve bajo el silencio,
sobre los sueños llueve.

Lluvias blancas o negras,
lluvias con olas breves,
que arrastran en su cauce
las lluvias del pasado.
Con espejos de estrellas,
y un aliento de sal
que nos vierte en la boca
besos verdes,
o pálidos.

Lluvias marinas y terrestres,
celestiales y diáfanas,
que el océano empuja
con su carga de algas,
cual una savia dulce
de azúcar cristalino,
enjugando en la noche
la plenitud del alba.

 


 

Sobre los barcos llueve,
que encallan en la nada.

Llueven todas las lluvias,
las de ayer, las de siempre,
las azules, las verdes.

Sobre todo las verdes.

Y el agua vuela y viaja
en un juego de espuma,
como potros de viento
tronando en las ventanas.

Mientras agosto mece
sus raíces doradas.

Y el agua cae y cae,
como piedras al alma.

 


 

Ya no creo en la luz,
salvo en la atlántica
centella de la noche,
ni en ninguna penumbra
más grave que el destino,
y es la alegría apenas
un lúdico placer,
un pasatiempo,
del que vuelvo deshecho,
al críptico hospedaje
de las sombras.

 


 

Una infancia
dos perros
trescientos domicilios
cuatro generaciones
cinco centavos
seis olvidos
siete hermanos
ocho auroras de fiebre
y roedores
nueve o diez padres
que exijo como tales.

Once de copas
doce años de amor a primer tacto
trece de la buena suerte
catorce abrazos de mano única
papeles al día
nunca taxi.

Quince inviernos
mortales o marchitos.

Dieciséis consignas y pancartas
diecisiete oscuras decepciones
dieciocho caer y levantarse,
así por siempre
                                    al infinito.

 


 

Veintisiete pastillas anti-insomnio,
una por cada año,
de acuerdo con la lógica perfecta del instinto.

Salvo mejor criterio del profesional.

Media escuela,
un cuarto de ternura
en abanico,
dos tercios de delirio.

Quinientas toneladas
de memoria.

Un palmo de optimismo.

Dos docenas de camas,
tres decenas de ausencias
terminadas en a,
casi cuatro centenas
de azul literatura.

Cinco lustros de aire en los pulmones.

 


 

Un Auschwitz propio,
a metros de la city,
y millones de escenas
de las que por pudor,
por bronca
o por desidia,
ya no acuso recibo.

Escribo transporte
e inicio otra planilla,
rubricada por pájaros
y arcángeles,
comenzando de cero
y hasta cuándo.

Sin guarismos,
ni ecuaciones de férrea matemática,
el saldo es
definitivamente luminoso.

Al fin de cuentas,
no poseer nada
es poseerlo todo,
y viceversa,
claro.

 


 

Ícaro en la estación de trenes

“Hijo del cerro,
presagio de mala muerte,
niño silvestre...”

Joan Manuel Serrat

Sufrir,
sufrir hasta morirse,
mañana,
el martes, cualquier día,
lapidando ternuras y alegrías
fusiladas al claro del olvido.

Enlutar las campanas,
cegar de negro paño
la dolida visión de los cautivos,
sufrir de desamor y de delirio,
de paz atormentada,
de sangre que se vierte
en el rastro fugaz del fugitivo.

Sufrir en los establos
que no son de Belén, ni mucho menos,
en la tiznada lágrima que pende
sobre el rostro infeliz
de tantos niños.
Sufrir el hambre, el frío,
el silencio de Ruanda,
el oprobioso amor de las favelas.

 


 

Sufrir la muerte misma
y su anticipo,
que es este dolor hondo
en el costado,
este ya no saber quién soy,
qué somos,
ni en qué puede aliviarte esta mirada.

Y verte cada noche deshacer los andenes,
sonriendo de fatiga y pegamento,
jugando a las barajas con tu ángel de la guarda,
que se viste de azul
como tu miedo.

Hasta que una mañana te barran de la acera.

 


 

Las gotas
van y vienen,
se mecen,
se descuelgan,
transfiguran la tarde
en claridad y verde,
cincelan en lo árido
un mundo cristalino,
un brotar de matices
y duendes incorpóreos.

Y luego,
a la perfecta hora
en que los pájaros
diseminan al aire
la fragancia,
descubro en la húmeda
tersura del follaje,
un verso candoroso,
o una mueca anhelada,
que desbarata el intento,
la malsana tendencia,
de sentarme a morir
bajo los álamos.

 


 

“...El sueño se hace a mano
y sin permiso
arando el porvenir con viejos bueyes”.

Silvio Rodríguez

Arar la tierra
con los pies,
paso tras paso,
reconociendo el eco
de secretos abismos,
la roja vibración
de la semilla,
el sabor de la luna
en el silencio.

Desempedrar las calles
del olvido,
robarle sus fulgores a la sombra,
marchando en el vacío,
a tientas,
como un ciego.

Bebiendo de la vida
hacia la muerte,
sin espigas,
ni pan para mañana.

Dejar dormir la aurora
en la sal de su lecho,
mientras el vino sangra
bajo mis cicatrices,
y vierte sobre mi alma
un fuego para siempre.

No hay camino, ni luz,
tan sólo pasos.

 


 

Un agua de naufragio
en las esquinas,
praderas invernales,
soles verdes.

Arena de los surcos
de la gloria.

Eclipses transparentes.

Y mi ansiedad un río,
que se tropieza a veces con tu nombre.

 


 

Llevan mis ojos
la luz de la tristeza,
y un amargo dulzor
de frutas y de ausencias.